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Pedro Delgado Fernández en la Carrera Urbana Ciudad de Málaga 2012 (Fotografía: José Chinchilla) |
Ahora que he vuelto de un largo viaje por Albania, trato de ponerme al día con la prensa y los correos atrasados. Entre estos últimos, acabo de leer el relato que mi amigo Sergio Barce lanza a las redes desde su blog. Lleva por título Recuerdo un pequeño taller de bicicletas, y está incluido en su libro de cuentos Paseando por el zoco chico (Ediciones del Genal, 2015). Como en él aparece la figura de Eddy Merckx, el Caníbal, escalando una de esas montañas imposibles del Tour, y como el pasado viernes comenzamos el nuevo curso escolar, he pensado en la comparación que podemos hacer entre una cosa y la otra: el calendario escolar como el largo puerto que hemos de coronar, alumnos y profesores, si queremos alcanzar la meta allá por junio. Nos aguardan tres metas volantes, mucho esfuerzo y quizás algún que otro contratiempo pero si pedaleamos con ganas desde el principio seguro que todo será más fácil. ¡Ánimo a todos! Dan la salida y comienza la ascensión.
RECUERDO UN PEQUEÑO TALLER DE BICICLETAS
Por Sergio Barce
Recuerdo que había un pequeño taller de bicicletas enfilando la calle Cervantes, camino del Cine Avenida, a pocos metros de la bocacalle del callejón del Ideal. El encargado se llamaba Yasim. Yo llevaba allí mi bici plegable cuando se le rompía la cadena o se le pinchaba una rueda. De las paredes del local colgaban llantas con radios brillantes y otras con los radios oxidados, gomas y cámaras desinfladas, sillines usados, manillares de bicicletas de carrera y manetas de freno. Había un poster de Eddy Merckx el Caníbal subiendo la montaña enfundado en el maillot amarillo del Tour de Francia del 70.
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Eddy Merckx, el Caníbal, con el maillot amarillo del Tour de Francia de 1970 |
Para encontrar el pinchazo de la rueda, Yasim echaba un rápido vistazo por la cámara y, cuando creía haber dado con el punto por donde presumiblemente se evaporaba el aire, sobre la yema de su dedo índice depositaba saliva, una saliva densa y blanca, que luego aplicaba sobre el posible pinchazo. Aguardaba entonces unos segundos para comprobar si la saliva regurgitaba; si se formaban pompas era que había acertado. Luego, sólo era cuestión de parchearlo.
Recuerdo que, a veces, había que esperar un buen rato cuando Yasim se tomaba un té, larachensemente, o se ponía a hablar con un amigo que iba camino de la Plaza y se había detenido a saludarlo. Hasta que no acabara de beberse el vaso de té verde o de hablar con su amigo, no había nada que hacer. En esos casos, me sentaba en la acera de enfrente, bajo la larga pared blanca sobre la que caía pesadamente el sol de la tarde. Cuando por fin decidía repararla, le pagaba y safi baraka, a pedalear de nuevo dejando atrás el cine, bajando la cuesta del mercado a toda velocidad sin dejar de tocar el timbre para que los peatones se apartaran...
Había también, en el pequeño taller, bicicletas de alquiler, y motocicletas de pequeña cilindrada. Olía a goma y a pegamento, y a gasolina y aceite.
Recuerdo a un anciano que siempre aparecía cuando iba al taller. Alquilaba una bicicleta alta, de barra horizontal y manillar de carrera, aerodinámico, y con palanca de cambio de velocidades. Resultaba llamativo ver a un hombre tan mayor, con una bici tan moderna. Más curioso aún era el hecho de que vestía con una chillaba espartana, marrón, áspera, que se arremangaba para poder subir y sentarse en el sillín. Se ataba las perneras de su pantalón gris con unas pinzas de madera, de las que se usan para colgar la ropa, y antes de ponerse en camino se cubría la cabeza con la capucha de la chillaba. Apenas se le veía entonces el rostro. Se marchaba así, muy lentamente, tan despacio que parecía no tener fuerzas suficientes para dar un pedaleo. Pero poco a poco se alejaba por la calle, y no regresaba hasta la noche, cuando Yasim iba a cerrar, a la misma velocidad a la que se había ido por la mañana. Su silueta se recortaba al final de la calle Cervantes, bajando desde la avenida Mohamed V, y verlo era como contemplar a un siniestro fantasma que flotara sobre una luciérnaga. La luciérnaga, claro, era el faro de la bicicleta, y el fantasma su cuerpo embozado en la chillaba que, en la noche, se confundía con la oscuridad.
Cuando devolvía la bicicleta, solía traer una bolsa con palmitos y yerbabuena colgada del manillar, se la entregaba a Yasim y se marchaba a grandes zancadas. Hasta otro día. No sé si con eso pagaba el alquiler de la bici, o si era un regalo que le hacía o simplemente un encargo. Pero el caso es que nunca abrió la boca, ni siquiera para saludar.
El taller abría temprano. Al ir al colegio, yo pasaba por la puerta, aprisa, para no llegar tarde, y veía de reojo a Yasim sentado en un taburete de madera, con un vaso de té entre las manos, saboreándolo, antes de meterle mano a la faena, rodeado de bicicletas y de motos de pequeña cilindrada, y entre sorbo y sorbo se quedaba mirando a Eddy Merckx, el Caníbal, escalando la montaña, enfundado en el maillot amarillo del Tour de Francia del 70, soñando quizá que iba en el pelotón perseguidor...