El gran libro de los pájaros (Blackie Books) Ilustración de Alexandre Reverdin |
Cuando están en época de cortejo, los colibríes pueden alcanzar una velocidad (en vuelo picado) de hasta noventa y cinco kilómetros por hora. El amor te hace hacer cosas.
Una vez se posó un gorrión sobre mi hombro durante un instante mientras trabajaba en el jardín y sentí más orgullo por esa distinción que por cualquier medalla que hubiera podido colgarme.
Henry David Thoreau
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El gran libro de los pájaros (Blackie Books) Ilustración de Alexandre Reverdin |
EL BUITRE
–Franz Kafka–
Érase una vez un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado mis zapatos y mis calcetines y ahora me picoteaba la carne. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos a mi alrededor y luego tiraba otro.
Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba todos esos ataques del buitre.
–Estoy indefenso –le dije–. Apareció de la nada y empezó a picotearme, lo quise espantar y hasta pensé romperle el cuello, pero estos animales son muy fuertes y se notaba que me quería saltar a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora son solo unos jirones de carne inservibles.
–No lo permita, caballero –dijo el señor–, un tiro bien dado y adiós al buitre.
–¿Le parece? –pregunté–, ¿querría usted encargarse del asunto?
–Encantado –dijo el señor–. voy a casa y traigo el rifle, ¿podrá aguantar media hora más?
–No lo sé –le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí–: Por favor, vaya a por el rifle y al menos lo intentamos.
–Bueno, bueno –dijo el señor mientras se alejaba–, me doy prisa.
El buitre había escuchado nuestro diálogo tan tranquilo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo como si nada. Me di cuenta de que lo había comprendido todo, pero ya era tarde: alzó el vuelo, retrocedió para lograr el impulso necesario y, como un atleta que arroja la jabalina con todas sus fuerzas, encajó sus fauces en mi boca, hasta el fondo. Al caer de espaldas sentí un rayo de alegría, como una liberación. Mi sangre salía de las profundidades y se desbordaba, ahogando al buitre por completo.
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EXPIACIÓN
–Elisa Victoria–
Sé que no fue así, pero así es como lo recuerdo. Mientras ocurría pensé que la situación era mejorable y pronto pude complacerme en comprobar que las imágenes habían sido retocadas al almacenarse en mi memoria. Han pasado cuatro meses y la alteración que encuentro cuando abro el archivo es tan apropiada y profunda que cualquiera diría que han pasado treinta años.
Se había desmayado delante de todo el mundo, desplomándose grácilmente sobre los brazos de los que la rodeaban. Alrededor, su padre joven, sus tías, sus primos, sus amigas, nueve personas paradas cortando el paso en medio de la avenida peatonal más ancha y concurrida de la ciudad. Yo me había sentado en un escalón con una botella de agua entre los pies, un cuaderno sobre el regazo, un boli congelado en la mano derecha, y la llevaba viendo venir varios minutos, acercándose a lo largo de más de doscientos metros. Había pasado mucho tiempo pero había sido fácil reconocer su cara entre la lejana multitud. A medida que se aproximaban, todavía en actitud distendida, reconocí también a sus familiares. Sus voces no me llegaban, solo me llegaba el cantar de los vencejos volando de un edificio a otro, cada vez más rápido, cada vez más bajo. Caía la tarde, el cielo rosa y naranja haciendo juego con las luces de la ambulancia que alguien había llamado, y ella dejando de ser sostenida por una cascada de familiares para pasar a los brazos de dos enfermeros. Solía interpretar yo ese papel. Éramos compañeras de mesa. En aquellos pupitres pegados compartimos todos los apuntes, los materiales y los cuchicheos durante dos cursos. Le trencé el pelo negro en docenas de horas libres, escuché sus historias nocturnas los lunes a primera y ella escuchó las mías a segunda, nos hicimos fotos a oscuras con flash en los baños sin ventana, yo escribía y ella bailaba y cada una hacía bien lo suyo sin meterse en el terreno de la otra. La gente da por hecho que lo que escribo es todo cierto, a la gente le gusta mucho preguntar eso para sentirse extraña después, sea cual sea la respuesta, pero lo que escribo es todo mentira. Incluso si mi propósito era contar la verdad.
En los brazos de los enfermeros distinguí los míos sujetando su tronco porque a ella le gustaba la clase de Educación Física cuando había que ensayar una coreografía, pero no cuando había que correr y si había que correr se desplomaba de camino al gimnasio. La sujetábamos entre varias y la acompañábamos a un silloncito que había en secretaría. Todas queríamos quedarnos con ella para saltarnos también la clase pero solo yo, por ser la compañera de pupitre, tenía el privilegio de permanecer a su lado, y siempre encontraba la manera de conseguir una toallita limpia que colocarle mojada sobre la frente, de sujetarle la mano y sacudirle los pies para justificar mi presencia. Estaba bastante convencida de que el desvanecimiento no era real, me parecía sospechoso que solo ocurriera justo aquellos mismos días a aquellas mismas horas, pero a mí tampoco me gustaba correr y si era todo un teatro nos estaba beneficiando a las dos. Desmayada en mis brazos no había llegado a tener más de dieciocho años. En los de los enfermeros acababa de cumplir treinta y tres. Sus primos habían envejecido mucho mientras su padre seguía teniendo un aspecto fresco en la distancia. Parecía más joven que yo. La depositaron en una camilla plegable y al cambiar de postura abrió los ojos para mirar al cielo un instante y volverlos a cerrar.
Los vencejos la durmieron, los vencejos la mecían. No sé si era fingido, si era mentira. Creo que sí, como siempre, y eso no lo hizo menos hermoso. Los vencejos trinaban en el aire y los ruidos de la ciudad resultaban atronadores, pero en mi recuerdo el papel tiene el tacto de una trenza a medio hacer y no se oye otra cosa que su canto.