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miércoles, 26 de agosto de 2020

EL ÚLTIMO VIAJE DE PABLO ARANDA


Pablo Aranda, en su casa, con su inseparable 'Turrón'
Fotografía: Miguel Fernández (diario SUR)

«¿Y cómo pueden los muertos estar realmente muertos si siguen viviendo en el alma de aquellos que dejaron detrás?».
El corazón es un cazador solitario –Carson McCullers–

Pablo Aranda nos dejó el primer día de este tórrido mes de agosto. La fatalidad, en forma de un cáncer de estómago, lo obligaba a partir, a los 52 años, hacia ese incierto destino que nos aguarda a todos.

 Escritor consumado, viajero a la antigua usanza, director del Aula de Cultura de SUR y, sobre todo, amigo, Pablo tenía el don de hacer que todo encuentro con él se te hiciera corto. Siempre brillante y divertido, con Pablo el tiempo tenía otra medida y muchas risas. No me cabe duda de que el más allá será un lugar mucho más alegre tras su llegada.

 El día que asistí a su sepelio echaron Invencible por la noche en la televisión, una película en la que salían atletas corriendo en los Juegos Olímpicos de Berlín. Me pareció un guiño de Pablo, una señal. Pablo se va a quedar sin ver los Juegos Olímpicos de Tokio, y yo sin poder comentar con él las carreras, sobre todo los 1.500 que sigue siendo para nosotros la prueba reina. De atletismo, literatura y viajes solíamos hablar.

 Su primer viaje de calado lo hizo en compañía de su amigo Juan Gavilanes. Durante el último trimestre de 1992, viajaron desde Málaga con destino a Japón, donde pretendían encontrarse con Yoko y Hikako, dos japonesas alumnas de Pablo, profesor de español para extranjeros en una academia de la plaza de la Merced. Juan, que estaba terminando la carrera de Arquitectura y tenía que entregar su proyecto final de carrera, salió dos semanas después que Pablo, y se citaron, como dos espías de John le Carré, en la estación principal de tren de Budapest. En Bratislava compraron un billete de tren a la Rusia de Borís Yeltsin, y en Moscú se subieron al Transiberiano. Sobre la marcha, al ver que el tren disponía de dos destinos: Vladivostok y Pekín, decidieron posponer lo de Japón para otro momento y adentrarse en China por Manchuria. Durante una semana atravesaron los Urales y Siberia, con temperaturas de 35º bajo cero cada vez que bajaban del tren. China en aquella época resultó ser un país muy atrasado, lleno de chinos curiosos que se les acercaban constantemente como si fueran extraterrestres. Ya en Pekín, y tras ver la Ciudad Imperial y la Gran muralla China, se dedicaron a recorrer el país en tren y autobús: Nanjing, Suzhou, Shanghai, Guilin  –desde donde navegaron en balsa de bambú por el río Li hasta Yangshuo– y, finalmente, Hong Kong, adornada con luces de Navidad. Fuese por ese sentimentalismo navideño o porque se les acababa el dinero, decidieron regresar a Europa: primero aterrizaron en Alemania, donde Pablo tenía a su amiga Sabine, y cuando el dinero y la hospitalidad no dio para más, cogieron un autobús para Málaga, a donde llegaron el día después del sorteo de la lotería nacional. A ellos el premio ya les había tocado con aquel viaje, tres meses de risas y aventuras que los hermanó para siempre.

Pablo Aranda y Juan Gavilanes en Bratislava, a punto de empezar la aventura ruso-china
Fotografía: Archivo personal de Juan Gavilanes

 Después de aquel viaje Pablo materializó su sueño de ser reportero de viajes y recorrer el mundo (deja un libro de viajes en el cajón que espero vea algún día la luz); también de ser escritor y contarnos historias de aquí al lado, con esa voz tan personal y comprometida que tiene.

 Por lo inesperado de su muerte no pude despedirme de él, así que estos días, desconcertantes y tristes, he andado releyendo correos y recordando momentos para tratar de recomponer las piezas del puzzle de nuestra amistad, para darle de alguna manera un cariñoso abrazo y un hasta siempre, porque Pablo se ha ido pero no se ha ido. No sólo porque tengamos en los anaqueles sus libros, que también, sino porque se queda a vivir en el corazón de todos sus familiares y amigos, como ya ocurriera con el otro Pablo, el añorado Pablo Cantos. Es lo que tiene la buena gente –'corazón blanco' que te dijo aquel argelino en Orán–, que ya no se te olvidan.

Pablo Aranda con César Martínez y Pablo Cantos en el Café Central de Málaga

 Conocí a Pablo Aranda a través de mi primo, el reportero gráfico Sergio Camacho. Con motivo del Premio de Novela Corta Diario Sur del año 2003, le hizo unas fotos en el balcón de su casa para acompañar una entrevista.
El otro día me comentaba Sergio que le dijo «no te voy a hacer fotos típicas de escritor, con los estantes de tu biblioteca de fondo y un libro en la mano». "Lo llevé al balcón donde tenía ropa tendida de todos los colores posibles y hacía viento. Le disparé unas fotos a velocidad lenta que convirtió la ropa en algo abstracto de manchas coloridas y quedó sorprendido del efecto. Nos caímos genial desde ese mismo instante. Siempre me provocaba la risa por su manera de contar lo más simple y cotidiano".
 Como por entonces yo ya tenía publicado Al sur del Sahara y él era un apasionado de los viajes y la cultura árabe, le habló de mí, y a la próxima que le tocó fotografiarlo, allá que lo acompañé para conocernos. Recuerdo que fue en los Baños del Carmen y que mi primo, que había cambiado el SUR por EL PAÍS, lo hizo posar dentro de un tubo de hormigón. Pablo se reía y se le achinaban los ojos: «Temo qué será lo próximo, entre tú que eres descabellado y yo que no te pongo freno, ja, ja, ja, ja, ja».

Presentación de Carta desde el Toubkal en el Centro Andaluz de las Letras
De izq a dcha: Sergio Barce, Pablo Aranda, Pedro Delgado y Sergio Camacho
11 de junio de 2015. Fotografía: Lucía Rodríguez

 Esa tarde conversamos y nos tomamos unas cuantas cervezas, y a partir de ahí no dejamos de intercambiar correos y encuentros. Varias veces accedió a pasarse por casa para firmar unos cuantos ejemplares de El orden improbable (Espasa, 2004) y Ucrania (Destino, 2006) que iba a regalar a mis familiares por navidades. Recuerdo el cuidado que ponía en cada una de sus dedicatorias, su caligrafía, lo recto de sus renglones. Lástima que por pensar que siempre habrá un mañana tenga en la estantería su última novela sin firmar, precisamente esa que nos había llevado a intercambiar tantos correos y en la que el protagonista estudiaba en el INEF de Granada, le gustaban las carreras y era fan mío.

 Pablo siempre fue muy generoso conmigo: presentó mis libros ("el efecto Aranda", le decía yo cada vez que se llenaba la sala); recomendó Al sur del Sahara en el suplemento El viajero de EL PAÍS; se hizo acompañar de aquel título a modo de guía en sus viajes por el África occidental; me metió con nombre y apellido en las páginas de La distancia (Malpaso, 2018), y no contento con ello le colocó en las manos al protagonista mi libro de relatos y me puso a encabezar su lista de agradecimientos.

 Buen viaje, amigo. Que Hermes te proteja.

domingo, 17 de septiembre de 2017

COMIENZA LA ASCENSIÓN


Pedro Delgado Fernández en la Carrera Urbana Ciudad de Málaga 2012
(Fotografía: José Chinchilla)

Ahora que he vuelto de un largo viaje por Albania, trato de ponerme al día con la prensa y los correos atrasados. Entre estos últimos, acabo de leer el relato que mi amigo Sergio Barce lanza a las redes desde su blog. Lleva por título Recuerdo un pequeño taller de bicicletas, y está incluido en su libro de cuentos Paseando por el zoco chico (Ediciones del Genal, 2015). Como en él aparece la figura de Eddy Merckx, el Caníbal, escalando una de esas montañas imposibles del Tour, y como el pasado viernes comenzamos el nuevo curso escolar, he pensado en la comparación que podemos hacer entre una cosa y la otra: el calendario escolar como el largo puerto que hemos de coronar, alumnos y profesores, si queremos alcanzar la meta allá por junio. Nos aguardan tres metas volantes, mucho esfuerzo y quizás algún que otro contratiempo pero si pedaleamos con ganas desde el principio seguro que todo será más fácil. ¡Ánimo a todos! Dan la salida y comienza la ascensión.


RECUERDO UN PEQUEÑO TALLER DE BICICLETAS
Por Sergio Barce

Recuerdo que había un pequeño taller de bicicletas enfilando la calle Cervantes, camino del Cine Avenida, a pocos metros de la bocacalle del callejón del Ideal. El encargado se llamaba Yasim. Yo llevaba allí mi bici plegable cuando se le rompía la cadena o se le pinchaba una rueda. De las paredes del local colgaban llantas con radios brillantes y otras con los radios oxidados, gomas y cámaras desinfladas, sillines usados, manillares de bicicletas de carrera y manetas de freno. Había un poster de Eddy Merckx el Caníbal subiendo la montaña enfundado en el maillot amarillo del Tour de Francia del 70.

Eddy Merckx, el Caníbal, con el maillot amarillo del Tour de Francia de 1970

 Para encontrar el pinchazo de la rueda, Yasim echaba un rápido vistazo por la cámara y, cuando creía haber dado con el punto por donde presumiblemente se evaporaba el aire, sobre la yema de su dedo índice depositaba saliva, una saliva densa y blanca, que luego aplicaba sobre el posible pinchazo. Aguardaba entonces unos segundos para comprobar si la saliva regurgitaba; si se formaban pompas era que había acertado. Luego, sólo era cuestión de parchearlo.
 Recuerdo que, a veces, había que esperar un buen rato cuando Yasim se tomaba un té, larachensemente, o se ponía a hablar con un amigo que iba camino de la Plaza y se había detenido a saludarlo. Hasta que no acabara de beberse el vaso de té verde o de hablar con su amigo, no había nada que hacer. En esos casos, me sentaba en la acera de enfrente, bajo la larga pared blanca sobre la que caía pesadamente el sol de la tarde. Cuando por fin decidía repararla, le pagaba y safi baraka, a  pedalear de nuevo dejando atrás el cine, bajando la cuesta del mercado a toda velocidad sin dejar de tocar el timbre para que los peatones se apartaran...
 Había también, en el pequeño taller, bicicletas de alquiler, y motocicletas de pequeña cilindrada. Olía a goma y a pegamento, y a gasolina y aceite.
 Recuerdo a un anciano que siempre aparecía cuando iba al taller. Alquilaba una bicicleta alta, de barra horizontal y manillar de carrera, aerodinámico, y con palanca de cambio de velocidades. Resultaba llamativo ver a un hombre tan mayor, con una bici tan moderna. Más curioso aún era el hecho de que vestía con una chillaba espartana, marrón, áspera, que se arremangaba para poder subir y sentarse en el sillín. Se ataba las perneras de su pantalón gris con unas pinzas de madera, de las que se usan para colgar la ropa, y antes de ponerse en camino se cubría la cabeza con la capucha de la chillaba. Apenas se le veía entonces el rostro. Se marchaba así, muy lentamente, tan despacio que parecía no tener fuerzas suficientes para dar un pedaleo. Pero poco a poco se alejaba por la calle, y no regresaba hasta la noche, cuando Yasim iba a cerrar, a la misma velocidad a la que se había ido por la mañana. Su silueta se recortaba al final de la calle Cervantes, bajando desde la avenida Mohamed V, y verlo era como contemplar a un siniestro fantasma que flotara sobre una luciérnaga. La luciérnaga, claro, era el faro de la bicicleta, y el fantasma su cuerpo embozado en la chillaba que, en la noche, se confundía con la oscuridad.
 Cuando devolvía la bicicleta, solía traer una bolsa con palmitos y yerbabuena colgada del manillar, se la entregaba a Yasim y se marchaba a grandes zancadas. Hasta otro día. No sé si con eso pagaba el alquiler de la bici, o si era un regalo que le hacía o simplemente un encargo. Pero el caso es que nunca abrió la boca, ni siquiera para saludar.
 El taller abría temprano. Al ir al colegio, yo pasaba por la puerta, aprisa, para no llegar tarde, y veía de reojo a Yasim sentado en un taburete de madera, con un vaso de té entre las manos, saboreándolo, antes de meterle mano a la faena, rodeado de bicicletas y de motos de pequeña cilindrada, y entre sorbo y sorbo se quedaba mirando a Eddy Merckx, el Caníbal, escalando la montaña, enfundado en el maillot amarillo del Tour de Francia del 70, soñando quizá que iba en el pelotón perseguidor...