Bocetos de natación, de Leanne Shapton (Blatt & Ríos, 2022) Fotografía: Lucía Rodríguez |
"No mees en nuestra piscina, nosotros no nadamos en tu baño".
Hace unos años recurrí a la natación para superar unos problemas de espalda, y volví a reconciliarme con esta disciplina. Me había peleado con ella en el INEF de Granada, cuando estudiaba para convertirme en el profesor de Ed. Física que hoy soy. Por aquel entonces, estaba preseleccionado para los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 en la prueba de los 3.000 metros obstáculos, y muchos días tenía doble sesión de entrenamiento. En el horario figuraba la natación a primera hora de la mañana, lo que significaba que yo me había levantado temprano, había corrido para acumular kilómetros por los alrededores del barrio y me había duchado y desayunado algo apresuradamente antes de meterme en un vestuario que olía a pies y cloro a ponerme un bañador ajustado, un gorrito ridículo y unas gafas de Rompetechos a las que tenía que escupir en los cristales para que no se me empañaran. Al principio, los juegos de familiarización, de respiración y flotabilidad me relajaban, pero cuando empezamos con la propulsión y a hacer un largo tras otro, con la tablita de corcho y sin ella, aquello empezó a pesarme. Salía de clase agarrotado, con los músculos hinchados como si fuese el muñeco de Michelin (Bibendum), y no rendía bien a la tarde en la pista de atletismo. Así que empecé a faltar a la clase de natación algunas mañanas, cuando a la tarde tenía un entrenamiento de los fuertes: miles o interval de cuatrocientos. Luego, al cruzarme con el profesor en el recreo o en algún intercambio de clase, éste me miraba con severidad y yo quería que me tragara la tierra.
Concentración RFEA - Especialidad Obstáculos "Plan 92" |
La autora y protagonista de Bocetos de natación, Leanne Shapton (Mississauga, Canadá, 1973), también estuvo a punto de ser olímpica.
Supongamos que estoy nadando con otras personas, en el mar, un lago, una piscina, y una de ellas sabe que fui nadadora y comenta: "Leanne es nadadora olímpica". Yo aclaro: "No, no, sólo llegué a las clasificatorias nacionales, no fui a los Juegos Olímpicos". Pero el alarde ya subió a la superficie, como un globo: a algunos les divierte, les da curiosidad; a mí me hace sentir expuesta y me produce nostalgia.
Si me insisten, en general basta con decir que fui a las clasificatorias de Canadá en 1988 y 1992. Que alguna vez, brevemente, quedé octava a nivel nacional. Explico que para ir a los Juegos Olímpicos hay que lograr el primer o el segundo puesto en las clasificatorias. Y ahí termina la conversación. Después de nadar un rato vamos hacia la orilla o nos subimos al bote o al muelle, y pasamos a hablar de comida o a contarnos algún chisme.
No tengo recuerdos vívidos de las clasificaciones nacionales ni de cuando ganaba medallas; casi no recuerdo la primera vez que lo dejé en 1989, ni cómo se lo dije a Mitch, mi entrenador. Seguramente habrá sido después de un entrenamiento nocturno. Junto a la piscina, cuando los demás habían ido a cambiarse. Habré estado ahí de pie en bañador, con la mochila y la toalla. Él me habrá preguntado "¿Qué pasa?". Y entonces se lo debo haber dicho. Que mi familia se mudaba al campo, que no quería quedarme a vivir con otra familia para poder seguir entrenando... así que había decidido abandonar la natación.
Tal vez se lo dije mientras me ponía hielo en las rodillas. Los que nadan crol, mariposa o espalda suelen tener problemas del hombro, pero la mayoría de los que nadan braza tienen problemas de rodilla, y se les aconseja ponerse hielo con regularidad y tomar una aspirina diaria. Después de entrenar o de competir, me sentaba en las gradas con un vaso de telgopor lleno de agua congelada y hacía girar el hielo contra la parte interna de mis rodillas hasta que se ponían de un rosa intenso y perdían sensibilidad. Recortaba el vaso desde los bordes para que no chirriara contra la piel adormecida. El hielo se volvía resbaladizo, afinándose a medida que se derretía.
Pero no me acuerdo de cuando le hablé. Sí recuerdo haber hablado con Dawn, su asistente, a la mañana siguiente. Mitch no estaba. Nos sentamos en unas sillas plegables al borde de la piscina, mirando al equipo que entrenaba. Dawn me dijo que Mitch se había enfadado. Me preguntó qué pensaba hacer. Creo que le dije que iba a estudiar piano y arte, aunque sabía que no lo entendería. Que incluso tal vez yo no lo entendía. Recuerdo haber mirado a los nadadores, que empezaban con la serie más fuerte, y haber pensado: crucé la línea. Ya no tengo que hacerlo nunca más. Recuerdo estar ahí sentada y aliviada.
Una vez Mitch me dijo: "Vas a ser excelente". Después Dawn me dijo: "Mitch no quiere hablarte".
Los nadadores ponemos al entrenador por encima de todo. Lo admiramos, somos vulnerables, estamos desnudos y mojados frente a él. El entrenador nos ve débiles, nos debilita, cuenta con nuestra confianza, hacemos lo que nos dice. Es una relación como de guardián, padre, madre, jefe, mentor, carcelero, médico, psicólogo y maestro. Mitch me rompió el corazón.
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Bocetos de natación, de Leanne Shapton (Blatt & Ríos) Fotografía: Lucía Rodríguez |
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Me autodefiní, en privado y en abstracto, por mis breves e intensos diez años como atleta, como nadadora. Entrenaba cinco o seis horas al día, seis días a la semana, y en el medio comía y dormía todo lo que podía. Los fines de semana los pasaba entrenando o compitiendo. No era la mejor; era relativamente rápida. Entrenaba, comía, viajaba y me duchaba con los mejores del país, pero no era la mejor; era bastante buena.
Me gustaba lo dura que era la natación a ese nivel: saber que podía hacer algo difícil e inusual. Que mi disciplina fuera reconocida, respetada; que tal vez no encajara en los grupos ni dijera las cosas correctas pero había algo que sí hacía bien. Quería creer que tenía talento; ser rápida era una prueba de mi talento. Aunque me encantaba competir, no me motivaba la idea de ser la más veloz, de ser la número uno, de los Juegos Olímpicos.
Todavía sueño con el entrenamiento, con las carreras, los entrenadores y las competidoras desdibujadas. Me atraen las piscinas, todas, no importa lo pequeñas que sean o lo sucias que estén. Ahora, cuando nado, entro al agua como si tocara distraídamente una cicatriz. Mi nado recreativo es un fantasma de mi nado competitivo.
Leyendo Bocetos de natación en la exposición de Maria Svarbova La Térmica, Málaga, enero de 2023. Fotografía: Lucía Rodríguez |
Leí Bocetos de natación (Blatt & Ríos, 2022) a final de año con un lápiz en la oreja, como los antiguos carpinteros, y sus páginas quedaron llenas de subrayados y anotaciones.
Le escribo a uno de mis viejos entrenadores, Byron MacDonald, y le pregunto si puedo ir a ver un entrenamiento matutino en la piscina de la Universidad de Toronto. Cuando llego, Byron y su asistente, Linda, están de pie junto al bordillo en la parte honda, cada cual con una fotocopia de la rutina. Están tal cual los recordaba. Byron sigue caminando con ese pavoneo contenido estilo Roy Scheider. Linda sigue pasando rápidamente de la cara de póker a la risa.
También la piscina está igual. Tiene una paleta rara para una piscina de competición: naranja, marrón y beige con estallidos de azul en los banderines, los bordes y las siete letras de TORONTO distribuidas equitativamente entre los ocho carriles. Cuando nadaba con Byron solía preguntarme cómo sería la vida desde el bordillo, estar ahí arriba seco y sin frío, en pantalones cortos y zapatillas. Siempre había pensado en el tedio que debían sentir los entrenadores mientras nosotros, en el agua hacíamos esos miles de metros de calentamiento, series principales y vuelta a la calma. En un entrenamiento el tiempo pasa con precisión; cada minuto –cada segundo– se siente y se reconoce. En otras palabras, el tiempo pasa despacio.
Me sorprende, entonces, descubrir que desde afuera el tiempo pasa rápido.
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El agua está a temperatura bañera. Hago unos pocos largos, después decido hacer cien. Es mi entrenamiento básico, cien repeticiones de lo que sea. En verdad cien no es mucho pero suena bien, como "una hora"; aunque hacer cien largos de una piscina tan corta no lleva una hora, lleva unos veinte minutos. En cada extremo cuento para mis adentros. Si pierdo la cuenta vuelvo al último número que recuerdo. Mientras nado mi mente divaga. Hablo sola. Lo que llego a ver por las gafas de natación es difuso y aburrido, la misma vista largo tras largo. Van apareciendo al azar recuerdos triviales e inconexos, una vívida sucesión fotográfica de pensamientos. Se encienden y se desvanecen, como esas ideas flotantes, periféricas, previas al sueño, que a veces son intrascendentes y otras cobran impulso y producen ansiedad para finalmente disolverse. Cada pensamiento dura un cuarto de largo o medio largo, o como mucho un par de largos. Mis reacciones a esos pensamientos burbujean en el agua, contra mis labios: correcciones a la historia, cosas que me gustaría haber dicho o haber podido decir.
Aquel libro hacía referencia a la natación, pero, conforme lo leía, mi mente, de manera automática, establecía un paralelismo con el atletismo. Bastaba cambiar un deporte por otro para verme reflejado.
Pedro Delgado con Bocetos de natación en la exposición de Maria Svarbova La Térmica, Málaga, enero de 2023. Fotografía: Lucía Rodríguez |
El único entrenamiento formal que tuve fue la natación. Me doy cuenta de que me apoyo en ese entrenamiento para trabajar; que sé cuándo esforzarme y cuándo descansar; que descubrí la equivalencia entre las rutinas y el entrenamiento intermitente y el rendimiento ante una fecha de entrega o la concreción de un proyecto.
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Cuando decido superar estos conflictos y unirme al equipo de másters de Nueva York, recupero el entrenamiento como quien vuelve a una vieja costumbre, a una antigua amistad o a un abrigo que se le había quedado pequeño. Es un territorio familiar (...).
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Me explica que a algunos nadadores les va bien porque aman el deporte y a otros porque tienen talento; que aunque él tenía un talento natural –se decía que su brazada era "casi perfecta"– en realidad pertenecía al primer grupo. Insiste en que es el amor por el deporte y por el entrenamiento lo que ubica a algunos nadadores por encima de otros. Le gusta parafrasear lo que dijo alguna vez un entrenador de béisbol: "La natación es mi alma. La vivo veinticuatro horas al día y me encanta".
Incluso encontré un pasaje que me recordó lo que me contó hace poco el exatleta y escritor Daniel Azcona en el ciclo Leyendo a la carrera*, cuando quedó 3º en el campeonato de España de 1.500 m junior y ya se hacía en Atenas, en la concentración del equipo nacional. "Solo van los dos primeros", le dijo secamente el seleccionador cuando se acercó feliz a preguntarle las fechas.
Para cuando terminó la noche del domingo el equipo olímpico ya había sido seleccionado. De mis compañeros lo lograron Marianne, Gary y Marcel; Beth, Kevin y Mojca quedaron descalificados. Beth no alcanzó el tiempo estándar de calificación por una centésima de segundo. Una centésima. Recuerdo su cara, vidriosa, estoica, sobre el podio de metal. Era como ver a alguien que hubiera perdido a un familiar querido. Kevin había logrado el tiempo de clasificación pero había quedado tercero, y el equipo sólo admitía a los dos primeros.
Y también líneas que me retrotraían a mi infancia, a esos veranos en Casarabonela, jugando en la alberca.
Derek tiene nueve años y yo siete. Estamos jugando a algo que llamamos "Naufragio": tras naufragar en medio del mar, hace días que nadamos y nos debatimos entre la vida y la muerte. Hay una isla a la vista, pero nuestra energía se agota. Empezamos el juego a tres metros del bordillo de la piscina de Serson.
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La escala entre él y la boya me hace pensar en esa escena del principio de Tiburón en la que una chica está flotando y de pronto algo tira de ella desde abajo, después la arrastra con violencia por el agua oscura. (...) (Derek y yo hemos representado la escena en varias piscinas públicas cuando nos aburríamos del Naufragio).
Es probable que Leanne veraneara y jugara en la piscina de un pueblo de Málaga, porque en el capítulo Piscinas aparece pintado con guache o acuarela azul el vaso de una de Gaucín.
(...) encuentro una zona seca en el suelo claro y me siento con las rodillas contra el pecho, y a cada rato cambio de lugar para mirar la mancha con forma de mariposa que deja mi bañador húmedo sobre el pecho.
Me volví a sentir identificado con Leanne cuando recuerda que le robaron en el vestuario de la piscina Clarkson una sudadera de color coral en la que ponía "Club Mónaco", pues a mí me hurtaron una mochila y un chaquetón azul y negro de la marca Mizuno mientras hacía series en la pista de atletismo de Carranque.
Detalle de la exposición de Maria Svarbova en La Térmica This is my swim lane (07.10.22 - 12.02.23) Fotografía: Lucía Rodríguez |
En las páginas de Bocetos de natación, Leanne Shapton deja caer algunos nombres de nadadores, como los campeones olímpicos Alex Baumann, Victor Davis (un ídolo para ella de trágico final), Michael Phelps, Anne Ottenbrite o Janet Evans.
El medallista olímpico Alex Baumann Fotografía: olympic.ca |
El medallista olímpico Victor Davis Fotografía: Ted Grant (Canadian Olympic Committee) |
En el póster Baumann parece un héroe de película: bueno, dulce y guapo. Luke Skywalker. Pero en realidad venero a Victor Davis. Han Solo. Una vez lo vi en un encuentro muy grande; yo tenía catorce. Recuerdo un torso enorme y musculoso y un pelo oscuro y enrulado. Era como contemplar un león, la iluminación de la fuerza física; emanaba algo furioso y contenido a la vez.
Victor Davis fue criado por su padre en Guelph, Ontario. Toda su vida nadó con un mismo entrenador, Cliff Barry, un exjugador olímpico de waterpolo, robusto y de voz suave. Davis era indiscutiblemente guapo, fuerte, disciplinado y conocido por su marcada naturaleza competitiva. Antes de las carreras ejercía el terrorismo psicológico con sus oponentes, les clavaba la mirada. Iba hasta la plataforma con una toalla sobre los hombros, haciendo sombras de boxeo, y a veces escupía en el carril de al lado. Su momento más celebre fue en los Juegos del Commonwealth de 1982 cuando, furioso por una descalificación en relevos, dio una patada a una silla de plástico frente a la Reina Isabel. Es lo más cercano a John McEnroe que tuvo Canadá.
Un documental de 1983 llamado The Fast and the Furious ("El rápido y el furioso") presenta a Baumman como el rápido y a Davis como el furioso. [...]
En 1989, en una calle de Montreal, Davis, como peatón, le tiró una botella de gaseosa a un Honda Civic negro conducido por un hombre que había estado molestando a su novia. El Honda aceleró, lo atropelló y se alejó a toda velocidad. Davis tenía veinticinco años; estuvo en coma durante dos días antes de morir en el hospital. El conductor estuvo cuatro meses preso.
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Al final de Michael Phelps: Inside Story of the Beijing Games ("Michael Phelps: Historia secreta de los Juegos de Pekín"), un documental sobre cómo Phelps ganó ocho medallas olímpicas, hay tres episodios extra. Se llaman "Michael habla sobre su perro Herman", "Michael habla sobre cómo le gusta mandar mensajes de texto" y "Michael habla sobre lo mucho que come". En esas imágenes –que contrastan drásticamente con las de las carreras y el análisis periodístico– Phelps, descalzo y en pantalones de gimnasia, se recuesta en su sofá y le rasca la cabeza a su bulldog, Herman.
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La nadadora canadiense Anne Ottenbrite Fotografía: Toronto Star Photograph Archive |
Cuando Derek y yo empezamos a tomar clases de natación, en 1984, nos obsesionamos con las gafas de natación. Mi heroína era la campeona canadiense Anne Ottenbrite, una rubia que nadaba braza y usaba unas Speedo grandes y redondas. Yo quería unas como esas. Cuando por fin las conseguí pensé que parecía más rápida.
En las Olimpíadas de 1984, en Los Ángeles, Ottenbrite ganó la medalla de oro en los doscientos metros braza y la de plata en los cien metros braza con unas Arena negras medio cuadradas, con lentes negras y bordes blancos, opacos. Alex Baumann ganó los doscientos y cuatrocientos metros medley individual con unas Arena. Hacia el final del verano cambié a unas Arena medio cuadradas que enjuagaba regularmente con agua corriente como aconsejaban las instrucciones.
Para 1988, cuando ya nadaba en serio, habían llegado al sur de Ontario las minúsculas gafas de natación suecas. Eran unos adminículos oculares de plástico moldeado que encajaban con precisión en la cuenca del ojo, sin necesidad de goma o gomaespuma alrededor de los bordes. En las Olimpíadas de Seúl, en 1988, Janet Evans ganó medallas de oro en los cuatrocientos y ochocientos metros libres y los cuatrocientos metros medley individual con unas verdes. En los encuentros en Ontario, había un entrenador que vendía gafas de natación suecas al costado de la piscina. Las cobraba a doce dólares. Me compré dos, unas rojas y unas marrones; venían desarmadas en bolsitas Ziploc. Las marrones para entrenar, las rojas para competir. Esas gafas de natación marcaron un ascenso en mi carrera como nadadora: de lo aceptable a lo bueno. Fue el comienzo de mi lealtad al equipamiento y a los rituales. Esas gafas de natación son como un saludo masónico. Aun ahora, si veo que alguien las usa, sé que sabe.
La nadadora estadounidense Jane Evans |
Acompaño esta reseña de las fotografías que la checa Maria Svarbova expuso estos últimos meses en Málaga, en La Térmica, bajo el título This is my swim lane. Y sé que desde su Mississauga natal, Leanne apreciará este detalle, pues ella ama el arte en todas sus manifestaciones. Prueba de ello son las acuarelas, las fotografías y las múltiples referencias que jalonan las páginas de su libro.
Exposición This is my swim lane, de Maria Svarbova La Térmica, Málaga. 07.10.22 - 12.02.23 Fotografía: Lucía Rodríguez |
Exposición de fotografías de Maria Svarbova en La Térmica Fotografía Lucía Rodríguez |
Exposición de fotografías de Maria Svarbova en La Térmica Fotografía: Lucía Rodríguez |
Exposición de Maria Svarbova en La Térmica (Málaga) Fotografía: Lucía Rodríguez |
Exposición de Maria Svarbova en La Térmica de Málaga Fotografía: Lucía Rodríguez |
Páginas de Bocetos de natación, de Leanne Shapton Fotografía: Lucía Rodriguez |
Capítulo 'Tallas' de Bocetos de natación Fotografía: Lucía Rodríguez |
Leanne Shapton estudió arte y sus ilustraciones han aparecido en The New York Times y The Glove and Mail. Realizó sus prácticas en el departamento de arte de Harper's Magazine y después trabajó en el diario canadiense National Post, donde edita y diseña la sección de cultura. También dirige la revista dominical, Saturday Night.
Un amigo me manda por e-mail un link a unas fotos que le parece que me van a gustar. El fotógrafo es George Silk y retrata a Kathy Flicker, una saltadora de trampolín de catorce años, en la piscina de la Universidad de Princeton, en 1962. Las imágenes en blanco y negro tienen algo de fotografía espiritual: la superficie del agua desplaza la cabeza de Flicker y refracta su cuerpo, incrementando horriblemente su tamaño. Lo que queda bajo la superficie está exento de nuestra comprensión habitual de la física. Las fotos producen algo que rara vez logra articularse sobre el estado metafísico de la natación: el cuerpo, sumergido, se siente ampliado, más pesado y más liviano a la vez. Pesa menos y sin embargo es más fuerte.
Kathy Flicker Fotografía: George Silk |
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En mi estudio, trabajo junto a un póster que hizo David Hockney para los Juegos Olímpicos de Múnich en 1972. Un hombre tirándose de cabeza, el agua de la piscina en una rejilla movediza, la luz en tonos de aguamarina y blanco.
Póster David Hockney Juegos Olímpicos de Múnich 1972 |
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En mi oficina, enganchada detrás de una foto de James –a los veinticuatro, remando en el Central Park–, tengo una postal de la serie de nadadores olímpicos que hizo Ryan McGinley, originalmente por encargo de The New York Times Magazine. En la foto está Natalie Coughlin en mitad de una brazada de crol, con los dedos extendidos, intentando asir el agua que tiene adelante. Me recuerda que las manos de los nadadores, aunque pasan horas extendiéndose y ahuecándose para atrapar el agua de la manera más eficiente, siempre están relajadas; en una posición sensible pero decidida –como un agarre de escalada– en la que el agua pueda entrar y pasar.
La nadadora olímpica Natalie Coughlin Fotografía: Ryan McGinley for The New York Times Magazine |
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Bajé al escritorio de mi ordenador un diminuto jpg de Laura Knight, una acuarela llamada Girl Bathing. La vi solamente así, en baja resolución: una mujer en traje de baño violeta, sacándose un zapato antes de nadar. Me gusta ese tipo de posturas: pequeños momentos introspectivos de atención al cuerpo; la esposa hipocondríaca de Bonnard en la bañera; las variaciones de Fedele, "El fiel", una escultura grecorromana de un muchacho que, después de entregar un mensaje, se detiene pasa sacarse una espina del pie.
Fedele o El niño de la espina Fotografía: Wikipedia |
La primera vez que vi una foto de esa escultura fue en la clase de historia del arte, en el tercer año de instituto. Recuerdo que me emocionó la historia del deber por sobre el dolor. Es una postura que todos identificamos: la tensión en la cadera y en la columna cuando levantamos el pie para examinarnos la planta.
También hay referencias literarias, como la de La montaña mágica, de Thomas Mann o Gold in the Water: The True Story of Ordinary Men and Their Dream of Olympic Glory ("Oro en el agua: la verdadera historia de unas personas comunes que soñaron con la gloria olímpica"), de P. H. Mullen.
Durante el último tercio de La montaña mágica empiezo a pensar en esa condición de "especial" que el cuerpo les otorga a la proeza y a la enfermedad. Ambas implican soportar alguna clase de dolor.
Y ya que esas líneas vuelven a tocar el tema del dolor, no puedo pasar por alto este fragmento que hace referencia a Rafael Nadal y su lucha con esa sensación.
El tenista Rafael Nadal tratado por su fisioteapeuta |
Una mañana, mientras miro el Roland Garros por televisión, me levanto para poner la tetera en el fuego. Está comentando John McEnroe, y desde la cocina le oigo mencionar que Rafael Nadal está jugando con un tobillo esguinzado. Pienso en la contundencia de la idea de que, en mis tiempos de nadadora, estaba constantemente dolorida. No sólo el dolor agudo en las rodillas, del cual nos ocupábamos, sino también un dolor sordo y uniforme en los brazos, la espalda, los hombros. Dolor al sentarme, dolor al levantarme, dolor al reclinarme en un sillón, dolor al estirarme para agarrar la sal o sacarle punta a un lápiz. El estoico Nadal me recuerda cómo ignoraba (y a la larga olvidaba) el dolor durante las carreras, e incluso, hasta cierto punto, durante los entrenamientos. Era como si el dolor que sentía fuera del agua sirviera para recordarme que me volviera a meter en la piscina donde, después de cruzar cierto umbral, las molestias desaparecían. Para un deportista el dolor no es un elemento disuasorio, porque el único momento en que el dolor será eclipsado es cuando practica o cuando compite.
A Leanne, como a tantísimos nadadores de competición, no le gusta nadar en aguas abiertas, se siente incómoda en ellas. A su naturaleza controladora le gusta tener unos límites.
Consulto a otros nadadores de competición y a la mayoría les pasa lo mismo con las aguas abiertas. Por ejemplo a Byron, mi exentrenador. Su primera objeción es el frío, la segunda tener que mirar por dónde va, la tercera la enuncia como el factor "qué mierdas es eso que hay ahí abajo". Me cuenta que en un campus de entrenamiento en Barbados uno de los nadadores, que venía de la Isla de Terranova, se negaba a alejarse más de diez metros de la costa por temor a los tiburones.
Y ese último hecho y la palabra tiburones, me recuerda que a mí me ocurre igual, y que no me gusta bañarme de noche ni a más de cien metros de la orilla. La culpa la tiene Steven Spielberg y su película Tiburón, que vi con 9 años. La escena de la película de la que Leanne nos hablaba más arriba.
Tiburón, la película, es sobre un monstruo que come personas. Tiburón, la novela, es sobre el matrimonio. El tiburón es una metáfora de la infidelidad en la figura de Matt Hooper, un oceanógrafo con mucho dinero que gusta de comer vieiras. Mientras la gran sombra blanca se desliza a lo largo de la costa en busca de alimento, el oceanógrafo seduce a la esposa de Brody, el jefe de policía. (...) Mientras que el Tiburón de Spielberg podría definirse como "el hombre frente a la bestia" –ningún personaje tiene un papel romántico (a la chica guapa se la engullen en los primeros cinco minutos)–, la versión de Benchley se desarrolla alrededor del "hombre frente a la bestia sexy". En el libro, el tiburón amenaza al pueblo prosaico de la misma manera en que la infidelidad amenaza nuestras ideas cuidadosamente enmarcadas sobre el matrimonio. Es parte de la naturaleza, es doloroso, está siempre subyacente.
Y ya que volvemos a hablar de tiburones, decir que Leanne también menciona los cuadros con escualos de Winslow Homer y John Singleton Copley y el tiburón en formaldehído de Damien Hirst. Más motivos para no estar cómodos en las aguas abiertas.
La corriente del golfo, de Winslow Homer |
Tiburones, de Winslow Homer |
Watson y el tiburón, de John Singleton Copley |
La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo Damien Hirst |
Si ustedes también son más de piscina, háganse con este libro.
Mirar a alguien que nada bien es el equivalente visual de acariciarle la cabeza a un perro de pelaje suave: algo natural y maravillosamente dulce, perfecto.
Bocetos de natación con una fotografía de Maria Svarbova de fondo Fotografía: Lucía Rodríguez |
Diarios de natación, traducido por Laura Wittner, con una revisión y adaptación de la traducción a cargo de Paula Pérez Rodríguez, fue editado en España por Blatt & Ríos en julio de 2022.
*Leyendo a la carrera: con Daniel Azcona.
https://www.youtube.com/watch?v=iJAbZt9SJgw