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jueves, 1 de febrero de 2024

DEL DON DEL CORRER


Del Don del  Correr, de José Luis Conde Caveda
Fotografía: Pedro Delgado

Me reencontré con José Luis Conde en el 40 aniversario del INEF de Granada. Él era de la 1ª promoción, y yo de la 5ª, por lo que sólo coincidimos un año en la facultad; sin embargo, durante muchos años nos vimos en las carreras, tanto de pista como de campo a través, pues ambos pertenecíamos al mundo del atletismo. Me comentó que acababa de publicar un libro sobre el acto de correr y, al decirle que tenía un blog deportivo en el que escribía reseñas, fue a su coche a traerme un ejemplar. Le dejé un bolígrafo para que me lo dedicara y me anotó su correo para que le diera mi opinión.

Dedicatoria de José Luis Conde (Del Don del Correr)
Fotografía: Pedro Delgado

 El libro se titula Del Don del Correr, y lo he estado leyendo estos días. Es así como me he enterado de que José Luis sufrió un ictus, una urgente operación de corazón, una infección hospitalaria y una profunda depresión que lo tuvo apartado de todo algo más de un año; y es por ello que estemos ante una historia de superación.

 Del Don del Correr comienza con un pistoletazo de salida, y termina con la llegada a meta. «El transcurso de la narración está contenido en los escasos 2 minutos –segundos arriba, segundos abajo– que un disciplinado y voluntarioso amateur puede tardar en recorrer la distancia de 800 metros lisos», que es la distancia en la que compitió José Luis Conde durante más de veinte años.

José Luis Conde Caveda (Cádiz, 1963)
Fotografía: solapa Del Don del Correr

 Conde hizo sus primeros pinitos en el mundo del atletismo en el instituto Ramiro de Maeztu de Madrid, pero no fue hasta el verano de sus diecisiete cumpleaños que quiso empezar a entrenar con regularidad, cuando contempló por televisión la final de 5.000 metros de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, ganada por el marroquí Said Aouita.

[...] así que pensé: "Yo quiero ser como ese, ese que despertó mi corazón aquella tarde-noche estival del mes de agosto, ese admirado por su tribu allá en el África del Norte, agasajado y venerado por su pueblo cuando volvía de las contiendas atléticas, el primer héroe con el que yo había vibrado en esta existencia". Su memorable nombre, Said Aouita, apodo con el que más tarde me nombrarían cariñosamente mis amigos, no porque corriese ni mucho menos tanto como él, ni porque me colgara medallas en ilustres campeonatos, sino porque teníamos una tez y un semblante que nos hacía parecer pertenecer a la misma honorable tribu.
Said Aouita, oro en 5.000 m
Juegos Olímpicos Los Ángeles 1984
 Así que, sin saberlo, esa tarde de emociones desbordadas iba a cambiar probablemente la trayectoria de mi vida. De ser un chico normal al que le podrían gustar las mismas cosas que a casi todos los chicos normales de esa edad, me convertí en un chaval un poco raro, al que a partir de ese momento le gustaría experimentar con poner el cuerpo al límite de sus posibilidades, o dicho más coloquialmente, un chico al que le gustaría sufrir hasta el extremo de forma gratuita y experimentar con las más que incómodas y boicoteadoras sensaciones del nerviosismo precompetitivo, la extenuación de una de las pruebas más exigentes del atletismo; pero por otro lado, disfrutar del éxtasis de los momentos posteriores, del placer del descanso del guerrero al concluir las hazañas deportivas con las mejores duchas, comidas, siestas y compañías que uno jamás pudiese haber imaginado.
***
 Por todo lo anterior, he ido comprobando, que en este deporte no se puede jugar a ganar, ya que las probabilidades de éxito en este nivel de realidad son una entre todos los que participen, haciendo que el grado de frustración se multiplique exponencialmente en tanto en cuanto nos limitemos exclusivamente a la premisa de ganar. Por lo tanto, y por todas estas ideas expuestas, soy de la opinión de que en este noble deporte hay que jugar a superarse, a divertirse, a crecer como personas, a relacionarse, a ayudarse, a conocer los límites y aprender a convivir con ellos, a disfrutar por el esfuerzo y no tratar de engañarnos ni de engañar a otros que son parte de nosotros mismos, a disfrutar de los paisajes y los pasajes, a disfrutar del buen tiempo y buenas caras, de los encuentros, de los viajes y de las celebraciones y comidas en tan gratas compañías... y cuando somos capaces de valorar todas estas cualidades, es posible que no ganemos "la carrera", pero es seguro, que ganaremos en otras muchas cosas, sobre todo, en cada aspecto que valoremos y disfrutemos, ya que en este disfrute, nos ganaremos a nosotros mismos, que por ende, es de lo único que trata este juego de la vida; de disfrutar, como bien dijo el poeta Neruda en su gran obra: Confieso que he vivido.

 Pero José Luis Conde ha querido ir más allá de lo deportivo en estas páginas autobiográficas, cargadas de evocaciones y anécdotas que van desde su infancia y adolescencia a su vida adulta, y, como nos dice David Cárdenas en el prólogo, salpica el texto de «profundas reflexiones existencialistas que acarician lo filosófico». En el texto de la contracubierta, extraído de ese prólogo, el profesor de la Facultad de Ciencias del Deporte nos apunta lo siguiente:

Este libro es una oda a la carrera más difícil de cubrir, la propia vida. Relata la transformación de una persona sencilla que debió superar situaciones complicadas, tanto físicas como emocionales, y que encontró en el deporte una forma de llegar a conocerse a sí mismo y a las personas que le marcarían para siempre. Un ensayo de introspección íntima que seduce al lector y lectora, y los invita a meditar sobre su propio camino.

 José Luis Conde, en la difícil tarea de exponer su propia corriente interna, ha escrito, sin rencor ni pudor, un texto muy personal y honesto, lástima que, no siendo José Luis un literato, los editores no hayan cuidado la edición y realizado una revisión a fondo del texto. Es algo que se agradecería en una segunda edición.

 Por lo demás, me alegra comprobar que, como diría su padre, «por encima de las nubes, siempre luce el sol». Un sol al que, por cierto, les recomiendo no mirar directamente a ninguna hora del día. Y si van a correr bajo sus rayos, usen protección. Que el cáncer de piel es una cosa muy seria.


martes, 16 de mayo de 2023

EL ATLETISMO EN LOS LIBROS MÁS INSOSPECHADOS

A veces, me encuentro en los libros más insospechados párrafos que versan sobre el atletismo. La última vez fue hace unos días, en un libro de literatura de naturaleza, esos que nos enseñan a apreciar y amar la vida "salvaje" que nos rodea. Su título es Cómo cazar un topo: Y encontrarte a ti mismo en la naturaleza (Editorial Ariel, 2020), del británico Marc Hamer.

Cómo cazar un topo, de Marc Hamer (Editorial Ariel)
Fotografía: Pedro Delgado

 En la página 136, de la traducción de Beatriz Ruiz, se puede leer lo siguiente:

Diviso a dos caballos alazanes sin montura que van galopando sueltos por las lomas, proyectando veloces sombras alargadas sobre la hierba escarchada, y me levanto para admirarlos y me entran deseos de ser ellos, aunque ahora mi cuerpo está demasiado viejo y agotado para correr. Recuerdo cuando corría campo a través en mis años escolares: corríamos calzados con unas zapatillas negras de gimnasia, unas playeras, por páramos y pisando barro y cruzando arroyos. Yo no era muy rápido, pero podía seguir corriendo más tiempo que nadie. No quería parar.

 Uno lee esas líneas y enseguida se retrotrae a ese recuerdo: las carreras escolares de campo a tráves en el circuito de Portada Alta, con zapatillas inadecuadas; a veces, con barro, y siempre, con un derroche increíble de energías.

Nota: Pueden leer la reseña de Cómo cazar un topo: Y encontrarte a ti mismo en la naturaleza pinchando en el siguiente enlace:

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2023/05/como-cazar-un-topo.html


lunes, 7 de enero de 2019

ANTONIO SOLER: UNO DE LOS NUESTROS


Pedro Delgado y Antonio Soler
Fotografía: Lucía Rodríguez Vicario

Hace muchos años leí en algún periódico que el escritor Antonio Soler (Málaga, 1956) practicó atletismo en su juventud, y que fue un accidente de tráfico lo que le apartó de las carreras y echó en brazos de la literatura. Lo reseñaban de pasada, lo que hizo que me picara la curiosidad, pues yo llevaba corriendo desde los 14 años y nunca lo había visto correr. Pregunté en Carranque a los más veteranos, pero ninguno sabía nada de él, ni siquiera Rodrigo, que antaño había custodiado la entrada a la Ciudad Deportiva. En definitiva, interrogué a tantas personas sin resultado, que di por hecho que aquello era una especie de leyenda urbana, uno de esos bulos que, sin saber muy bien cómo, terminan por recalar en los medios de comunicación.

 Una tarde, hace ya también bastantes años, en la que acababa de salir a correr fuera de la Ciudad Deportiva de Carranque en compañía de Rafael Morales, Francisco Espejo y Juan Sarria, me topé con Antonio Soler. Estaba parado en la esquina de la avenida Santa Rosa de Lima con la del Obispo Ángel Herrera Oria, y sostenía una raqueta de padel o de frontón en las manos mientras conversaba con otra persona. Al vernos llegar nos miró, y hubo un momento, al pasar junto a él, en que nuestros ojos se cruzaron. Durante esos breves instantes, sentí que Soler no me veía a mí, sino al corredor que una vez él había sido. O tal vez sólo fuesen imaginaciones mías. Corrí ese día ensimismado en mis pensamientos, pues por entonces ya empezaba a fantasear con colgar las zapatillas y dedicarme a escribir, cosa que hice, consciente de lo difícil de la empresa, en el año 2001, aplicando la misma constancia y fuerza de voluntad que me caracterizó en mi etapa atlética.

 Volviendo a Antonio Soler, les diré que logré desentrañar aquel misterio el año pasado, al asistir a unas jornadas sobre fútbol y literatura en el Instituto Andaluz del Deporte, de las que ya les hablé en otra entrada*. Allí escuché de su propia boca que había sido deportista, y que había hecho muchos kilómetros en la pista de Carranque, cuando era de ceniza y, luego, cuando tenía un buen tartán. También relacionó el atletismo con la literatura de una manera que no puedo más que suscribir plenamente:
"Yo que he hecho atletismo hasta los 21 años, compitiendo... Para mí el ejercicio de correr, de dar una zancada más, de salvar una distancia, de ejercitar esa voluntad, esa disciplina, tiene mucho que ver con escribir novelas, donde el trabajo de media mañana a lo mejor son cuatro frases que parece que no llevan a nada, lo mismo que en una carrera de fondo veinticinco zancadas parece que no son nada, pero son absolutamente imprescindibles para la carrera. El acto de estar pareciendo agotado, pero sigues y continúas... Y mañana otra vez, y vuelves a la pista, vuelves al campo... Todo eso tiene que ver con escribir una novela. Es una carrera de fondo, en soledad". 
 Hace ya tiempo, el escritor Pablo Aranda me dio el correo de Antonio para que le escribiese y saliese de dudas, pero por cierta timidez no llegué a hacerlo. Así que, al terminar la mesa redonda, me armé de valor y lo abordé. "Usted no lo sabe, pero esta tarde ha resuelto un interrogante que me ha acompañado durante mucho tiempo; aunque ahora, que sé que es verdad que fue atleta, me surgen nuevas preguntas, y esta vez, para no molestarle ahora, sí que se las voy a mandar en un correo".

 Antonio Soler se prestó amablemente a ello, y aquí están mis preguntas y sus respuestas:

Pedro Delgado. Usted corrió hasta los 21 años, lo que significa que si nació en el 56 debió retirarse en el 77, dato que explica mi desconocimiento, y el de muchos, de su breve carrera atlética, pues ese año yo cumplía 11 años y sólo iba a Carranque en verano, como tantos malagueños, para bañarme en la piscina. ¿A qué edad se inició en el atletismo, y qué le motivó a ello?
Antonio Soler. Exactamente el año en que dejé de correr fue el 78, nací a final de año, con lo cual en ese momento del 78 tenía 21 años. Empecé a competir en el colegio Los Olivos, primero en las pruebas internas del colegio, y luego, formando parte del equipo del colegio, contra los otros centros de la provincia. También participé en encuentros interprovinciales y algunos campeonatos escolares. Puede que cuando empezara a competir con el equipo del colegio tuviese catorce o quince años. No lo recuerdo muy bien.

Antonio Soler (a la dcha.) en el laboratorio de ciencias del Colegio Los Olivos
Archivo fotográfico Padre Mayo

P.D. No sabía que había estudiado usted en Los Olivos, y me emociona descubrir que ambos llegamos al atletismo de la misma manera. Yo me fui de allí al terminar 1º de BUP, a Martiricos. Aunque luego también pasé por el Polígono de Cártama y el Cánovas del Castillo. Pero eso no viene ahora al caso. ¿Terminó usted sus estudios allí?
A.S. No, no acabé allí mis estudios. Estuve seis años y me fui a repetir curso al instituto Cánovas del Castillo, donde hice sexto de bachiller y COU.

P.D. ¿Para qué pruebas entrenaba? ¿Y lo hacía por su cuenta o bajo la dirección de algún entrenador?
A.S. En el colegio, empecé compitiendo en campo a través, de ahí pasé a 800 en pista. Recuerdo que en el colegio la "pista", era de tierra, sin calles. Y no sé muy bien si la longitud era muy exacta. Como federado básicamente corrí 400. En el colegio tuve un par de entrenadores, como federado uno que me daba, normalmente por medio de algún compañero, el plan de entrenamiento semanal. Yo estudiaba por las tardes, que era cuando entrenaba la mayor parte de los atletas del CAIM, así que los veía muy poco.

P.D. El club CAIM se fundó en febrero de 1976, por lo que no sé si llegaría usted a militar en él. ¿Llegó a pertenecer a algún club?
A.S. Sí, estuve en el CAIM.

P.D. Pues en eso también coincidimos. ¿Recuerda las marcas que hizo y en qué categorías?
A.S. En el CAIM básicamente hice 400, recuerdo que ocasionalmente y más por recordar los tiempos escolares que por otra cosa hice algún 800. No recuerdo con exactitud las marcas, en 400 estaba rondando los 50 segundos. En 800 bajé algunas veces de los dos minutos.

(En un correo posterior, Antonio me apuntó los tiempos que tenía anotados, donde se puede ver la progresión de sus marcas).

Marcas de Antonio Soler

P.D. ¿Participó en algún campeonato?
A.S. Recuerdo algunas competiciones interprovinciales en Andalucía, algún viaje a Sevilla, Granada, pero no el rango que aquello tenía.

(Tras preguntarle en otro correo si recordaba su participación en el Campeonato de España de Selecciones Provinciales de 2ª categoría que se celebró en Segovia en el año 76, donde corrió el 800 y el 4x400 –tal como me apuntó Antonio Castro que en aquella época viajó como delegado–, me dijo que tenía un recuerdo vago de aquellos viajes; aunque sí recordaba bien un campeonato de cross en Tarragona, pero ese dentro del ámbito escolar).

P.D. ¿Qué recuerdos guarda en la memoria de aquella época?
A.S. Yo andaba dividido en varias facetas. Aunque leía desde niño, en esa época había empezado a leer con bastante más rigor, vislumbraba la posibilidad de dedicarme a algo creativo, por otro lado estaba estudiando, andaba en una especie de montaña rusa personal, con las primeras relaciones sentimentales más o menos fuertes, escapadas con amigos, los primeros viajes. El atletismo era una parcela más, importante pero no decisiva. Alguna vez me lo dieron a entender en el club aunque nunca de un modo directo. Diríamos que no hacía vida de atleta ortodoxo. Pero los recuerdos alrededor del atletismo siempre son buenos. El mejor de todos aquella sensación de libertad que me producía correr rápido, sin cansancio, una verdadera liberación. También el compartir muchos kilómetros entrenando con algunos amigos. Fundamentalmente, y por los horarios coincidentes, entrenaba con Santi Rodríguez Cánovas, que hacía obstáculos, y Ángel López, que corría 1.500 y 800. También tuve amistad con Felipe Vicaría. Felipe y yo intentábamos pisarle los talones a Carlos Azulay en 400.

P.D. Azulay fue socio fundador del CAIM, y como atleta llegó a tener el récord nacional de 400 metros vallas y decathlon, siendo campeón de España absoluto en 400 metros vallas en 1983. También lo fue de decathlon en 1981 y 1988, de heptathlon en 1985, y de octathlon en 1982 y 1987. Es un mito del atletismo malagueño, y todo un ídolo para la gente del CAIM.

Carlos Azulay con el estadounidense Edwin Moses. Fotografía: Página web club CAIM

Carlos Azulay (izq.) en la final de los 400 metros vallas en el Campeonato de España de 1983
Fotografía: Revista Atletismo Español
https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2015/02/duelo-al-sol.html

¿Conserva usted memorabilia de su etapa atlética? Fotografías, recortes de periódicos, hojas de resultados, diplomas, medallas, equipaciones, zapatillas de clavos..., objetos de los que no haya querido desprenderse y que le recuerden o le conecten con aquella época de su vida.
A.S. No guardo nada. Una fotografía en blanco y negro y algo borrosa durante un entrenamiento,

"Te adjunto también una foto, la única mía que he encontrado corriendo en aquella época. Es de la primera carrera que organizó la peña El Bastón, esa que acababa en Gibralfaro. Fui de los primeros, pero realmente no recuerdo el puesto, la foto, tan movida en la que no se me reconoce demasiado, me la hizo una amiga desde un coche, por el paseo de Sancha".

y también, al menos hace poco lo vi, el carnet* del CAIM, no recuerdo si de 1.977 o 1.978.
*Esa ficha federativa tiene un valor histórico, así que, en cuanto Soler la encuentre, la adjuntaremos a esta entrevista. De hecho, su infructuosa búsqueda es lo que ha demorado esta entrevista cumplimentada en enero de 2018.

P.D. Tengo entendido que tuvo una fractura en la pierna a causa de un accidente de tráfico. Después de aquello, ¿por qué optó por la retirada en lugar de retomar los entrenamientos?
A.S. Fue una fractura muy importante. Estuve casi un año sin poder andar. La recuperación total duró un año y medio. Con 23 años, la carrera por terminar, la amenaza de la mili por delante y un futuro bastante incierto en el que la literatura cada vez tenía más importancia para mí, me hicieron desistir de cualquier posibilidad de competir medianamente en serio. Sí lo hice en el ejército, durante dos o tres meses, lo suficiente como para darme cuenta de que ya no tenía mucho sentido.

P.D. He leído en alguna parte que en el hospital empezó a escribir un relato, y que su hermana lo envió al Ignacio Aldecoa y le dieron el segundo premio. ¿Es eso cierto?
A.S. Sí, es exactamente así. Y fue el momento en el que dejé el atletismo aunque luego, en el ejército competí en 400, algo circunstancial y para librarme de algunas guardias. En cuanto a lo del relato aquel, lo escribí casi entero, en una mañana, en el hospital, adonde fui a parar a causa de un accidente de tráfico. Efectivamente mi hermana lo envió al premio Ignacio Aldecoa y me dieron el segundo premio. Unos pocos años después volví a participar y me concedieron el primer premio, entonces ya único. Lo que no es cierto, como alguna vez se ha contado, es que empezara a escribir debido a mi estancia en el hospital. La literatura no es una vocación súbita, llevaba leyendo continuamente desde la infancia, la literatura cada vez era más importante para mí y si no hubiera estado en el hospital habría escrito ese libro en mi casa.

P.D. Durante todos estos años y desde su retirada, ¿ha seguido el atletismo a nivel local e internacional?
A.S. He seguido las grandes competiciones, Campeonatos del Mundo, Olimpiadas, campeonatos europeos y algunos grandes mítines.

P.D. ¿Podría darme el nombre de algunos corredores a los que haya admirado o seguido?
A.S. Siempre admiré por encima de cualquier otro a Sebastian Coe. Su modo de correr, tan elegante, tan vibrante, me emocionaba.

Sebastian Coe

 También me gustó muchísimo, Fernando Mamede, el mediofondista y luego fondista portugués.

Fernando Mamede

 El finlandés Lasse Viren, Said Aouita, José Luis González.

Lasse Viren

José Luis González y Said Aouita

 En velocidad tuve debilidad siempre por Pietro Mennea. Como se ve algunos ya casi prehistoria atlética.

Pietro Mennea

P.D. Comparto la admiración por todos esos atletas, aunque yo era más de Carlos Lopes que de Mamede. En un par de ocasiones le he visto por Carranque con una raqueta en la mano. No sé si para jugar al padel o al frontón. ¿Qué deportes practica ahora? Y si sale a correr de vez en cuando, ¿qué sensaciones tiene?
A.S. Jugaba a frontón hasta hace un par de años. Eso sí lo he mantenido durante veinte años seguidos. Ya a comienzos de los setenta iba a Carranque a jugar a frontón, todos los veranos, durante horas. Después lo retomé a principios de los noventa. Ahora de vez en cuando corro en una cinta, a veces he ido por la carretera interior de Gibralfaro. La sensación que tengo es que antes corría mucho.

P.D. Se ha dejado alguna vez llevar por la añoranza y se ha calzado las zapatillas para participar de forma anónima en alguna de las clásicas malagueñas, como la Mini Maratón de la Peña El Bastón, la Media Maratón Ciudad de Málaga o la Carrera Urbana Ciudad de Málaga?
A.S. No, no he participado en ninguna de esas carreras después de aquello. Sí lo hice, creo que debió de ser en 1.977 o 78, en una que salía de los alrededores de la carretera de Cádiz y acababa en Gibralfaro, me parece que era la de la Peña el Bastón. Como se ve mi memoria atlética necesita un engrase, pero son cuarenta años de distancia, casi un maratón de años.

P.D. A pesar del interés que despiertan, gracias al boom de las carreras, no hay muchos libros que aúnen literatura y atletismo. De esos pocos que hay, ¿cuál o cuáles le han gustado más?
A.S. Sobre todo "La soledad del corredor de fondo", de Alan Sillitoe. También me parece muy buena "La media distancia", de Alejandro Gándara.

La media distancia, de Alejandro Gándara y La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe
Fotografía: Lucía Rodríguez Vicario

P.D. Yo llevo unos años enredado en una novela sobre Jean Bouin, el atleta francés que da nombre a la clásica barcelonesa. No quisiera ser impertinente, pero ¿cómo es que usted, que suele nutrirse de sus propias vivencias en sus novelas, todavía no ha escrito nada relacionado con el mundo del atletismo? ¿A qué cree que se debe eso?
A.S. No lo sé, hay bastantes aspectos de mi vida personal que no han aparecido en mis libros. En cualquier caso, en la novela que estoy escribiendo ahora* hay unos capítulos titulados "Diario del Atleta", y ahí se cuenta algo sobre la experiencia de correr, mucho más sobre la experiencia interna que sobre la competición.

*Antonio Soler se refería a "Sur" (Ed. Galaxia Gutenberg), novela recientemente galardonada con el I Premio de Narrativa Alcobendas Juan Goytisolo, y de la que aquí daremos cuenta próximamente.

Sur, de Antonio Soler (Ed. Galaxia Gutenberg)
Fotografía: Lucía Rodríguez Vicario

P.D. Como guionista de cine que también es usted, ¿qué película relacionada con el atletismo le ha llamado más la atención?
A.S. Se me viene a la cabeza una quizás muy obvia pero que creo que tiene mucho encanto, "Carros de fuego", y otra vez, ahora en forma de película "La soledad del corredor de fondo".



P.D. El otro día escribí una entrada acerca de lo que usted contó en el IAD, sobre lo que suponía salir a correr a la calle en pantalón corto hace 30 años**. ¿Podría cerrar esta entrevista con otra anécdota?
A.S. Alguna del mismo corte, cuando a veces, con Santi Cánovas, entrenábamos de noche y alguna vez nos tomaron por gente que huía de algo o de alguien, de la policía, me imagino.

P.D. Muchas gracias por su atención y por dejarme remover en todos esos recuerdos. Sin duda, el deporte perdió un atleta, pero la literatura ganó un escritor.

**https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2017/03/los-corredores-han-tomado-la-ciudad.html

*https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2017/02/futbol-y-literatura.html

Antonio Soler (Málaga, 1956) obtuvo el Premio Andalucía de Novela en 1993 con Modelo de Pasión, el Premio Andalucía de la Crítica en 1995 con Los héroes de la frontera, el Premio Herralde y Premio de la Crítica en 1996 con Las bailarinas muertas, el Premio Primavera en 1999 con El nombre que ahora digo, el Premio Nadal en 2004 con El camino de los ingleses –llevada al cine por Antonio Banderas con un guión del propio Soler– y el Premio Narrativa Juan Goytisolo el pasado 2018 con Sur. Sus novelas se han traducido a una docena de idiomas, y ha impartido conferencias y cursos en numerosas universidades e instituciones culturales de Europa, Hispanoamérica, Estados Unidos y Canadá.

jueves, 3 de enero de 2019

QUERIDOS REYES MAGOS...

Los romanos creían en aquello de Mens sana in corpore sano, así que para que nadie dude más de que deporte e intelecto pueden ir de la mano, les invito a añadir algún que otro libro a la carta de los Reyes Magos. Y ya que hay buena literatura deportiva, me animo a hacerles las siguientes sugerencias:

zatopek.html

la-milla-perfecta.html

el-corredor

la-soledad-del-corredor-de

muhammad-ali

la-bici-lo-es-todo

 Y como acaba de arrancar el nuevo año, aprovecho para desearles un feliz 2019. ¡Que tengan doce meses la mar de deportivos!

martes, 23 de octubre de 2018

ARDE TU CASA, O DE CÓMO ENFRENTARTE A LA PUTA ELA CON UN POCO DE HUMOR



Fue la portada del libro la que atrajo mi atención en la mesa de novedades. Después las primeras líneas de la contraportada:
Mi padre era un empresario de éxito que corría maratones. Ahora no puede ni moverse y le tengo que lavar las pelotas todas las mañanas.
 Luego leí la dedicatoria:
Dedicado a todas las personas que han perdido a algún ser querido por culpa del cáncer o de la ELA
Y por último abrí el libro por la página 16.
[Mi padre] era su propio jefe, lo cual le permitía distribuir su tiempo como mejor le convenía para pasar más tiempo con su familia de gañanes. Sus días arrancaban siempre con una taza de café y plantando un buen pino, y terminaban con una copa de vino en el jardín. Estaba viviendo el sueño.
 Todo le marchaba tan bien que hacía poco había empezado con un nuevo hobby: correr maratones. Su mejor amigo, Sam Larkin, lo había introducido en la movida dos años atrás. En mi opinión solo un enfermo mental querría torturar a su cuerpo al nivel que exige un maratón, pero mi padre parecía estar encantado con ello. Siempre le habían gustado los deportes –esquiaba todos los fines de semana en invierno–, así que supongo que tenía cierto sentido que se hubiera vuelto adicto a un nuevo tipo de ejercicio. Corría más de veinte kilómetros casi todos los días. Era su metadona, su oxígeno. Y se había convertido en parte de su nueva identidad: nuestro padre, el chalado de los maratones obsesionado con la vida sana.
 Acababa de completar el maratón de Chicago, el 20 de octubre de 2006. Su segundo maratón del mes. El primero había sido en St. George, al sur de Utah. Papá estaba intentando clasificarse para el maratón de Boston, algo así como la Super Bowl de los maratones para estos perturbados en zapatillas. Necesitaba completar la carrera de St. George en menos de tres horas y treinta y cinco minutos para clasificarse dentro de su grupo de edad. El entrenamiento obsesivo dio sus frutos. Se clasificó para Boston con un margen de unos segundos.

Maratones, cáncer, ELA y Dan Marshall, el autor, que me sonreía desde la página cero. Tenía que leerlo; aunque la faja del libro me aconsejase lo contrario:

NO LEAS ESTE LIBRO
(si no sabes reírte de tus desgracias)
"Intensamente conmovedor, brutalmente cómico". The Times

Arde tu casa, Dan Marshall (Blackie Books) Fotografía: Pedro Delgado

 Arde tu casa (Blackie Books, 2018) va de cómo el autor y sus peculiares hermanos tienen que volver al hogar familiar, en Salt Lake City (Utah), para cuidar de sus padres.
"Desgraciadamente a mi padre le acababan de diagnosticar la enfermedad de Lou Gehring* y mi madre luchaba contra un cáncer. Lo sé, suena muy muy deprimente. Sin embargo, intentamos afrontar la situación con humor. Mi sueño es que nuestra historia pueda servir para que otras personas que ahora mismo estén cuidando de algún ser querido enfermo –independientemente de la edad, la enfermedad y el contexto– puedan sentirse menos solas al saber que otro puñado de capullos (mi familia y yo) pasó por una situación similar tratando de salir lo menos malparados que pudieron. No estáis solos. Hay más gente hecha mierda al otro lado de estas páginas". 
Dan Marshall
 Dan Marshall, un autor del que nunca había oído hablar –y que viene a confirmarme que las editoriales están ahora más atentas que nunca a las nuevas voces–, tenía 25 años cuando vivió este tsunami familiar, de ahí que le resulte tan difícil escribir una frase completa sin usar ni un taco. Pero no hay impostura en su voz, así que las palabrotas, herencia materna, son un reflejo más de la personalidad del autor. Como su sentido del humor, crudo e irreverente pero divertido.
Los enfermeros trasladaron a mi padre con máximo cuidado, preguntando todo el rato si hacía falta entubarlo. Entubar a alguien implica meterle un tubo por la boca hasta los pulmones para que respire a través de él, un proceso que, a no ser que estés acostumbrado a comerte unas pollas del quince (no creo que fuera el caso de mi padre, aunque quién sabe), resulta doloroso a más no poder.
 Es su voz la que te mete dentro de la historia, la que te hace ponerte en la piel del propio Dan, pero también en la de su padre y su madre. El libro nos muestra así cómo es vivir cuando nos acosa la tragedia, cuando tenemos que enfrentarnos a una enfermedad inesperada e implacable. Y es por eso que, a pesar de ese humor a veces salvaje, uno no puede retener las lágrimas en el último capítulo. Más yo, que tengo un amigo que se enfrenta ahora mismo a la enfermedad y al que desde aquí quiero mandarle un cariñoso abrazo.

 Tratándose de un blog de atletismo, comentar que el tema de la maratón vuelve a aparecer en las páginas del libro en varias ocasiones, pues antes de que la enfermedad lo ancle a la silla de ruedas o a la cama, el protagonista está dispuesto a correr los 42 kilómetros y 195 metros de Boston. También a participar en la Golden Gate en San Francisco, una carrera de relevos que va de Calistoga a Santa Cruz con un recorrido de unos trescientos veinte kilómetros.

 
Mi padre estaba tan cansado después de la carrera que no podía ni levantar los brazos, que le colgaban del cuerpo como dos ramas rotas. Estaba sudadísimo de tanto esfuerzo. Necesitaba una ducha, y no iba a haber forma de que se la diese él mismo.
 –No pienso lavarle las bolas a mi padre –dije cuando mi madre sugirió que lo ayudara yo a ducharse.
 A no ser que estén borrachas o consumando su pasión, la mayoría de las personas no tienen muchas ganas de que otra persona les toque o les mire las partes de su cuerpo que les han enseñado desde pequeños a cubrirse y a ocultar al mundo. Mi padre era una persona. No le hacía ninguna gracia que otra persona se encargase de manipularle las pelotas. Y de entre todas las personas, yo era una de las que menos le apetecía que le ayudara en la ducha. Esa mierda no estaba dentro de los límites de nuestra relación padre-hijo. 
 Pero mamá insistió.
 –No seas gilipollas, Danny. Los dos sois hombres. Los dos tenéis polla. Supéralo –dijo.
 –No, no hace falta, en serio –intervino mi padre.
 –Bob, no puedes ni mover los putos brazos –le recordó mi madre.
 –Sí que puedo –respondió él mientras intentaba alzar los brazos sin conseguirlo.
 –¿Lo ves? No puedes –dijo mi madre–. Tienes que aceptar toda la ayuda que se te ofrezca.
 Y tenía razón. A mi padre no le gustaba molestar a nadie con sus problemas. No le gustaba nada pedir ayuda. Pero si queríamos que aquello funcionase, iba a tener que empezar a sentirse más cómodo recibiendo nuestra ayuda. Y yo a sentirme más cómodo dándosela.
 Aunque disfrutaba mucho de escuchar a mi pasivo padre y a mi agresiva madre discutir sin pausa, dije:
 –No importa. Venga, vamos a lavar esas pelotas.
 –No hace falta, de verdad. Me enjuago un poco y listo. –Mi padre seguía en sus trece.
 –No, Dan te ayuda. –Mi madre me puso el jabón en la mano y cerró de un portazo la puerta del baño con nosotros dentro–. No te olvides de limpiarle el prepucio por dentro –añadió desde el otro lado.

 Actualmente, científicos, médicos e investigadores están dejándose la piel tratando de descubrir formas de prevenir, tratar y curar esta horrible enfermedad, pero necesitan ayuda. Un buen porcentaje de lo que el autor ingrese por las ventas de este libro irá  a parar a la Asociación contra la ELA (www.alsa.org), así que desde aquí quiero daros las gracias a todos los que os hagáis con un ejemplar. También a los que lo recomendéis. Y como diría el autor: ¡Muchas gracias, y que le den por culo a la ELA!

Nota: Todos los textos a color están extraídos de la primera edición de Arde tu casa de Dan Marshall (con traducción de Jorge de Cascante), publicado por Blackie Books en septiembre de 2018.

*"La enfermedad de Lou Gehrig, llamada así en honor al famoso jugador de béisbol de los Yankees de Nueva York, es una enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular. Se origina cuando unas células del sistema nervioso llamadas motoneuronas disminuyen gradualmente su funcionamiento y mueren. Sin esas neuronas, el cerebro no puede comunicarse con los músculos. Así que, por ejemplo, si un enfermo avanzado de Lou Gehrig quiere mover la pierna o el brazo, el cerebro tratará de comunicárselo a los músculos, pero estos no le harán caso porque el mensaje se habrá perdido por el camino. La dolencia también afecta al diafragma, que ayuda a que el aire entre en los pulmones. El nombre técnico de la enfermedad es esclerosis lateral amiotrófica (Abreviada como ELA). Una persona con ELA no deja de sentir nada y su cerebro funciona sin problema. Resumiendo: te conviertes en prisionero de tu propio cuerpo. Algunas personas alargan su vida con ventilación mecánica [...]. Los médicos siguen sin saber qué causa la ELA, y se ha descubierto muy poco acerca de cómo tratarla. Hablando en plata, la ELA es una hija de puta de las más grandes [...]".

lunes, 10 de septiembre de 2018

LA DISTANCIA

La noche le obligó a elegir el paseo marítimo. [...] Trotó muy lentamente hasta llegar a una de las referencias conocidas, unos escalones de acceso a la playa. Entonces pulsó el cronómetro. Mediría el tiempo total y también por kilómetros. Los dos primeros kilómetros los correría suave, calentando; el resto por debajo de los tres treinta. Se concentró en la carrera. Localizar su energía en lo físico. Correr rápido por el suelo duro y luego carrera continua por la arena, cuidar las rodillas. La humedad había vaciado el paseo marítimo: podría haber traído al perro. La brisa secaba el sudor, lo enfriaba.
 Cañas de pesca en la playa, clavadas en la orilla como las lanzas de un regimiento que esperase la inminente llegada de barcazas enemigas, o que vigilase la evolución del lomo dormido del animal salvaje que es el mar. Emilio cruzaba cerca de ellas, junto al mar que no podía ver pero sí sentir, el rugido amortiguado de las olas que sólo a veces reflejan la luz que reflejaba la luna. Intervalos de silencio cuando unos pocos centenares de metros más allá el rojo de un semáforo detenía la circulación y entonces aparecía el ruido de los pasos de Emilio, la respiración pesada, constante, el ritmo vivo que no controlaba. Emilio avanzaba sin consultar el reloj, satisfecho por haber vencido la desgana y estar corriendo, limpiándose. Agradecía la falta de otros corredores, gente paseando, seguramente por la densa humedad. Sólo pescadores para los que no existía, pendientes de las vibraciones de las cañas y de nuevo el estallido del tráfico apagando las olas y los pasos de Emilio, que seguía corriendo, logrando olvidar el mensaje del Coronel, Tamar, Marta, como el mar, ahí pero oculto, el hueco de la oscuridad, insondable.
 Dio la vuelta en la última rotonda y volvió por el mismo camino. Continuó hasta el puerto en vez de detenerse en el punto de partida. Apretó el ritmo hasta que llegó una vez más donde había comenzado. Echó el cuerpo hacia delante, apoyó las manos en los muslos, como si vomitase. Anduvo con los brazos separados del cuerpo y cuando consiguió acompasar la respiración hizo ejercicios de estiramiento y volvió al coche.
 En la ducha descubrió la carrera frenética de las cifras del reloj: había olvidado pulsar el cronómetro al terminar de correr.
He estado un tiempo desaparecido, perdido en la distancia: en la que nos separa del sureste asiático, por donde he estado errando un par de meses en compañía de mi hijo Pedro (también de Lucía las tres primeras semanas), visitando países, ciudades y accidentes geográficos de nombres evocadores. Y, como siempre, acompañado de libros relacionados con los lugares de destino que hagan la experiencia más enriquecedora, a los que sumé la última novela de mi amigo Pablo Aranda, pues no quise demorar su lectura sabiendo que mi nombre encabezaba la lista de agradecimientos, un gesto generoso que aprecio y que me recuerda en su exceso a los que tenía el otro Pablo conmigo.

La distancia, Pablo Aranda (Malpaso, 2018)
Fotografía: Pedro Delgado

 Leí La distancia a 41.001 pies de la tierra, y a más de 10.000 kilómetros de Málaga. Quemaba kilómetros en el aire y en la carretera, y a media que leía la trama se iba extendiendo por mi cabeza como la tinta derramada sobre un papel, y con ella sus escenarios, más vívidos si cabe por haber vivido en ellos, sintiendo cierto escalofrío cada vez que leía mi nombre o al saber que mi libro de relatos, Carta desde el Toubkal, acompañaba a Emilio, el protagonista, en sus viajes por el Atlas, una cordillera en la que ejercía de guía como ya lo hiciera yo antaño.
 Mi cuerpo atravesaba fronteras y pisaba lugares cuyos nombres parecían un conjuro misterioso: Siem Reap, Angkor, Battambang, Phnom Penh..., pero a la noche, en la distancia, abría la novela de Pablo y regresaba a Marruecos, a Granada, a Málaga. Y no a un Marruecos, una Granada o una Málaga cualquiera, sino al Marruecos por el que guié a tantas personas, a la Granada en la que estudié Educación Física (como el protagonista inicialmente) y a la Málaga que me vio nacer y en la que, como Emilio, tantas veces me he calzado las zapatillas de deporte para correr por sus calles y su paseo marítimo. Y por eso leía despacio, dosificando las páginas, para que ese viaje en la distancia espacial y sobre todo en la temporal no acabara nunca, para demorarme en los recuerdos. Y por supuesto también para acompañar a Emilio por los azares de la vida, porque al fin y al cabo lo que le sucede nos puede ocurrir a cualquiera. El destino como motor oculto de nuestras vidas, el destino que se entromete en tu día a día, que puede dirigir tus estudios o emparejarte con tal o cual persona, que convierte o no a un cobarde cobarde en un cobarde valiente. Tamar y Marta, Marta y Tamar y el "corazón grande y de pocas pulsaciones a fuerza de carreras" de Emilio, desbocado a veces como si acabase de terminar un mil quinientos. Decía el escritor Garriga Vela en la presentación de La distancia que la novela de Pablo era "una novela negra de amor". Yo no me atrevería a corregirlo, pero sí a puntualizar que es una novela negra de poliamor –no en el sentido estricto del término, sino en el de que se puede amar a dos personas al mismo tiempo–, un sustantivo muy de moda últimamente pero que nunca fue ajeno a los que estudiamos en Granada. "Mundos que quedaron atrás, las vidas posibles. Las vidas imposibles".
 La novela de Pablo, que también es la novela de Emilio, de Tamar, de Marta, del Coronel..., sigue la línea emprendida con Los soldados (El Aleph, 2013) y El protegido (Malpaso, 2015), con esas pinceladas de intriga y suspense que te obligan a seguir leyendo, pero, a la vez, recupera al Pablo más intimista de sus primeras novelas. Al que narra la vida corriente sin más, con sus giros y sus revueltas. Y para goce de los que amamos el atletismo, en sus páginas aparece gente que corre y entrena.
En cuanto el cronómetro marcase treinta minutos correría la final de los mil quinientos de las olimpiadas de 1984 en Los Ángeles. Le ardían los ojos. Él encarnaría a Sebastian Coe. La salida sería lenta para que Kilb aguantase toda la carrera. Quedaría atrás sólo en la última recta, supuso, a falta de trescientos metros, como Ovett. Kilb sería Ovett. Se retiraría a trescientos metros del final y observaría desde el suelo la vuelta del ganador, Coe. 
 El nerviosismo de Kilb le indicó que hablaba solo. El perro había sentido el cambio de ritmo aunque no fuese brusco y lo había puesto en estado de alerta. Sebastian Coe había partido como favorito de los ochocientos en las olimpiadas anteriores, pero logró la medalla de plata y el oro había sido para Ovett, o sea: Kilb. Y sin embargo, Ovett, que era el favorito para los mil quinientos, en Moscú tuvo que contentarse con la medalla de plata y el oro fue para Coe, que era él, Emilio. –Y ahora nos encontramos en otras olimpiadas –pronunció Emilio con esfuerzo y Kilb, atento a cualquier acelerón, cansado, no lo miró–. En Los Ángeles, donde no querían que yo corriese. 
 Un cambio de pendiente le hizo abandonar momentáneamente la entonación y comprobar mirando el cronómetro que tampoco esta vez se acercaría al récord olímpico de la época. El año 1983 había sido nefasto, apartado de las competiciones por enfermedades. Había sido superado por Peter Elliott en las pruebas de selección del equipo británico para las olimpiadas, pero Elliott finalmente quedó fuera para que pudiese acudir él, Coe, a pesar de las numerosas protestas. En la carrera también competiría Steve Cram, el otro británico, para vengar a Elliott, para demostrar que el reinado mío, o sea, de Coe, había terminado definitivamente. El favorito de la carrera era Steve Cram. Coe procuró no quedare encerrado, sostener el ritmo hasta la última vuelta, soportar el ataque que viniese por atrás, irse, una vez más calculando la distancia. 
 Ovett empezó a quedare atrás y se volvió para animarlo: venga, Kilb, sólo faltan dos vueltas, una y media, pero Ovett no podía respirar bien, se ahogaba, miraría el final de la carrera desde el suelo, la vuelta de agradecimiento del ganador, y Emilio apretó el paso preocupándose de quienes más le inquietaban, Steve Cram y José Abascal, el español, toda la carrera a su sombra, aguantando el tipo, fuerte, apretando de repente, demasiado pronto, también Cram, pero él se sintió pletórico y aprovechó un falso llano del carril para culminar el sprint último y alzó los brazos imitando los gestos de Coe.


La distancia, Pablo Aranda (Malpaso, 2018) Fotografía: Pedro Delgado
Una novela perturbadora y magistral sobre las intrigas del destino

sábado, 7 de abril de 2018

LA MILLA PERFECTA


http://www.melusina.com/libro.php?idg=52424

Tres atletas, un objetivo 
y menos de cuatro minutos para alcanzarlo...

José Antonio me salió al paso nada más entrar en la librería Luces, me cogió del brazo y con un “Tienes que ver esto” me llevó con urgencia a la mesa de novedades. “Acabo de leerla y es buenísima“, me dijo señalando el ejemplar de La Milla Perfecta que coronaba una de las torres de libros.

La Milla Perfecta en la mesa de novedades de la librería Luces
Fotografía: Pedro Delgado

 “Te va a encantar”, añadió. Lo cogí y me quedé unos instantes embelesado con la portada: una fotografía coloreada en tonos pasteles de Roger Bannister tras correr la milla en menos de cuatro minutos y batir el récord del mundo. Luego lo hojeé. En las páginas centrales había un buen montón de fotografías en blanco y negro. Además de a Bannister, Landy y Zátopek reconocí a Chataway, del que ya hablé en Calle 1 hace tiempo. “Hubo un tiempo no muy lejano”, leí en la contraportada, “en el que se creía que correr una milla en menos de cuatro minutos estaba más allá de los límites del ser humano y, en el mundo del deporte, lograrlo se consideraba una gesta sin parangón. En 1952, tres hombres en tres continentes distintos –Europa, Australia y América– se empeñaron en conseguir lo imposible. La Milla Perfecta es un clásico de la literatura deportiva que captura todo el drama humano y el espíritu de competición de este acontecimiento legendario”.

Pedro Delgado y José Antonio con sus ejemplares de La Milla Perfecta en la librería Luces

 La cosa prometía, y esa misma tarde en el autobús, de vuelta a casa, mientras los pasajeros se ensimismaban en sus móviles, me sumergí en su lectura.
 Neal Bascomb, un escritor hasta ese momento desconocido para mí, me contaba desde el prólogo el porqué del título. Tras llevarse Bannister el gato al agua en Inglaterra, "quedaba una última pregunta: ¿quién sería el mejor de los tres cuando se colocasen codo con codo en la línea de salida? La respuesta llegó en la milla perfecta, una carrera en la que no compitieron contra el reloj, sino entre ellos. El británico Roger Bannister, el australiano John Landy y el estadounidense Wes Santee "ante un público que abarcaba el mundo entero".
 Por supuesto, el libro nos narra mucho más que eso. Las primeras ochenta y cuatro páginas discurren bajo el epígrafe "Un motivo para correr", y están distribuidas en cinco capítulos. El primero está dedicado a Roger Bannister, que se prepara para la final olímpica de los 1.500 metros en Helsinki 1952.

Roger Bannister

 El segundo se centra en Wes Santee, en cómo empieza a correr y a destacar en Kansas y en por qué va a correr en los Juegos el 5.000 en lugar del 1.500 como él quería.

Wes Santee sonríe en la línea de meta de los Campeonatos Nacionales de California, en 1952
El primer puesto le permite asistir a los Juegos Olímpicos de 1952 en Helsinki
Bettmann/Corbis

 En el tercero el protagonista es John Landy, clasificado para los 1.500 y 5.000 metros, apareciendo en esas páginas la figura del controvertido entrenador Percy Cerutty.

John Landy en 1954

 El cuarto capítulo da cuenta de las series clasificatorias de cada uno de ellos en Helsinki, de la mítica final de 5.000 metros que ganó Emil Zátopek –aquella carrera en la que Chataway pisó el anillo de la pista y se fue de bruces al suelo– y de la final de los 1.500 metros en la que Bannister era el favorito.
Roger Bannister estaba tan cansado que no podía dormirse. Por mucho que se revolviese y cambiase de postura, por más vueltas y patadas que diese a las sábanas no había forma de que se durmiera. Cada minuto que pasaba, cada segundo, le acercaba más a la final de los 1.500 metros; con cada hora le invadía una nueva ola de ansiedad. A las cuatro y media de la tarde del día siguiente se colocaría en la línea de salida junto a once de los mejores mediofondistas del mundo. El haber tenido que correr dos carreras en lugar de una, como esperaba, para clasificarse para la final había minado su confianza. Tenía miedo de estar ya demasiado cansado.
[...] Era imposible no ensayar en su cabeza una y otra vez la carrera que se avecinaba. ¿A qué ritmo debía empezar? ¿Era mejor quedarse en la cuerda o pasar al exterior? ¿En qué posición debía estar colocado en la tercera vuelta? ¿A qué distancia de la meta debía arrancar su esprint final?
 El quinto capítulo tiene maneras de ensayo, y en él se nos cuenta el origen de la milla y cómo los corredores fueron reduciendo sus registros poco a poco a lo largo de los años; incluyendo el duelo entre el caballero amateur Walter George y el atleta profesional William Cummings.

Imagen de la Milla del siglo en la que se enfrentaron William Cummings y Walter George
Foto: Racing Past
Para poder medirse con Cummings, George se vio obligado a abandonar su estatus de amateur, pese a que ofreció los honorarios que obtuviera en las carreras a un hospital de caridad. Tras una serie de carreras preliminares en las que ambos obtuvieron varias victorias, el 23 de agosto de 1886 Cummins y George se enfrentaron en la "Milla del siglo". Veinticinco mil espectadores se apiñaron alrededor de una pista de carreras de ciclistas para ver a George correr a tal velocidad que en la última vuelta dejó a Cummings tan rezagado que este cayó inconsciente. Su récord de 4:12,8 permaneció imbatido durante tres décadas y sentó las bases para que Paavo Nurmi presentase la milla de cuatro minutos al mundo, estableciendo un reto irresistible para los atletas que deseasen hacerse un hueco en la historia. 
Walter George
[...] El mundo del atletismo no se puso patas arriba cuando, en 1915, el estadounidense Norman Taber batió el récord de George por menos de dos décimas de segundo. Era una diferencia demasiado exigua para merecer algo más que una nota rápida en los libros de récords.
Norman Taber. 26 de junio de 1915, Cambridge
Fotografía: Beltmam (Gettyimages)
Entonces, el 23 de agosto de 1923, Paavo Nurmi, un ingeniero agrícola finlandés de Turku, se vio arrastrado por el mediofondista sueco Edvin Wide a una primera vuelta más rápida de lo que le habría gustado. Nurmi, que siempre corría con un gran cronómetro en la mano y prefería marcar un ritmo de carrera más regular, decidió seguir el ritmo de salida rápido que había marcado Wide. Al llegar a la tercera vuelta, Wide se vino abajo y Nurmi continuó con el ritmo. Batió el récord de Taber por dos segundos, con una marca de 4:10,4. Fue un salto adelante enorme, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que había tardado Taber en reducir la marca de Walter George en solo una fracción de segundo. De pronto el récord de la milla volvía a estar en disputa y cuando, en las Olimpiadas de París 1924, Nurmi ganó el oro en los 1.500 y los 5.000 metros en el plazo de cuarenta y dos minutos, parecía capaz de cualquier cosa. Joseph Binks, destacado periodista británico y antiguo corredor de la milla, le sugirió a Nurmi que la barrera de la milla estaba al alcance de los dedos, a lo que Nurmi replicó: "No. ¡Si acaso cuatro minutos y cuatro segundos!. Fuese aquello modestia innecesaria o no, lo cierto es que el finés había puesto sobre el tapete la posibilidad de correr la milla en cuatro minutos.
Paavo Nurmi fotografiado por Granger
 Inspirada por Nurmi, surgió en los años treinta una nueva generación de dotados mediofondistas cuyas carreras llenaban hasta la bandera los estadios de todo el mundo. Las carreras del Madison Square Garden rivalizaban con los modernos combates de boxeo con grandes bolsas. El aire estaba saturado de humo, el público devoto y entregado a sus corredores favoritos, y las gradas tan cerca de la pista que los aficionados sentían la corriente de aire que seguía al paso veloz del pelotón.
 El francés Jules Ladoumegue marcó en 1931 un tiempo de 4:09,2; el británico de origen neozelandés Jack Lovelock (que ganaría el oro olímpico en los 1.500 metros de 1936) lo rebajó en 1933 a 4:07,6 y en 1934 el estadounidense Glenn Cunningham detuvo el cronómetro en 4:06,8. Habría que esperar hasta 1937 para que el británico Sydney Wooderson lo rebajase mínimamente a 4:06,4. Los suecos Gunder Hägg y Arne Andersson se fueron pasando del uno al otro el récord de la milla durante tres años y medio, entre 1942 y 1945, hasta dejarlo en 4:01,4.

Gunder Hägg (derecha) y Arne Andersson en 1942
Muchos estaban deseando que se acabase con aquella obsesión con la marca, entre ellos el campeón olímpico de los 1.500 metros de 1912, el coronel Strode Jackson, quien, en el apogeo de la rivalidad entre Hägg y Andersson, escribió: "Cuando nos dejemos de estas tonterías de correr como metrónomos y con el reloj siempre en la cabeza, volveremos a las auténticas carreras: el triunfo de un corredor sobre el otro. Esta es la esencia original del atletismo y lo que volverá a ser cuando nos quitemos del medio el mito de los cuatro minutos.
 Sin embargo, para la mayoría el mito seguía creciendo. Como apuntó el periodista Frank Deford, en 1952, habíamos alcanzado los polos, encontrado las fuentes del Nilo, cartografiado los océanos más profundos y recorrido las junglas más impenetrables, pero la distancia de terreno que mide una milla seguía resistiéndose a todos los esfuerzos por cubrirla, a pie, en menos de cuatro minutos.
 Ese mismo año, menos de cuarenta y ocho horas después de clausurarse los Juegos Olímpicos de Helsinki, se celebró un encuentro entre el equipo del Imperio Británico y los Estadounidenses.
En los relevos de 4 x 1 milla, en los que cuatro corredores de cada equipo corren una milla, Roger Bannister les dio la ventaja a los británicos en el primer relevo, pero el segundo miembro de su equipo la perdió. Parecía que Wes Santee, que corría el tercer relevo para los estadounidenses, podría estirar esa ventaja lo suficiente para que los ingleses no pudieran recuperarla, sin embargo John Landy, que corría el mismo relevo en el equipo del Imperio, consiguió acortar distancias con Santee en las últimas 440 yardas. Los corredores del último relevo de cada equipo intercambiaron el liderato, pero al final ganaron los estadounidenses. Era la primera vez que Bannister, Santee y Landy competían juntos en una carrera. Ninguno de los tres recordaría gran cosa de los otros dos en aquella carrera, ni conservaría ningún recuerdo de una conversación ni impresión alguna de las capacidades de los demás. Sin embargo, cuando aquellos tres atletas se separaron (Bannister regresó a su vida en el hospital de Saint Mary, a solo un corto trayecto en metro; y Landy y Santee tomaron largos vuelos a sus respectivos países), cada uno estaba trazando una ruta para los días venideros que acabaría reuniéndolos. Sería una lucha que ni ellos ni decenas de millones de personas olvidarían jamás.
 El segundo acto del libro lleva por título La barrera, y abarca desde el capítulo sexto al catorce. En ese sexto se nos muestra a un Landy que compagina el atletismo con sus estudios en la Universidad de Melbourne, y que inspirado en los métodos de entrenamiento de Zátopek, con el que había departido en Helsinki, se acerca en Melbourne al récord del mundo de la milla parando el cronómetro en 4:02,1.
 En el séptimo volvemos a Roger Bannister, quien también tiene que compaginar los exigentes estudios de Medicina con los no menos duros entrenamientos que se ha marcado para llegar a su objetivo, algo que, junto a la conquista del Everest, ya es una cuestión de estado.
Desde que, en 1924, Irving y Mallory subieron el noventa y seis por ciento del monte Everest, y el año anterior Paavo Nurmi se quedó a 10,4 segundos de la milla en cuatro minutos, ambas metas han espoleado las mentes de los hombres. El año de 1953 será testigo del mayor asalto hasta el momento a ambas cumbres.
 En el capítulo ocho volvemos a Santee, que, como los otros, reparte su tiempo entre las competiciones y sus estudios en la Universidad de Kansas. En esas páginas conocemos a su entrenador Bill Easton, quien desea tanto como su pupilo adelantarse a sus dos rivales.

Bill Easton cronometra a Wes Santee
Fotografía: Duke D'Ambra

 Los infructuosos intentos de los tres conforman el siguiente capítulo: 4:04,2 Landy, 4:03,6 Bannister y 4:02,4 Santee.
Se recordó a los cronometrados que pusieran en marcha los relojes en cuanto vieran el humo salir de la pistola, no al sonido del disparo, para tener en cuenta el retraso entre el disparo y el sonido.
 Con Santee acercándose rápidamente al récord, podemos sentir en el capítulo 10 la presión a la que estaba sometido Bannister, y más cuando Santee, en su gira de verano por Europa, batió en Suecia el récord estadounidense de los 1.500 metros.
El público británico quería otro gran logro para igualar la reciente conquista del Everest y la coronación de la reina Isabel. Cualquier cosa que fuera menos que eso no sería suficiente.
 Roger Bannister marcó un tiempo de 4:02 en un intento con liebres  (Macmilan y Brasher) en Motspur Park, pero que una de las liebres utilizadas se dejase doblar para tirar en la última vuelta no fue bien visto, ni por sus rivales ni por la prensa.
 En los capítulos 11 y 12 se habla del obstaculista Chris Brasher, del fondista Chris Chataway y del entrenador austriaco y residente en Inglaterra Franz Stampfl; así como de los progresos de los protagonistas para tratar de romper la barrera. A veces, en lucha no sólo contra el cronómetro sino también contra las condiciones atmosféricas.

El atleta británico Roger Bannister cruza la línea de meta
Meeting entre Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda en el White City Stadium de Londres
5 de septiembre de 1952. Fotografía: Tropical Press Agency/Getty Images
En el exterior, un banco de nubes oscuras que cubría el cielo rompió de repente en un torrente de lluvia. Los paraguas que momentos antes protegían del sol desviaban ahora el mar de lluvia, que luego se convirtió en granizo, del aguacero. Ráfagas de viento soplaban por la pista y las personas expuestas se agacharon. Pero tan de repente como vino la tormenta pasó. Las nubes se abrieron y el sol regresó. A excepción de unos cuantos paraguas boca arriba, todo volvía a estar como antes. Pero no la pista, que estaba cubierta de charcos y hoyos en la ceniza donde había caído el granizo. 
 ***
Tenía un buen sentido de su ritmo, al igual que un jugador de golf experimentado sabe hasta dónde llegará una pelota por la fuerza que aplica a su swing. Sin embargo, no se trataba de una ciencia exacta. Landy sabía que había condiciones –nivel de relajación, viento, temperatura, estado de la pista, la presión de la competencia y una multitud favorable– que incidían en su velocidad. Era imposible distinguir entre una segunda vuelta a 59,5 o 60 segundos, al igual que la multitud no podía distinguirlo simplemente mirando. Lo único que Landy podía hacer era correr al cien por cien con la esperanza de que fuera suficiente. Si se daban los demás factores, batiría el récord.
 En el capítulo 13 se narran los preparativos de Roger Bannister para el día D marcado en el calendario.
Estaba decidido. La intención del jueves 6 de mayo era seguir adelante. A Bannister le quedaban menos de tres semanas para afinar la velocidad para el gran día. Los McWhirter le habían dejado bien claro que Landy competía en Escandinavia a principios de mayo y que Santee tenía la vista puesta en el torneo de Compton de principios de junio, así que la carrera en la pista de Iffley Road podría ser su última oportunidad.
 Y en el siguiente llegamos a tan esperada fecha, acompañando al británico a lo largo de la jornada. La angustia por lo ventoso del día, la preparación de los clavos, la conversación con su entrenador, el viaje en tren a Oxford, el almuerzo previo a la carrera, el encuentro con los compañeros (Chataway y Brasher) que iban a hacerle de liebres...

Chris Brasher, Roger Bannister y Chris Chataway
Oxford (Inglaterra), 6 de mayo de 1954
Getty Images
A las once en punto, bajó al laboratorio del hospital a afilar los clavos y frotarlos con grafito. Dadas las posibles condiciones, esto evitaría que las cenizas se le acumularan en la suela de los zapatos, lo que podía significar ganar unas cuantas yardas de milla. Cuando alguien se asomó al laboratorio y lo vio en la piedra de afilar, le preguntó: "No creerás que eso cambiará nada, ¿verdad?". Bannister sabía muy bien que en la batalla sobre décimas de segundos y medios segundos sí cambiaría algo. Además, había encargado los zapatos con los que pensaba correr a un zapatero especialista de Londres. "Deben ser ligeros", le había dicho Bannister al hombre que en una ocasión le proporcionó zapatos a Jack Lovelock. "Los necesito solo para tres carreras, para doce vueltas". El par resultante pesaba cien gramos, dos menos [sic] que los zapatos normales. Esto formaba parte de su plan cuidadosamente calculado. Cualquier ventaja contaba.
Zapatillas de clavos y piel de canguro utilizada por Roger Bannister para bajar de los cuatro minutos en la milla. Un comprador anónimo pagó por ellas 365.000 euros en la subasta celebrada en la casa Christie's en septiembre de 2015. Bannister donó ese dinero a distintas asociaciones y fundaciones, entre ellas una dedicada a la investigación neurológica, pues hacía tres años que había sido diagnosticado del mal de Parkinson.

 Gracias a esas páginas nos colamos en el estadio de Iffley Road junto a miles de espectadores.
Bannister, que llevaba una camiseta con tres rayas –verde, dorada y azul– y el dorsal 41, observó la pista, con los brazos colgando a los costados y el pie derecho ligeramente avanzado. Sentía el aire húmedo y fresco en la piel. Estaba en la cuarta posición desde el interior, con Chataway justo a su derecha y Brasher a dos posiciones a la izquierda. La multitud se quedó muda. Bannister se tensó y se preparó para la salida. Antes del disparo, Brasher saltó; salida nula. Después de que Brasher recibiese un aviso oficial del juez de salida, los corredores volvieron a la línea. Bannister estaba molesto porque pensaba que se habían perdido unos segundos preciosos durante los cuales el viento había dejado de soplar y que podía volver a hacerlo en cualquier momento.
 Volvió a reinar el silencio. Bannister aguardaba clavando los tacos en la ceniza para lograr una mejor tracción. Inspiró profundamente; esta podía ser su última oportunidad para ser el primero en romper la barrera de los cuatro minutos. 
Roger Bannister atravesando la cinta de meta en la histórica milla del 6 de mayo de 1954
Pista de atletismo de Iffley Road, Oxford (Inglaterra)


 Una vez conseguido el honor de bajar de los cuatro minutos en la milla, le quedaba enfrentarse a Landy y Santee, dirimir quién sería mejor en un encuentro cara a cara y sin liebres, algo que leeremos en la tercera parte del libro, subtitulada La milla perfecta, que engloba los cuatro últimos capítulos y un epílogo, abarcando el definitivo enfrentamiento en una misma carrera de los tres protagonistas, en la que fue llamada "la milla del siglo".

 Pocos días antes de que Santee parase el crono en 4:00,6
Estaba dolorosamente cerca. A seis décimas de segundo. No era nada, un parpadeo, una salida un instante más rápida, media zancada, una inclinación mayor en la línea de meta. No era nada, y lo era todo.
y 46 días después de la hazaña de Bannister, John Landy corrió en Finlandia, en la ciudad de Turku, en 3:58,5, estableciendo un nuevo récord del mundo de la milla. En dicha carrera también tomó la salida Chris Chataway, estando así involucrado en las dos millas más rápidas de la historia hasta ese momento.

John Landy bate el récord mundial de la milla (3:58,5)
21 de junio de 1954, Turku (Finlandia)
La carrera de la milla era una forma de arte creada con velocidad y resistencia. Bannister y Landy, ilustrando el hecho de que ambos elementos se podían aplicar de modos muy diferentes, tenían estilos diametralmente opuestos. Por lo que Bannister había leído y oído sobre el australiano, Landy era un "corredor en cabeza", la clase de deportista que, en la jerga del atletismo, marca un ritmo vertiginoso desde el principio y deja a sus enemigos atrás, mordiendo el polvo, incapaces de atraparlo en la última vuelta. Landy confiaba en su capacidad para juzgar el ritmo y en su nivel de forma superior para aplastar a sus rivales. Bannister era un "corredor posicional", que se mantenía atrás, dejando que atletas como Landy le llevasen alrededor de la pista, asegurándose de mantenerse lo bastante cerca –o "en contacto"– para, al sonar la campana, poder lanzar un veloz ataque final. Ambos estilos tenían ventajas e inconvenientes y, en la milla, todas las decisiones sobre el ritmo, el momento de romper el contacto y el momento de iniciar el ataque final debían tomarse rápidamente en las brumas del agotamiento. Pero los atletas pueden mejorar sus posibilidades si se preparan con antelación. Sencillamente, tenía que iniciar la carrera con la idea de que, al igual que los artistas que esbozan las líneas maestras de un cuadro, no podía saber los colores y las tonalidades que funcionarían mejor hasta después de dar las primeras pinceladas.

 Les dejo aquí el vídeo y una bonita fotografía de aquel mítico enfrentamiento en los Juegos del Imperio Británico y la Commonwealth de 1954. Wes Santee, que cumplía el servicio militar con los Marines en Estados Unidos, no recibió el permiso para viajar a Vancouver, Canadá, pero no por ello perdió emoción la prueba, con uno de los adelantamientos más icónicos de la historia.


Juegos del Imperio Británico y de la Commonwealth en Vancouver, Canadá
7 de agosto de 1954
Fotografía: Getty Images

 Ahora mismo no recuerdo si corrí alguna milla en pista, pero sí que disputé la distancia numerosas veces en circuitos urbanos. Incluso gané alguna que otra.

Pedro Delgado gana la II Milla Urbana de Navidad de Nerja
Diario Sur, 7 de enero de 1987

II Milla Urbana de Navidad
Nerja, enero de 1987
Diario Sur


Diario Ideal de Granada (Deportes) 22-10-1990
Pedro Delgado gana la IV Milla Urbana "Villa de la Zubia"

 Era una prueba que me gustaba y en la que me sentía cómodo, bueno, lo más cómodo que uno puede sentirse cuando va corriendo a toda pastilla. A veces –tuve esa suerte–, corrí junto a rivales de la talla de Steve Ovett o Steve Cram, que junto a Coe son para mi generación lo que Bannister, Chataway, Landy o Santee a la anterior; de ahí que haya disfrutado leyendo estas páginas.

Steve Ovett y Pedro Delgado en la V Milla Día de Andalucía
Granada, 28 de febrero de 1989

 Volviendo al libro, comentarles que les resumí vagamente lo capítulos para que vean que la novela no se ciñe a una sola carrera. El epílogo no tiene desperdicio, y a él volveré en otra ocasión para resaltar la talla humana de John Landy. Ahora, que recientemente falleció Bannister, no se me ocurre mejor homenaje al británico que recomendar esta lectura. Pónganse las zapatillas de casa, arrellánense en sus sillones y dispónganse a tomar la salida. ¡Lectores a sus puestos! ¡Listos!
El resto del anuncio quedó ahogado por los gritos de alegría de las mil doscientas personas que habían sido testigos de una ocasión histórica. Bannister había corrido la milla en 3:59,4; la barrera, por fin, se había roto. 
–¡Tres hurras por Roger Bannister!– gritó un joven estudiante. La multitud respondió: "Hip, hip ¡hurra! Hip, hip ¡hurra!".
Roger Bannister
(Harrow, Londres, 23 de marzo de 1929 - Oxford, 3 de marzo de 2018)

The Perfect Mile, de Neal Bascomb, editada en 2001
La Milla Perfecta, editada en castellano en 2017 por Melusina


Esta entrada está dedicada a Tomás Chincoa Gallego, quien falleció el pasado 2 de abril. Aun a sabiendas del poder del rival y de lo desproporcionado del encuentro, se midió a él con la misma entereza y coraje con la que se enfrentaba a cada carrera en su juventud. Ejemplo para todos, siempre permanecerá en nuestro recuerdo. Allá donde estés, amigo, un fuerte abrazo.



Nota: Todos los párrafos a color están extraídos de la primera edición de La Milla Perfecta de Neal Bascomb, editada por Melusina en octubre de 2017 con traducción de Blanca Rodríguez y Carlos Gual Marqués.