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La otra ciudad, de Pablo Aranda (Espasa Calpe, 2003) Fotografía: Lucía Rodríguez |
Junto al fútbol profesional del Mundial de Clubes y de la Eurocopa femenina que han retransmitido por televisión este verano, encuentro inesperadamente el fútbol de los niños de barrio o de calle en las páginas de La otra ciudad, del escritor malagueño Pablo Aranda (1968-2020).
Un poco más allá de la plaza, tirando a la izquierda y no siguiendo hacia el río, está el colegio público. Es un edificio cúbico de ladrillo visto que en la parte de atrás tiene campos de deporte. Allí empiezan los niños a jugar al fútbol, allí empezaron Paco y los otros. Es fácil entrar: por las tardes no hay clases. Al principio iban doce o trece, después incluso más. Había que tener cuidado porque en la parte alta del muro habían clavado, cuando aún estaba fresco el cemento, trozos de cristal, cristales de colores usados para las vidrieras de las catedrales góticas y para que Raúl, uno que estudiaba un módulo de diseño gráfico, se cortara una tarde en la que todo olía a sangre, un olor caliente el de la sangre oscura que les acompañó de camino a las urgencias del mismo hospital hacia donde se dirigían ahora los cuatro hombres caminando rápido bajo el sol, y donde le cosieron a Raúl, que hacía fuerzas para no llorar, tres rajas en la mano izquierda y una profunda y larga en la derecha de la que dijo una médica que por poco no le rebana un dedo, que se había salvado de milagro Raúl de los maravillosos adornos góticos del hermoso muro que separaba una calle sucia del campo de balonmano donde jugaban ellos al futbito, haciendo equipos de cinco o de seis que iban eliminándose si iban perdiendo o manteniéndose en el campo si ganaban. El que llevaba el balón solía quedarse el último cuando ya era poco probable que tuvieran que salir corriendo de allí, arriesgándose a perder el balón gastado pero siempre recién inflado en la gasolinera.
Jugaban hasta que oscurecía. Cada tarde hacían nuevos equipos, aunque éstos solían coincidir con los de la tarde anterior. Los capitanes eran normalmente los mismos, los que jugaban mejor, y a la de tres sacaban el puño derecho de la espalda con algunos dedos extendidos cuya suma daba un número par o impar, previamente elegido por uno de los dos capitanes que escogía al primero de los jugadores de su equipo. Paco solía quedarse detrás del corro que rodeaba a los capitanes y normalmente le elegían hacia la mitad, ni de los primeros ni de los últimos, porque, a pesar de que no jugaba mal, su puesto estaba en el centro del campo o atrás, distribuyendo el juego de una forma efectiva pero no espectacular, sin meter nunca goles, por lo que preferían elegir antes a otros, los que sabían encontrar los huecos en la portería contraria desde donde mandar el balón hacia el destino ansiado. Corrían, gritaban, a veces se reían de alguna caída o de algún fallo sorprendente, a veces dos se liaban a puñetazos por una discusión del partido y había que separarlos y seguir, o terminar la tarde de fútbol entre insultos, para volver al otro día como si nada hubiera pasado. Después del partido, extenuados, sudando, saltaban de nuevo el muro, algunas veces, ya de noche, arriesgando las manos y las piernas y la cara, recordando en silencio muchos, cada vez que saltaban, la tarde aquella en que Raúl se cortó y los miró desde arriba con la cara desencajada y las manos chorreando sangre, burlándose todos del que tardara más en saltar o del que cayera mal. Las tardes de fútbol serían el primer paso para muchos –como Paco– en la carrera futbolística que podría convertirlos en estrellas del barrio si llegaban a jugar en el equipo de un modesto club de por allí cerca que jugaba con equipos de otros barrios y, muy raramente, con el de algún pueblo pequeño. Paco pasaría a jugar en uno de los equipos de ese club humilde, y los domingos que no estaba en el banquillo miraba desde el campo de tierra hacia las breves gradas vacías imaginando que estaba allí Laura, la muchacha a la que amó, o creyó amar, los primeros años del instituto.
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Colegio Lex Flavia Malacitana Fotografía: Pedro Delgado |
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También estaba allí Raúl, con las manos vendadas. Raúl estaba en el mismo instituto, pero en lugar de mecánica estudiaba un módulo de diseño gráfico. Pero aunque no estudiara mecánica se juntaba bastante con ellos Raúl porque era de los que jugaba al fútbol hasta que una tarde, saltando el muro del colegio al que iban a jugar al futbito, con las maravillosas porterías de balonmano que una tenía hasta red, se cortó las manos con los cristales que había en la parte alta del muro, para que nadie saltara, cortándole las manos a Raúl que con los otros había transgredido normas habladas y escritas que no permitían el uso de las canchas de deportes a los que no fueran alumnos del colegio, y menos aún a esas horas que iban ellos en las que no había nadie, y era una lástima que el pobre niño ese tuviera ahora las manos vendadas y cosidas que cualquiera sabía si iba a poder usarlas como antes, pero que al menos iba a servir para que no entraran más, coño con los niños, que podrían jugar en la calle como se ha jugado toda la vida de Dios, pero ellos tienen que jugar en un campo pintado y con porterías los niños, y si se hubiera matado el niño ese de las manos vendadas son capaces de cerrarnos el colegio o cualquiera sabe qué, coño, a ver si sirve para que jueguen en el río, o donde sea, pero los niños del barrio no dejaron de ir e incluso estuvieron pensando en alguna forma de quitar los cristales del muro como un extraño homenaje a Raúl o una venganza triste que no pudo hacerse porque no se les ocurrió nada, ya que si llegan a romper los cristales como proponía Fali habría sido aún mucho más peligroso saltar. El que no volvió a ir más fue Raúl, claro, que, además de la bronca que le echó su padre tú es que eres tonto, niño, a quién se le ocurre que como yo te vea andar con esa chusma con la que te vas se te acaba la calle, y encima te doy un guantazo que verás, y además de la bronca, digo, está el miedo que le cogió Raúl a los cristales y a los muros y a que por favor se me queden bien las manos y pueda usar el ordenador el instituto y comer y hacerme pajas y entonces, si me quedo bien, prometo que nunca más voy a saltar el muro del colegio ni jugar al fútbol, pero sí me voy a ir con la gente de la calle, porque si no con quién me voy a ir si ellos son mis amigos, y no volvió más Raúl a subir el muro que separaba una calle llena de baches, convertidos en charcos en invierno, de un campo de balonmano que era perfecto para jugar al futbito, y no volvió más Raúl a pesar de que las manos se le quedaron muy bien, sólo la cicatriz que le cruzaba una de ellas. Al principio la llevaba siempre en el bolsillo para que nadie se la viera y que después, sin embargo, al ver el éxito que tenía en el instituto, déjame ver la mano, Raúl, enséñame la herida, jo, que pedazo de cicatriz, parece que te han dado un tiro, tío, empezó Raúl a estar orgulloso de su mano marcada como si fuera mérito de él el haberse quedado allí arriba parado, chorreando sangre e inundándolo todo de un olor caliente que mareaba el olor a sangre, y al día siguiente todavía estaba allí el rastro de sangre, pero perdido ya el color rojo fuerte, no el rojo de un tomate, no, más fuerte todavía, como el de la camiseta que llevas puesta o más todavía. Pero los que fueron a ver la sangre al día siguiente sólo encontraron una mancha de pintura seca del color del vino tinto, del de la sangre cuajada de una gallina que ya lleva unas horas muerta. No volvió Raúl al fútbol pero sí al instituto y pudo volver a manejar con habilidad el ratón del ordenador de la clase y conseguir años más tarde el título de diseñador gráfico [...].
Y junto a esas imágenes de fútbol callejero, estampas de la adolescencia y de los tiempos del instituto, viaje de estudios a Portugal incluido, un viaje que me recuerda al que hice yo con los alumnos del I.E.S. Miraya del Mar de Torre del Mar con motivo de la Expo'98.
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Taller de mecánica del I.E.S. La Rosaleda Fotografía: Lucía Rodríguez |
–Dame la llave inglesa.
Paco iba siguiendo las instrucciones de Ricardo, Richa, que no levantaba la vista. Se le veía seguro, sabiendo lo que tenía entre manos. Apenas había hablado antes con Richa, su compañero de clase y, ese día, de taller. Era grande, o gordo, no sabía Paco cómo describirlo, o grande y gordo. Llevaba a menudo Richa camisetas negras con dibujos satánicos y nombres de grupos de música extranjeros que Paco no conocía, melenas, un pendiente. Por lo que contaba en los recreos, le gustaban las peleas. Mucho después, cuando él y Paco ya eran inseparables, le contó que en la época del instituto él era heavy porque no podía ser hippy, que lo que a él le hubiera gustado habría sido tener barba y pasar de todo, pero que sólo le salían tres pelos asquerosos. Andaba como si estuviera en la cubierta de un barco, moviendo los hombros a izquierda y derecha. No soportaba que le dijeran gordo. Se le daba bien la mecánica, él decía que eso era porque los fines de semana ayudaba a su hermano a arreglar la moto, pero en realidad su hermano no tenía moto.
En el taller del instituto solían trabajar por parejas. El profesor explicaba algún ejercicio y el resto del tiempo estaban ellos solos. Si tenéis alguna duda –decía el profesor– me preguntáis. Pero nadie se atrevía a levantar la mano porque tenía muy mal pronto: enseguida se ponía a gritar, e incluso a insultar.
Sobre la mesa dormía un motor que había que desmontar para volver a colocar cada pieza en su lugar después. A Paco le gustaban estas clases prácticas porque tenían que estar cada uno a lo suyo, no mirando atentamente a un profesor que casi siempre era un aburrimiento explicando. Le gustaba la mecánica, pero él, al contrario que Richa, prefería los coches a las motos, aunque su hermano, Manolo, príncipe de los futbolines y terror de madrileños y hermanos chicos, sí que tenía una moto que no reparaban juntos porque nunca le había dejado ni siquiera que se diera una vuelta. Parecía un quirófano; Richa, el cirujano seguro y autoritario, Paco, el enfermero atento y solícito. Paco le dio la llave inglesa.
–¿Y esta tuerca? –preguntó Paco cuando ya sólo faltaba unir las dos partes del motor: había quedado una tuerca sola que habían olvidado enroscar no sabían dónde.
–¿Esta tuerca? –preguntó Richa quitándosela de la mano a Paco–. Pobrecita aquí tan sola y tan chica. Pues habrá que llevarla a casita con mamá.
Y la dejó dentro del motor, suelta, después la pegó a un lado con un poco de pegamento para que no sonara el clinc clanc clinc de pieza suelta. Cerró el motor.
–¿No os ha sobrado nada? –preguntó el profesor.
–No, éste controla de motores –respondió Richa señalando a Paco.
***
Portugal es una carretera muy larga llena de coches que van como locos. Una carretera estrecha de un asfalto muy negro con árboles a los lados y tiendas de cerámica con los productos en el suelo. En Portugal los hombres tienen patillas largas, como el Pelusa, y la piel morena. Las mujeres, el pelo negro, largo. Portugal es una venta en la mitad de una carretera larga donde los camareros hablan español con un acento muy raro, mezclándolo con unas palabras que no se entienden: a los dulces les dicen bolos y a la calle rua. Portugal es el Cura nervioso, gritando, repitiendo normas, el número del autobús –no os vayáis a equivocar– en el que viajamos, tenéis media hora para merendar, sí, sólo media hora, porque esta noche hay que llegar a Lisboa. Portugal es Lisboa, el sonido de la palabra Lisboa. Portugal es un viaje en autobús repitiendo la palabra Lisboa, poniendo la boca así para pronunciarla. Portugal es Pelusa intentando hacerse amigo de Paco, Richa diciendo tonterías mientras todos ríen, hasta el profesor de ética se ríe cuando Richa habla. Portugal es el Cura enseñando una postal que ha comprado para que se la mandemos a Raúl, que le pongamos algo a nuestro amigo Raúl: Raúl esto es muy bonito y está lleno de negros. Raúl, cuando te pongas bueno vamos a venir otra vez. Raúl, aprovecha que no estamos y lígate a todas, que a las niñas les gustan mucho las manos gordas, todo gordo (cogotazo del Cura). Raúl, el profesor de ética va a invitarnos a todos a cenar (risas).
Portugal es el miedo a cruzar terrenos extraños, a mirar un mapa sin comprenderlo bien, a salir de este punto negro y llegar hasta aquí donde pone Lisboa. Portugal es ver desde un autobús el cielo que va cambiando de color, como si estuviera ardiendo a lo lejos, rosas intensos, violetas. Portugal es enviarle una postal –la primera vez que le escribes a alguien– a Carmen. «Hola Carmen, Portugal es muy bonito y estamos en Lisboa. La comida está muy buena. A la perrilla no me la he podido traer. Dale un beso a la Rosa y otro para ti. Adiós. Paco (el de la calle).»
Portugal es llegar a Lisboa muy cansados y venga a dar vueltas por las circunvalaciones porque el conductor del autobús se ha perdido. Una hora, dos horas para entrar en Lisboa. Lisboa es un hotel donde por la mañana ponen una mesa larguísima toda llena de cosas de comer y tú puedes coger todo lo que quieras: huevos, salchichas, magdalenas, bizcochos, cereales, yogures, lonchas de jamón, de queso, de salchichón, zumos, café. El Cura que no seáis guarros comiendo, que lo hacéis por gracia pero no tiene ninguna, que parecéis niños chicos y tú, Ricardo, para ya de comer, que vas a reventar, sí, tú, Ricardo, Richa, o como te digan, que nos van a echar del hotel, a ver si os comportáis. Portugal es compartir habitación con Richa, una habitación con un balcón y con un cuarto de baño en la misma habitación, como en las películas, y hasta una radio que no funciona y una nevera con botellitas que las abres, las de ginebra, ron y vodka, las mezclas con los refrescos que se compran en una tiendecilla como las que hay en España, y se vuelven a meter en la nevera llenas de agua para que no las cobren. Portugal es la borrachera tan asquerosa que pillamos aquella noche en el hotel.
En Lisboa hay una plaza grande cerca del puerto con unas estatuas de mujeres gordas que dice el profesor de ética que no están siempre ahí porque es una exposición –tú, bájate de esa escultura– de un escultor muy famoso. Desde allí se va, por una calle peatonal llena de tiendas, a otra plaza con muchas flores que queda al lado de una cuesta empinadísima que se sube en un tranvía como el de la diapositiva que nos pusieron antes de salir. Da vértigo, susto, ese tranvía: la ciudad va quedándose ahí abajo mientras tú te elevas lentamente; algunos se reían con nerviosismo. Había en el tranvía una pareja que también eran españoles y que, al llegar arriba, ella le hacía fotos a él como si se estuviera subiendo. Y cuando estás arriba lo ves todo desde arriba. Hay un parque con viejos que juegan a las cartas en unas mesas metálicas y un parque muy chico al lado de una iglesia con una vista bárbara.
Paco no lo podía creer: la foto de la enciclopedia que vio en la biblioteca del instituto estaba hecha desde allí, seguro, los dos niveles de tejados, la catedral, el río. Se quedó un rato mirando aquella vista impresionante y cuando se dio cuenta los otros habían seguido subiendo y en aquel lugar, en los bancos del parque, sólo estaban él y la pareja de españoles: él haciéndole fotos mientras ella comía chucherías. Le entró un miedo nuevo a Paco: estar perdido en una tierra donde nadie le entendería, no podría ni volver al hotel. Corrió y los encontró enseguida. Continuaron subiendo hasta un castillo que hay en Lisboa. La ciudad, abajo, se ve como si fuera un plano de ella misma. El profesor explicó alguna cosas y lo que más les llamó la atención fueron los cañones que apuntaban al mar (historias de invasiones y asedios marítimos, de abordajes piratas, ocuparon las mentes de la mayoría). Preguntó el Cura quién había subido alguna vez al castillo de la ciudad de donde venían y de la que eran todos. Ninguno.
Y más fútbol, porque muchas veces el fútbol se te queda dentro y te acompaña en tu vida, aunque solo sea como forma de espantar por un rato los problemas.
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Alumnos de 4º del I.E.S. Isaac Albéniz de Málaga, curso 2024-2025 Fotografía: Pedro Delgado |
–Lo bueno del fútbol es que cuando estás en el campo el resto no existe. Además, sales nuevo.
–Que no, Paco, que no pienso jugar –dijo Richa–, que saldrás todo lo nuevo que tú quieras, pero hecho polvo. Yo prefiero que luego nos veamos, tú nuevo y yo fresco. Si tú quieres jugar pues juega, muy bien, pero déjame tranquilo a mí, yo ya tengo bastante con agacharme para sacar una llave de la caja de herramientas, y no lo digo en broma, ¿eh?, que así te haces polvo la espalda, chaval, que te lo digo yo. Y no me creo yo que si tienes un problema vaya a irse porque estés hora y media corriendo detrás de una pelota y tragando la arena del campo, que si al menos fuera de césped mira, pero así, puf, que no, tío, que no me convences.
–No te enteras, Richa, no he dicho que los problemas se vayan, lo que hay siempre está, lo que he dicho es que cuando estás en el campo lo demás es como si no existiera, no que se vayan sino que es como si se fueran, porque por un rato grande no te has acordado.
–Lo que tú quieras, pero cuando salgas ahí están de nuevo. Te has cansado y sigues teniendo el problema, ¿eh? Pues yo prefiero tener un problema si lo tengo que tener, pero sin estar cansado.
–Sí, cuando sales el problema está otra vez ahí, pero lo ves de forma diferente porque ha habido un rato sin problema, lo ves como desde lejos, como si fuera un poco un problema de otro, Richa.
–Yo, qué quieres que te diga, a mí nunca me ha gustado el deporte y esta barriga no me la quita nadie, entre otras cosas porque a mí no me da la gana. A mí me parece muy bien que juegues, ¿no voy a veros jugar cuando jugáis aquí?, ¿eh? Di. Pues entonces. El fútbol está bien, pero para los demás. Y coge a la perra que esa gente que viene por allí trae un perro grande, a ver si va a pisarla y te la revienta, mira, mira cómo se acerca, qué cagona es, seguro que ha olido al perro ese, ven, bonita, ven, no le hagas caso a tu amo, perrita bonita, que seguro que no te da ni de comer, sólo pensando en correr detrás de una pelota y entonces el resto no existe y se le olvida al cabrón darte de comer. Anda, perrita, pídele un cigarro a tu dueño y me lo das, pero no le digas que es para mí.
Paco siempre terminaba por sonreír, con Richa no se podía discutir y menos enfadarse. Sacó un cigarro y se lo pasó a Richa que había cogido a la perra.
–Perrita bonita –dijo Richa dirigiéndose a la perra–, dile a tu amo feo que me dé fuego porque todavía no he aprendido a fumarme un cigarro apagado, que cuando aprenda ya le avisaré, o no, no le avisaré, mejor me voy al circo y me forro de billetes de todos los colores.
Paco sacó el mechero y le dio fuego. Sacó otro cigarro del paquete y se lo puso en los labios. Ya estaba oscureciendo.
–Vaya la que le ha dado hoy a tu amo con el fútbol –siguió diciendo Richa que sujetaba por el hocico a la perra, sosteniéndolo junto a su cara, mirándola desde muy cerca–, se le ha metido en la cabeza esa tan dura que tiene que yo tengo que jugar al fútbol y hasta que no me vea en la portada del Marca no va a parar.
–Yo no te he dicho nada de que yo quiera que tú juegues. Tú me has preguntado que por qué entreno y yo te he contestado, ya está.
–Sí, lo que tú quieras, pichichi, pero te conozco como si te hubiera parido, si no te llego a parar los pies habrías seguido un rato hablándome del fútbol como lo mejor del mundo, que te ha faltado poco para decir que si juegas se te irán los problemas, ¿eh?, y después habrías seguido diciéndome que me pasara un día por un entrenamiento y allí ya te las arreglarías para que yo acabara entrenando.
–Que no, Richa, que no, si tú no puedes ni correr un ancho del campo.
–¿Que no, chalao? Y te saco ventaja y todo. Eso sí, me tienes que dejar que yo vaya en la moto.
Así, apoyados en los pilares del puente, con la perra correteando alrededor de ellos y olisqueándolo todo, pasaban muchas tardes, hablando de cualquier cosa, a veces callados. De cuando en cuando también iba con ellos Pelusa, alguna que otra vez Fali, los cuatro que un día de agosto cruzarían lo que quedaba de barrio bajo el imponente sol de la tarde, camino del hospital donde Nadia estaba a punto de tener un hijo.
Hay en las páginas de La otra ciudad «niños llenos de problemas por el barrio en el que les había tocado nacer», y críos que se hacen hombres y mujeres débiles que se hacen fuertes.
A la salida del instituto había revuelo. La gente se agrupaba en la puerta, lenta, impaciente. Como la sangre saliendo a borbotones: de repente salían unos cuantos de golpe y al momento había un tapón de varios segundos en los que no salía nadie.
–Seguramente hay pelea –comentó alguien que iba detrás de Paco.
Paco pensó que no era una pelea, que la gente que obstaculizaba la puerta formaba un corro demasiado pequeño para una pelea. Tal vez un accidente. Cuando estaba más cerca –Paco iba acercándose sin prisa pero alerta, había algo que no le gustaba– se dio cuenta de que era alguien que contaba: el Chino, uno de los que vendía chocolate allí en el instituto, uno de los que al principio le miraban con respeto y le preguntaban, aunque en realidad no se tratara de una pregunta, sino de un saludo a alguien divinizado, que si él era el hermano de Manolo. El Chino contaba, la gente alrededor. Ya ni le saludaban porque Paco, cuando le hacían esas preguntas, no contestaba. Tenía fama de raro Paco en el instituto. Era callado, pero le respetaban, al principio porque vino precedido de la leyenda de que un hermano de Manolo el de la plaza iba a entrar en el instituto y todos pensaban –empezando por ellos mismos– que iba a relacionarse con el Chino y los otros, pero apareció Paco y se iba solo, y después con el gordo ese del pendiente y las melenas, con el Pelusa y Fali, con la gente del fútbol, se iba con los de mecánica que en los recreos se tomaban los litros de batido como si fueran de cerveza, sentados en el suelo y pasándoselos de unos a otros, con algunas niñas, dedicando las tardes a desmontar, con los otros con quienes se iba, algún motor y volver a montarlo, el de la moto de uno de ellos, que iban a lo suyo pero que si se les picaba se liaban a tortas con quien fuese, que iba aprobando los cursos, sin buenas notas pero sí a curso por año. Que miraba de una forma rara. Como si tuviera fuerza en la mirada, una mirada que no se detenía en las otras pero que si lo hacía no se sabía lo que quería decir esa mirada que desconcertaba. Era callado, pero le respetaban a Paco.
Y junto a todos ellos está la voz enorme y personalísima de un escritor al que nunca vamos a olvidar.
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Pablo Aranda. Fotografía: Julián Rojas |
Desde aquí, clicando en el enlace, les invito a leer mi reseña de La otra ciudad y a volver a sus páginas:
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La otra ciudad, de Pablo Aranda (Espasa Calpe, 2003) Fotografía: Lucía Rodríguez |
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