Queridos amigos y lectores, ésta no es la típica felicitación navideña en la que se os desea unos días entrañables en compañía de la familia, y salud, dinero y amor para el nuevo año 2015. Por supuesto que suscribo todas esas palabras, pero junto a ese ¡Feliz Navidad! os mando un S.O.S navideño.
En 2009 viajé hasta el Círculo Polar Ártico con mi hijo mayor, que por entonces tenía 9 años, para ver a Papá Noel. Fue un largo viaje en tren desde Málaga, 31 días inolvidables que quedaron plasmados en un manuscrito que lleva por título No subestimes el poder de Santa Claus (Santa Claus va tachado en el título y debajo lleva anotado con letra de niño Papá Noel). Creo en la magia de la Navidad y en que con vuestra ayuda ese libro podría estar en las librerías las próximas navidades. Para ello necesito que compartáis este post en vuestro facebook, que lo tuiteéis, que lo reenviéis a vuestros amigos..., a ver si así le llega a la persona adecuada, de la editorial ídem, y el sueño se cumple.
Y por supuesto, para que veáis que la historia merece la pena, os anoto aquí la sinopsis y los primeros seis capítulos. ¡¡FELIZ NAVIDAD!! Y RECUERDA: NO SUBESTIMES EL PODER DE SANTA CLAUS.
NO SUBESTIMES EL PODER DE SANTA
CLAUS
(Santa Claus va tachado y debajo,
con letra de niño, pone Papá Noel)
Pedro
Delgado Fernández
pedrodelgadof@gmail.com
“Bueno, ya sabes cómo
son estas cosas: un amiguito en el recreo te desvela el secreto de Papá Noel, y
a partir de ahí comienza a fastidiarse la cosa. Uno empieza a dudar, y la más
tierna de las inocencias se va al garete”.
Esta es la historia de un padre empeñado en
salvar la magia de la Navidad, en demostrarle a su hijo que Papá Noel existe, y
también es la crónica de un viaje en tren de más de 9.500 kilómetros, una
aventura en la que tuvieron que atravesar Europa desde el sur de España hasta
el norte de Finlandia, allá donde el Círculo Polar Ártico traza una curva y
vive el más maravilloso de los personajes. Y sobre todas esas cosas, es una
hermosa manifestación del amor de un padre por su hijo.
1
La
Navidad llegó a nuestra casa aquel invierno antes que nunca. Normalmente
montábamos el árbol y decorábamos la casa en la primera semana de diciembre,
pero aquel año queríamos dejarlo todo preparado antes de nuestro gran viaje.
Íbamos a viajar durante un mes con el
InterRail. Aquel billete, mítico para mi padre, era una especie de pase mágico
que le había permitido recorrer en su juventud toda Europa. A él, a mamá, y a
millones de mochileros que habían hecho del pase un modo de vida. Así que
hablaba de él con la misma devoción con la que lo hacía de Arconada, de Elvis
Presley o de sus antiguos cómics de la Marvel.
Nuestro destino iba a ser la ciudad
finlandesa de Rovaniemi, allá en Laponia, donde el Círculo Polar Ártico trazaba
una curva. Aquel viaje había sido largamente postergado: desde que tenía 7 años
más concretamente. Un día, cerca ya de las vacaciones de Navidad, alguien me
dijo en el colegio que Papá Noel no existía. Que eran los padres. Cuando se lo
conté a papá, éste abrió los ojos todo lo que pudo, arqueó las cejas y me dijo
muy serio: “Que va Enzo. Lo que pasa es que esos niños se portan tan mal que
Papá Noel no les trae nada. Y sus padres, para que no lloren, les tienen que
poner algunos juguetes. ¿A que esos niños son los más traviesos de la clase?”
Asentí con la cabeza. “Enzo, muchas cosas de Papá Noel son difíciles de creer:
trineos tirados por renos voladores, el recorrer todo el mundo en una noche, el
asunto de la chimenea, que los juguetes los hagan los duendes pero pongan made in china… Es lógico que, a cierta
edad, los niños empecéis a pensar que todo es una broma; pero créeme que
existe. Y vive en Rovaniemi. En Finlandia. A cuatro mil kilómetros de aquí”.
Entonces, papá me dio un fuerte abrazo, y dijo las palabras mágicas: “Yo te
llevaré a verlo”.
Aquella promesa quedó mucho tiempo en el aire,
pero finalmente, papá demostró ser un padre de palabra, alguien en quien se
podía confiar.
2
Yo
vivía con mis padres y con mi hermano Pedro en la Colonia Santa Inés, en una
calle que llevaba el nombre de un cantero y que hacía esquina con la de un
político y militar chileno a un lado y con la de un famoso escritor inglés al
otro. Papá era profesor de Educación Física, pero en realidad lo que quería ser
era escritor, y si hubiese podido, creo que de buena gana habría cambiado
nuestra puerta de Alonso de Higuera a Charles Dickens. En el pasado, el barrio
llegó a tener una fábrica de ladrillos, y aún quedaban las casas bajas de los
antiguos trabajadores, alguna que otra chimenea y la laguna que se formó donde
antes extraían el barro. En el colegio tuvimos que hacer el curso anterior un
trabajo sobre el pasado industrial del barrio: La Colonia St. Inés, mi barrio.
Mi padre decía que, después de vivir en el centro, esto le parecía un
pueblo. La verdad es que yo también echaba de menos la casa del centro. Creo
que todos la echaremos de menos siempre.
Mi casa de ahora quedaba a 189 pasos del
colegio. A 189 pasos míos, porque mi hermano necesitaba 91 pasos más. Era algo
normal, ya que Pedro tenía 3 años menos. En la hora de tutoría, papá había
consultado el asunto del viaje con mis maestros. Afortunadamente, yo era un
buen estudiante, así que ninguno puso inconvenientes. Es más, ambos estaban
seguros de que aquel viaje iba a ser de lo más instructivo. “Una experiencia
enriquecedora”, dijeron más concretamente. Pero claro, también estaba el tema
burocrático: obtener el permiso de la directora y del inspector de la zona. Papá
pensó que si les decía a éstos el motivo real, pondrían pegas, por lo que
decidió no solicitar permiso alguno. Ya justificaría mis faltas a la vuelta con
un socorrido “Asunto familiar inexcusable”. De hecho, pensándolo bien, no se
trataba más que de eso, pues ¿no era un asunto familiar llevar a un hijo de
viaje? Mi padre también decía que era inexcusable, porque pronto cumpliría 10
años. Creía que, de aguardar algún año más, no viajaría con la misma ilusión. Yo
estaba algo preocupado por tener que ocultarlo todo, pero papá lo tenía muy
claro. El primer día de tutoría nos habían dicho que lo que se buscaba en 5º de
primaria era que los alumnos fuesen autónomos, responsables, que adquiriesen
hábitos y que tuviesen una actitud respetuosa y tolerante, y aquellos cuatro
puntos iban a regir según él nuestro viaje. Amén de todo lo que decía que iba a
aprender durante nuestro recorrido.
Otro asunto distinto fue en el instituto de
mi padre.
3
Papá
trabajaba en un instituto al que yo iba de visita en algunas ocasiones. Más que
nada para jugar con el ordenador, pues en casa no teníamos internet. Tampoco
consolas. Mi padre decía que le restaban tiempo a los juguetes y a la lectura.
Hablaba de una balanza imaginaria: en un platillo estaban todos los juguetes y
libros que teníamos, y en el otro la Nintendo
DSi, la Wii o la play. Según él,
este segundo platillo, a pesar de abultar menos, pesaba mucho más que el otro.
Como si se tratase de una maldición bíblica, tener una maquinita equivalía poco
menos que a abandonar los juguetes y la lectura, algo que podía empobrecer
nuestra imaginación. “Nuestra creatividad”, decía más concretamente. Así que
ahora, que iba a llevar en persona la carta a Papá Noel, esperaba conseguir por
fin la ansiada DSi. Papá decía que no
le importaba mucho si me la traía, pues el gusanillo de la lectura ya estaba
inoculado en mí, y, aunque la mayoría de los niños de mi clase ya no jugaban
con juguetes, yo todavía no había renunciado a ellos. El objetivo, decía como
si se tratase de una acción bélica, ya estaba conquistado. Lo que no estaba
conseguido era lo de su permiso. Papá lo había solicitado para un mes en el
trabajo, pero éste le había venido denegado. Él decía que la culpa la tenía la
coletilla, según necesidades, que
figuraba en el cuadrante de licencias y permisos, junto al apartado que recogía
que todo trabajador tenía derecho a pedirse tres meses sin sueldo cada dos
años. El director había firmado su consentimiento con otra coletilla: siempre y cuando envíen a un sustituto.
Pero debido a la crisis, la Delegación no tenía intención de mandarlo, con lo
que denegó el permiso. Papá me lo dijo el mismo día que se lo comunicaron. Me
quedé triste y mudo durante un buen rato, y ambos nos pasamos una semana
dándole vueltas a aquellas palabras: Atendiendo
al informe emitido por la dirección del Centro. Para mí aquello suponía una
putada, y eso que la palabreja estuvo a punto de costarme un castigo. En
realidad para él también lo era. Estaba tan cabreado que hasta le costaba
dormir. Rovaniemi nos parecía entonces un lugar imposible, una ciudad lejana
adonde yo no llegaría nunca.
4
Papá
decidió pelearlo. Habló con el jefe de personal de la Delegación, y convenció
al director para que volviese a escribir otro informe sin la dichosa coletilla.
Ansiedad, tila y valeriana fueron
las palabras más escuchadas en casa aquellos días. Y mientras esperábamos la
nueva resolución, los folletos de las oficinas de turismo de los distintos países
por los que íbamos a pasar seguían llegando al buzón. Papá no quería ni
mirarlos, y los fue acumulando sobre la mesita del teléfono.
Nos tuvieron en vilo hasta la última semana,
pero en cuanto recibimos la aprobación telefónica, volvimos a sonreír. El nudo
que sentíamos en la garganta y el estómago se deshizo de pronto, y, esa misma
tarde, con la sonrisa aún dibujada en la cara, nos fuimos a comprar los
billetes.
Mi padre se había criado en calle La Unión,
muy cerca de las vías del tren, y de pequeño solía jugar entre los mercancías y
las pirámides de piedras sueltas que transportaban, así que el pitido de las
locomotoras, el traqueteo de las ruedas de los vagones y el chirrido de los frenazos
estaban en su memoria y podía sentirlos de una forma muy clara.
La
estación quedaba cerca de la casa de la abuela, pero ahora que la habían
reformado no se podía llegar a ella andando desde las vías. Papá sentía cierta
aversión por aquella nueva estación, a la que calificaba de megamoderna e
impersonal. Me explicó que la habían tenido que retranquear unos centenares de
metros para adosarle aquel monstruoso centro comercial, y que no tenía
comparación con la antigua, toda recogidita, en la que uno podía acceder a los
andenes sin problemas, y no como ahora que sólo podían pasar los que tenían
billete. Lo único acertado, según él, era el nombre: Estación de tren Málaga-María
Zambrano, que hacía honor a una escritora y filósofa malagueña: una mujer
mayor, con grandes gafas, en la foto del recorte de prensa que guardaba mi
padre en la biblioteca.
Cruzamos por delante de los escaparates de
las tiendas y entramos en la sala donde despachaban los billetes. Cogimos
número y aguardamos a que éste apareciese en la pantalla. Entonces nos
detuvimos delante de la ventanilla sobre la que parpadeaba nuestro número.
“Buenas tardes”, dijo papá. “Veníamos a por dos billetes de InterRail”. Al oír
aquellas palabras, sentí un estremecimiento y un agradable cosquilleo inundó mi
cuerpo. Entonces comprendí que una aventura estaba a punto de empezar.
5
El
día antes de partir era el tipo más feliz que había en el colegio. Mi padre me
pidió que lo mantuviese en secreto para que no llegase a oídos de la directora,
así que sólo se lo conté a dos amigos de confianza. De todas formas, no me
creyeron. Dijeron que era un cuentista. Así que decidí mantener la boca
cerrada. Si mis mejores amigos no me creían, cómo me iban a creer los demás.
Además, temía que se pudiesen reír de mí; pues yo era el más pequeño de la
clase y ninguno de mis compañeros de pupitre creía en Santa Claus. Papá siempre
decía lo mismo, que esos niños estaban creciendo más rápido de la cuenta,
“demasiado rápido”, y que nadie debía subestimar el poder de Santa Claus. Pensé
que a la vuelta tampoco me creerían.
Aquella misma tarde, para sorpresa mía y de
mis padres, algunos niños del cole comenzaron a pasarse por casa. La mayoría
eran de la clase de mi hermano Pedro, que estaba en 1º de primaria, y venían
con una carta en la mano acompañados de sus padres. Estaba anocheciendo cuando
dejaron de pegar a la puerta. Papá miró nervioso el montón de cartas que había
en el recibidor y se sirvió una copa. “Sólo hace falta que salga en los
periódicos”, resopló. Mamá sacó de su bolso unas cuantas cartas más. “Son de
los primos”, dijo añadiéndolas al montón. “Y ésta de tu hermano llévala aparte,
con la tuya”. “Como la pierdas te mato”, dijo Pedro frotándose un puño mientras
impostaba la voz. Papá me miró con cara de resignación. “Enzo…, me parece que
vas a tener que llevar una mochilita para las cartas”.
Esa noche me fui a la cama pronto, aunque
sabía que iba a costarme mucho conciliar el sueño. Todos estábamos nerviosos en
casa, menos papá, que estaba acostumbrado a aquello de viajar. Para él el mundo
empezaba y terminaba en nuestra casa, a la que regresaba después de cada viaje
para convertir en literatura sus experiencias. Recuerdo que de pequeño temía
que no volviese, que se quedase por ahí enredado en algún río o alguna montaña.
Mientras me arropaba, papá me explicó que cuando uno llega a viejo, no se
recuerdan los días, sino los momentos. Y que dentro de esos momentos, los
vividos en la infancia tenían un cariz especial. “Todas las personas mayores”,
decía, “tienen imágenes de su infancia que siempre les acompañan, y por ello
esas imágenes deben ser lo más felices posibles”. Quizás era eso lo que él
también pretendía con aquel viaje: llenar mi cabeza de futuros recuerdos.
6
Partimos
de MÁLAGA la mañana del 21 de noviembre de 2009. En la estación nos esperaban
los abuelos. Los abuelos eran en esta ocasión los padres de mi padre. Papá les
dio un fuerte abrazo, y a punto estuvo la abuela de ponerse a llorar. Pedro se
pegó a papá, puso esa vocecilla infantil que tan tierno le ponía, y le recordó
las últimas instrucciones sobre su carta: quería que le añadiese algunas
cosillas. Mi padre lo cogió en brazos y lo estrujó, llenándole la cara de
besos.
Antes de pasar el control de seguridad de acceso
a la estación, y mientras la abuela nos repetía unas cuantas veces que
tuviésemos cuidado, papá besó a mamá en la boca y volvió a estrecharla entre
sus brazos. Pedro quería acompañarnos hasta el andén, pero el guarda le dijo
que no estaba permitido pasar sin billete. Papá se quejó de que las estaciones
de tren se pareciesen cada vez más a los aeropuertos. Mamá se cameló a Pedro
diciéndole que nos despidiera desde el ventanal de la estación, la cristalera
que la separaba de una de las galerías comerciales, y allá que se fueron
mientras nosotros colocábamos el equipaje en la cinta transportadora y
pasábamos por el arco de seguridad. La maleta, la mochila en la que papá había
metido nuestros chaquetones y los pantalones de esquí, y mi mochilita
atravesaron renqueantes el túnel del escáner, y, durante unos segundos,
apareció en la pantalla del monitor una radiografía de todas nuestras
pertenencias.
Cuando
volvimos a ver a Pedro, corría y brincaba diciéndonos adiós con las dos manos.
Todos habíamos pensado en una despedida a lo grande, con medio cuerpo fuera de
la ventanilla mientras agitábamos un pañuelo, pero nuestro vagón estaba al
fondo, muy lejos de donde terminaba el ventanal, así que tuvimos que
conformarnos con saludarles con la mano desde el hall antes de arrastrar
nuestra maleta. Mamá llegó corriendo hasta la altura de Pedro, y nos sonrió
nerviosa. Nos detuvimos unos instantes. Papá les tiró unos besos, y ellos nos
los devolvieron desde detrás del cristal. Agitamos una vez más nuestras manos;
y allí quedaron, apoyados el uno en el otro, mirando cómo nos alejábamos.