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domingo, 18 de julio de 2021

EL CORREDOR Y SU SOMBRA


El corredor y su sombra, de Olivier Haralambon (Editorial Melusina)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Como todos los veranos, las imágenes televisivas del Tour nos llevan la ronda gala a casa. En mi caso, imagino que como en muchos otros hogares, si alguien mirase por una mirilla podría verme recostado en el sofá, amodorrado por el almuerzo y el suave murmullo del aire acondicionado, con un ojo cerrado y el otro en el televisor, con los oídos atentos al comentarista, aguardando a que las rampas se pongan más serias y se produzca algún demarraje –uno de esos duelos entre escaladores digno de un western–,  a un descenso vertiginoso con los corredores volcados sobre sus bicicletas como flechas extraídas de un carcaj, o a un esprint masivo en el que un estornudo arroje al mejor velocista a la línea de meta.

 Desde hace unos años, intento hacer coincidir alguna de estas clásicas ciclistas con la lectura de algún libro relacionado con el tema, algo que complemento con alguna que otra salida con la bicicleta: una vuelta rápida por La Fresneda y Junta de Caminos o una ruta más exigente que me lleva hasta Almogía o algún otro pueblo cercano. Cambiar por unos días los repetitivos y traumáticos contactos con el suelo de la carrera por el sutil equilibro entre las gomas de las dos ruedas.

Sigo apegado a mis pequeñas devociones y siempre me acabo lanzando sobre la bici después de haber visto una carrera en televisión, con miedo de dejar pasar el momento de inspiración eficaz, igual que cuando se busca un papel en el bolsillo para anotar una idea que de otra forma se perdería. Y funciona bastante bien. No dura mucho tiempo, pero durante unos kilómetros, durante una hora, consigo imitar con cierta fortuna las siluetas imponentes de los campeones.
La huella (El corredor y su sombra)
Olivier Haralambon

 Este año el libro elegido ha sido El corredor y su sombra (Editorial Melusina, 2019), del escritor, filósofo y periodista Olivier Haralambon (Francia, 1967), quien también fue ciclista profesional entre 1987 y 1996.

 Sus 102 páginas no contienen una novela, sino un singular ensayo sobre este esforzado y bello deporte. Catorce textos con títulos tan sugerentes como Mi sombra de compañía, El dedo de Santo Tomás, El monstruo, Nada menos que un oficio o Subir al cielo con el cuerpo. Pequeños ensayos, como Competir, en los que a veces me basta con cambiar el nombre del deporte para sentirme identificado.

Para convertirse en corredor hay que competir, y yo estaba a punto de participar en mi primera competición ciclista.
 Tenía la edad irreal de trece años y poco más que una sombra de bigote y me estremecía en la línea de salida entre otros congéneres dispares, grandes y pequeños, alegres o devorados por los nervios hasta parecer tristes. Yo estaba volcado hacia delante, con la frente sobre los antebrazos cruzados, los codos sobre el manillar, un pie enganchado al pedal, la rodilla nerviosa y la otra pierna extendida. Levantaba la cabeza de tanto en tanto, fruncía el entrecejo bajo la visera levantada de mi gorra para mostrar el gesto adecuado. (…) Discreta, una banderola de salida y de llegada flotaba sobre nuestras cabezas. Formábamos un rebaño ligero, algo desteñido por la humedad, que se preparaba para dar vueltas frenéticas alrededor de una zona industrial en construcción. (…) yo estaba temblando. Y un futuro corredor temblaba en cada uno de nosotros, en cada cuerpo que se esbozaba. Tembló en cuanto el starter alzó al fin la pistola, con su panza alegre ofrecida al viento. Y se liberó súbitamente, ya en el primer giro de rueda. (…) El aire fresco hizo subir, imagino que a todas nuestras bocas simultáneamente, el sabor metálico de la sangre. Inspirando profundamente antes de cada curva, también había que darse prisa para no perder el sitio, para resistir el embate del hombro del vecino y evitar que se engancharan los manillares. (…) A medida que se iba acercando la vuelta final empecé a ordenar mis pensamientos y a dar ánimos a mi bici, mi precioso cuadro azul de aluminio. También pensaba en Hinault y en todo el Olimpo febril colgado con chinchetas en las paredes de mi cuarto. (…) Cuando sonó la campana de la última vuelta, todos estábamos decididos a renunciar a nuestro decimocuarto cumpleaños antes que a dar por perdida la carrera.
 (…) Recibí unas palmadas en la espalda y los corredores nos dimos la mano. Nos dimos la mano durante largo tiempo. Quince minutos más tarde, (…) una joven me hizo entrega de un enorme ramo de flores; a mí, que nadie nunca me había regalado ninguno. Lo levanté por encima de mi cabeza y el entrenador sacó una foto.
 Nos sentíamos pequeñas glorias nacientes. Cuando volví a la calle con mi ramo enganchado al manillar, todas las vecinas estaban acomodadas a la ventana, se llamaban y charlaban. La fachada del edificio parecía un calendario de adviento. Tras ellas se podían adivinar las cocinas de ladrillo, la vajilla ordenada y los guantes de caucho rosa sobre los grifos (…).
 Dejé mi bicicleta en el rellano y me di una ducha sin ella. El ramo, encima de la cama, estaba ya algo mustio. Pero al fin era –éramos– auténticos corredores ciclistas.
Competir (El corredor y su sombra) 
Olivier Haralambon

 En enero le hablé de este libro a José Antonio Ruiz, de la librería Luces, y al poco me escribió que le había encantado. «Lo tomo como libro propio. Lo regalaré y recomendaré», me dijo.

El corredor y su sombra, recomendado por José Antonio Ruiz, librero y triatleta
del Club Tritrain4you. Fotografía: José Antonio Ruiz

 También tuvo buena recepción entre mis amigos ciclistas; aunque uno de ellos se quejó del estilo lírico de Haralambon: «El contenido no está mal pero quiere ser tan literario que se pasa. El lenguaje es pretencioso, excesivamente empalagoso. Un ciclista puesto a escribir «alta literatura»».

 No les negaré que la prosa de Haralambon peca a menudo de lirismo, pero considero que es un leve peaje a pagar a cambio de líneas como éstas:

Ocurre sobre todo el domingo por la mañana. A la hora de la primera misa, uno se cruza con todas esas pequeñas iglesias ambulantes, visiblemente apuradas por cruzar las puertas de la ciudad. Ciclistas que circulan en grupo, antes de que haya amanecido del todo, y haga el tiempo que haga. Lo habitual es no entender a estos hombres y algunas mujeres cuyo a atuendo extraño y colorido es tan ceñido que se ajusta al menor pliegue de la piel. Tan ceñido, de hecho, que pareciera creado nada más que para reivindicar las imperfecciones del cuerpo. Las siluetas, volcadas sobre la incertidumbre de esas finas ruedas, provocan asombro.
 (…) Y es que para quien no lo adora, el ciclismo es aún hoy una excentricidad. La palabra suele evocar algunos apellidos familiares; apellidos que, en ocasiones, sabemos unir a nombres anticuados, pero que son tan etéreos como un apóstol en un cuadro. Sin duda Jacques Anquetil, Louison Bobet y Raymond Poulidor debieron de tener un rostro, pero nadie lo recuerda. Al igual que un estudiante no reconoce a Balzac o a Flaubert en una foto. Y pocos saben que Eddy Merckx era aun más guapo que Elvis Presley.
 (…) Yo recibí muy pronto el mordisco fatídico. Empecé a pedalear y a participar en carreras justo antes de llegar a la edad en la que la voz cambia y el apetito sexual viene de pronto a sacudir el mundo. Sufrí en ocasiones el leve desprecio, o al menos la incomprensión, de la que es objeto esta actividad que yo colocaba en el centro de mi vida y que crecería muy pronto hasta el punto de invadirlo todo, de apropiarse de toda mi rutina.
Mi sombra de compañía (El corredor y su sombra)
***
Bicicleta Mercier rosa
Era una Mercier: las letras blancas destacaban sobre el rosa intenso, rosa color carne; de ella siento todavía hoy el olor y el sabor. A menudo me pregunto dónde estará ahora, qué sufrimientos habrá soportado lejos de mí todo este tiempo, qué otros cansancios habrá aguantado. Imagino grietas e hinchazones sobre la superficie pintada.
 También sé que el sencillo pitorro de plástico de la cantimplora enganchada al cuadro forma, sin duda, parte de mí, como algún elemento arcaico de mi sexualidad: gran parte del agua que me compone la he bebido a través de un orificio como ese. He exprimido esas botellas de plástico como senos pegajosos de azúcar, con la cabeza girada a un lado, sin despegar el ojo ni de la carretera ni de mi recorrido.
 (…) En la época de mis primeros excesos, que fue también la de la adolescencia, mi bicicleta dormía conmigo; pasaba las noches en mi cuarto. La instalaba en una especie de trípode para abrillantarla y podía hacerla girar desde mi cama. Tumbado, le hacía dar vueltas con la punta de los dedos del pie (…). Al volver del entrenamiento la lavaba conmigo en la ducha, enjabonándola con esponja y cepillo, separando mis piernas para evitar los chorrones de desengrasaste con los que limpiaba la cadena, con la ayuda de un cepillo de dientes. Borraba las huellas más flagrantes antes de que llegara mi madre, quien, por si no tenía poco con el trabajo, descubría en casa que otras fatigas la estaban esperando.
Cosmos desinflado (El corredor y su sombra)
***
Hoy, todavía me parece incómodo mirarme en el espejo. Mi reflejo, puesto en pie, ofrece un cuerpo de cierto vigor, pero ya envejecido. (…) ¡a este reflejo con patas le falta una bicicleta! (…) Mi miembro fantasma es grasa y metal, caucho y presión de aire. Sin él soy un tullido.
El dedo de Santo Tomás (El corredor y su sombra)
***
No sé nada de ese hombre viejo al que a veces adelanto cuando me da por coger la bici. No sé nada de él porque nunca me ha dirigido la palabra. Nada, excepto que fue un buen corredor. Cuando lo miro, con la frente alta, empujar el pedal con esa autoridad tajante, me cuesta asumir su edad. (…) Le traicionan el cabello blanco, que se escapa del casco sobre su nuca faustiana (…).
Cuerpo líquido (El corredor y su sombra)
***
Educarse en una familia de corredores es aprender las leyes de la carrera ciclista igual que se aprende a hablar o a lavarse. (…) Crecer a la sombra de ese hombre de costillas salientes sin duda te predestina.
 (…) Al contrario, quien se declara una mañana como el primer ciclista de su linaje se sumerge en un mundo nuevo. (…) La renuncia a la vida habitual de los colegiales me llenaba el pecho de orgullo, empecé a reivindicar una rutina que desde entonces estaría consagrada a la ascesis y el sufrimiento. Sería el primero de mi familia en convertirme en un monje de piernas afeitadas. La dureza física era mi bandera, las mortificaciones no me asustaban y era mi cuerpo mismo, mi vida en bruto, lo que quería exprimir; escurrirla para extraer de ella mi subsistencia. Fuerza de trabajo y viento en contra. Quería ser digno de la novela familiar, estar a la altura de mi padre, cuya cabellera estéril moraría pronto en las orillas fecundas de mis carreras.
Nada menos que un oficio (El corredor y su sombra)
***
El paso por una simple línea de pintura blanca hace explotar al pelotón. De golpe se descompone. De golpe cesa el maravilloso deslizamiento y reaparecen, como de vuelta a la superficie, esas miríadas de pequeños elementos de color que se dispersan entre los peatones que los asaltan. Se ofrecen a las rudezas maternales de sus cuidadores –estos cubren sus hombros, enjuagan y limpian sus rostros polvorientos, los peinan casi con ternura y descorchan bebidas azucaradas que les llevan a la boca–. Contestas a las preguntas que les hacen y devuelven palabras aún sudorosas, mientras alguien les guía por el laberinto de verjas mecánicas a las que se agarran manos desconocidas; algunos hacia el a autobús y las duchas, otros, con la gorra de sponsor sobre la cabeza, ante las cámaras y los micros.
 (…) Todos ellos, por turnos, antes o después de la cena, atraviesan la misma puerta y se sumergen en ese lugar saturado de potentes esencias, donde se desvisten y se tienden sobre la sábana y la camilla, depositando su propio cuerpo como si fuera un objeto, una ofrenda sobre el altar. El masajista coloca sus manos fuertes empapadas de aceite, agarra un pie y lo coloca sobre su hombro. Con el crujido habitual al roce de la piel llegarán las primeras palabras. Las palmas que bajan desde el puente del pie y el talón de Aquiles, los dedos que se hunden en la densidad de la pantorrilla y luego del muslo, en las nalgas y la espalda de ese hombre tendido, recogen las palabras de lo más profundo del cuerpo, las reúnen y las empujan hasta la boca. Entonces, desde la otra punta de la camilla, del rostro hundido entre los brazos cruzados fluyen relatos que se esparcen por el suelo: los dolores y las penas, las frustraciones y los cansancios, que oscurecen los músculos y el porvenir.
 (…) Los corredores lo comparten todo, o casi. El viento y el dolor, el riesgo y la lluvia, el calor que abrasa y las etapas interminables bajo un cielo que aplasta. El vacío diamantino del cielo de verano y también la angustia informe de las nubes. (…) Doscientos días al año comparten sus habitaciones (…). Extienden su ropa y sus vendas como si acamparan en el desierto, se tumban en la cama con las piernas levantadas contra la pared, se ponen crema sobre la piel quemada de la nariz y hablan largo rato por teléfono con sus hogares, si es que tienen uno. La tele colgada en la pared habla en el vacío. Cada noche, cuando se reúnen dos o más, intentan disipar el nudo de excitación y la angustia no verbalizada, residuo silencioso de una existencia hiperactiva.
Intimidades (El corredor y su sombra) 
Olivier Haralambon

 Son muchos más los textos que he subrayado en mi ejemplar, y seguramente ustedes encontrarán otros que destacar. El único reproche que le hago a Haralambon es su justificación del dopaje en el texto Subir al cielo con el cuerpo. Ni el doping sanguíneo, ni el anfetamínico, ni cualquier otro es justificable. En el deporte no se admiten trampas ni, por ende, tramposos.

«Desearía poder cambiar lo que sucedió y ser un mejor hombre». –Lance Armstrong–
Fotografía: Bustle.com

 Y no quisiera cerrar esta reseña sin alabar la traducción de Elisabeth Falomir y Carlos Pott, así como el trabajo de la editorial Melusina en pro de la literatura deportiva.

Fotografía de Portada:Andreas Rentz/Getty Images
Fotografía de la derecha: Lucía Rodríguez

De la misma editorial, no me canso de recomendar La milla perfecta, esa joya que publicaron en 2017 y que ya reseñé en este blog.

Pedro Delgado y José Antonio Ruiz con La Milla Perfecta en la librería Luces

https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2018/04/la-milla-perfecta.html


sábado, 7 de abril de 2018

LA MILLA PERFECTA


http://www.melusina.com/libro.php?idg=52424

Tres atletas, un objetivo 
y menos de cuatro minutos para alcanzarlo...

José Antonio me salió al paso nada más entrar en la librería Luces, me cogió del brazo y con un “Tienes que ver esto” me llevó con urgencia a la mesa de novedades. “Acabo de leerla y es buenísima“, me dijo señalando el ejemplar de La Milla Perfecta que coronaba una de las torres de libros.

La Milla Perfecta en la mesa de novedades de la librería Luces
Fotografía: Pedro Delgado

 “Te va a encantar”, añadió. Lo cogí y me quedé unos instantes embelesado con la portada: una fotografía coloreada en tonos pasteles de Roger Bannister tras correr la milla en menos de cuatro minutos y batir el récord del mundo. Luego lo hojeé. En las páginas centrales había un buen montón de fotografías en blanco y negro. Además de a Bannister, Landy y Zátopek reconocí a Chataway, del que ya hablé en Calle 1 hace tiempo. “Hubo un tiempo no muy lejano”, leí en la contraportada, “en el que se creía que correr una milla en menos de cuatro minutos estaba más allá de los límites del ser humano y, en el mundo del deporte, lograrlo se consideraba una gesta sin parangón. En 1952, tres hombres en tres continentes distintos –Europa, Australia y América– se empeñaron en conseguir lo imposible. La Milla Perfecta es un clásico de la literatura deportiva que captura todo el drama humano y el espíritu de competición de este acontecimiento legendario”.

Pedro Delgado y José Antonio con sus ejemplares de La Milla Perfecta en la librería Luces

 La cosa prometía, y esa misma tarde en el autobús, de vuelta a casa, mientras los pasajeros se ensimismaban en sus móviles, me sumergí en su lectura.
 Neal Bascomb, un escritor hasta ese momento desconocido para mí, me contaba desde el prólogo el porqué del título. Tras llevarse Bannister el gato al agua en Inglaterra, "quedaba una última pregunta: ¿quién sería el mejor de los tres cuando se colocasen codo con codo en la línea de salida? La respuesta llegó en la milla perfecta, una carrera en la que no compitieron contra el reloj, sino entre ellos. El británico Roger Bannister, el australiano John Landy y el estadounidense Wes Santee "ante un público que abarcaba el mundo entero".
 Por supuesto, el libro nos narra mucho más que eso. Las primeras ochenta y cuatro páginas discurren bajo el epígrafe "Un motivo para correr", y están distribuidas en cinco capítulos. El primero está dedicado a Roger Bannister, que se prepara para la final olímpica de los 1.500 metros en Helsinki 1952.

Roger Bannister

 El segundo se centra en Wes Santee, en cómo empieza a correr y a destacar en Kansas y en por qué va a correr en los Juegos el 5.000 en lugar del 1.500 como él quería.

Wes Santee sonríe en la línea de meta de los Campeonatos Nacionales de California, en 1952
El primer puesto le permite asistir a los Juegos Olímpicos de 1952 en Helsinki
Bettmann/Corbis

 En el tercero el protagonista es John Landy, clasificado para los 1.500 y 5.000 metros, apareciendo en esas páginas la figura del controvertido entrenador Percy Cerutty.

John Landy en 1954

 El cuarto capítulo da cuenta de las series clasificatorias de cada uno de ellos en Helsinki, de la mítica final de 5.000 metros que ganó Emil Zátopek –aquella carrera en la que Chataway pisó el anillo de la pista y se fue de bruces al suelo– y de la final de los 1.500 metros en la que Bannister era el favorito.
Roger Bannister estaba tan cansado que no podía dormirse. Por mucho que se revolviese y cambiase de postura, por más vueltas y patadas que diese a las sábanas no había forma de que se durmiera. Cada minuto que pasaba, cada segundo, le acercaba más a la final de los 1.500 metros; con cada hora le invadía una nueva ola de ansiedad. A las cuatro y media de la tarde del día siguiente se colocaría en la línea de salida junto a once de los mejores mediofondistas del mundo. El haber tenido que correr dos carreras en lugar de una, como esperaba, para clasificarse para la final había minado su confianza. Tenía miedo de estar ya demasiado cansado.
[...] Era imposible no ensayar en su cabeza una y otra vez la carrera que se avecinaba. ¿A qué ritmo debía empezar? ¿Era mejor quedarse en la cuerda o pasar al exterior? ¿En qué posición debía estar colocado en la tercera vuelta? ¿A qué distancia de la meta debía arrancar su esprint final?
 El quinto capítulo tiene maneras de ensayo, y en él se nos cuenta el origen de la milla y cómo los corredores fueron reduciendo sus registros poco a poco a lo largo de los años; incluyendo el duelo entre el caballero amateur Walter George y el atleta profesional William Cummings.

Imagen de la Milla del siglo en la que se enfrentaron William Cummings y Walter George
Foto: Racing Past
Para poder medirse con Cummings, George se vio obligado a abandonar su estatus de amateur, pese a que ofreció los honorarios que obtuviera en las carreras a un hospital de caridad. Tras una serie de carreras preliminares en las que ambos obtuvieron varias victorias, el 23 de agosto de 1886 Cummins y George se enfrentaron en la "Milla del siglo". Veinticinco mil espectadores se apiñaron alrededor de una pista de carreras de ciclistas para ver a George correr a tal velocidad que en la última vuelta dejó a Cummings tan rezagado que este cayó inconsciente. Su récord de 4:12,8 permaneció imbatido durante tres décadas y sentó las bases para que Paavo Nurmi presentase la milla de cuatro minutos al mundo, estableciendo un reto irresistible para los atletas que deseasen hacerse un hueco en la historia. 
Walter George
[...] El mundo del atletismo no se puso patas arriba cuando, en 1915, el estadounidense Norman Taber batió el récord de George por menos de dos décimas de segundo. Era una diferencia demasiado exigua para merecer algo más que una nota rápida en los libros de récords.
Norman Taber. 26 de junio de 1915, Cambridge
Fotografía: Beltmam (Gettyimages)
Entonces, el 23 de agosto de 1923, Paavo Nurmi, un ingeniero agrícola finlandés de Turku, se vio arrastrado por el mediofondista sueco Edvin Wide a una primera vuelta más rápida de lo que le habría gustado. Nurmi, que siempre corría con un gran cronómetro en la mano y prefería marcar un ritmo de carrera más regular, decidió seguir el ritmo de salida rápido que había marcado Wide. Al llegar a la tercera vuelta, Wide se vino abajo y Nurmi continuó con el ritmo. Batió el récord de Taber por dos segundos, con una marca de 4:10,4. Fue un salto adelante enorme, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que había tardado Taber en reducir la marca de Walter George en solo una fracción de segundo. De pronto el récord de la milla volvía a estar en disputa y cuando, en las Olimpiadas de París 1924, Nurmi ganó el oro en los 1.500 y los 5.000 metros en el plazo de cuarenta y dos minutos, parecía capaz de cualquier cosa. Joseph Binks, destacado periodista británico y antiguo corredor de la milla, le sugirió a Nurmi que la barrera de la milla estaba al alcance de los dedos, a lo que Nurmi replicó: "No. ¡Si acaso cuatro minutos y cuatro segundos!. Fuese aquello modestia innecesaria o no, lo cierto es que el finés había puesto sobre el tapete la posibilidad de correr la milla en cuatro minutos.
Paavo Nurmi fotografiado por Granger
 Inspirada por Nurmi, surgió en los años treinta una nueva generación de dotados mediofondistas cuyas carreras llenaban hasta la bandera los estadios de todo el mundo. Las carreras del Madison Square Garden rivalizaban con los modernos combates de boxeo con grandes bolsas. El aire estaba saturado de humo, el público devoto y entregado a sus corredores favoritos, y las gradas tan cerca de la pista que los aficionados sentían la corriente de aire que seguía al paso veloz del pelotón.
 El francés Jules Ladoumegue marcó en 1931 un tiempo de 4:09,2; el británico de origen neozelandés Jack Lovelock (que ganaría el oro olímpico en los 1.500 metros de 1936) lo rebajó en 1933 a 4:07,6 y en 1934 el estadounidense Glenn Cunningham detuvo el cronómetro en 4:06,8. Habría que esperar hasta 1937 para que el británico Sydney Wooderson lo rebajase mínimamente a 4:06,4. Los suecos Gunder Hägg y Arne Andersson se fueron pasando del uno al otro el récord de la milla durante tres años y medio, entre 1942 y 1945, hasta dejarlo en 4:01,4.

Gunder Hägg (derecha) y Arne Andersson en 1942
Muchos estaban deseando que se acabase con aquella obsesión con la marca, entre ellos el campeón olímpico de los 1.500 metros de 1912, el coronel Strode Jackson, quien, en el apogeo de la rivalidad entre Hägg y Andersson, escribió: "Cuando nos dejemos de estas tonterías de correr como metrónomos y con el reloj siempre en la cabeza, volveremos a las auténticas carreras: el triunfo de un corredor sobre el otro. Esta es la esencia original del atletismo y lo que volverá a ser cuando nos quitemos del medio el mito de los cuatro minutos.
 Sin embargo, para la mayoría el mito seguía creciendo. Como apuntó el periodista Frank Deford, en 1952, habíamos alcanzado los polos, encontrado las fuentes del Nilo, cartografiado los océanos más profundos y recorrido las junglas más impenetrables, pero la distancia de terreno que mide una milla seguía resistiéndose a todos los esfuerzos por cubrirla, a pie, en menos de cuatro minutos.
 Ese mismo año, menos de cuarenta y ocho horas después de clausurarse los Juegos Olímpicos de Helsinki, se celebró un encuentro entre el equipo del Imperio Británico y los Estadounidenses.
En los relevos de 4 x 1 milla, en los que cuatro corredores de cada equipo corren una milla, Roger Bannister les dio la ventaja a los británicos en el primer relevo, pero el segundo miembro de su equipo la perdió. Parecía que Wes Santee, que corría el tercer relevo para los estadounidenses, podría estirar esa ventaja lo suficiente para que los ingleses no pudieran recuperarla, sin embargo John Landy, que corría el mismo relevo en el equipo del Imperio, consiguió acortar distancias con Santee en las últimas 440 yardas. Los corredores del último relevo de cada equipo intercambiaron el liderato, pero al final ganaron los estadounidenses. Era la primera vez que Bannister, Santee y Landy competían juntos en una carrera. Ninguno de los tres recordaría gran cosa de los otros dos en aquella carrera, ni conservaría ningún recuerdo de una conversación ni impresión alguna de las capacidades de los demás. Sin embargo, cuando aquellos tres atletas se separaron (Bannister regresó a su vida en el hospital de Saint Mary, a solo un corto trayecto en metro; y Landy y Santee tomaron largos vuelos a sus respectivos países), cada uno estaba trazando una ruta para los días venideros que acabaría reuniéndolos. Sería una lucha que ni ellos ni decenas de millones de personas olvidarían jamás.
 El segundo acto del libro lleva por título La barrera, y abarca desde el capítulo sexto al catorce. En ese sexto se nos muestra a un Landy que compagina el atletismo con sus estudios en la Universidad de Melbourne, y que inspirado en los métodos de entrenamiento de Zátopek, con el que había departido en Helsinki, se acerca en Melbourne al récord del mundo de la milla parando el cronómetro en 4:02,1.
 En el séptimo volvemos a Roger Bannister, quien también tiene que compaginar los exigentes estudios de Medicina con los no menos duros entrenamientos que se ha marcado para llegar a su objetivo, algo que, junto a la conquista del Everest, ya es una cuestión de estado.
Desde que, en 1924, Irving y Mallory subieron el noventa y seis por ciento del monte Everest, y el año anterior Paavo Nurmi se quedó a 10,4 segundos de la milla en cuatro minutos, ambas metas han espoleado las mentes de los hombres. El año de 1953 será testigo del mayor asalto hasta el momento a ambas cumbres.
 En el capítulo ocho volvemos a Santee, que, como los otros, reparte su tiempo entre las competiciones y sus estudios en la Universidad de Kansas. En esas páginas conocemos a su entrenador Bill Easton, quien desea tanto como su pupilo adelantarse a sus dos rivales.

Bill Easton cronometra a Wes Santee
Fotografía: Duke D'Ambra

 Los infructuosos intentos de los tres conforman el siguiente capítulo: 4:04,2 Landy, 4:03,6 Bannister y 4:02,4 Santee.
Se recordó a los cronometrados que pusieran en marcha los relojes en cuanto vieran el humo salir de la pistola, no al sonido del disparo, para tener en cuenta el retraso entre el disparo y el sonido.
 Con Santee acercándose rápidamente al récord, podemos sentir en el capítulo 10 la presión a la que estaba sometido Bannister, y más cuando Santee, en su gira de verano por Europa, batió en Suecia el récord estadounidense de los 1.500 metros.
El público británico quería otro gran logro para igualar la reciente conquista del Everest y la coronación de la reina Isabel. Cualquier cosa que fuera menos que eso no sería suficiente.
 Roger Bannister marcó un tiempo de 4:02 en un intento con liebres  (Macmilan y Brasher) en Motspur Park, pero que una de las liebres utilizadas se dejase doblar para tirar en la última vuelta no fue bien visto, ni por sus rivales ni por la prensa.
 En los capítulos 11 y 12 se habla del obstaculista Chris Brasher, del fondista Chris Chataway y del entrenador austriaco y residente en Inglaterra Franz Stampfl; así como de los progresos de los protagonistas para tratar de romper la barrera. A veces, en lucha no sólo contra el cronómetro sino también contra las condiciones atmosféricas.

El atleta británico Roger Bannister cruza la línea de meta
Meeting entre Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda en el White City Stadium de Londres
5 de septiembre de 1952. Fotografía: Tropical Press Agency/Getty Images
En el exterior, un banco de nubes oscuras que cubría el cielo rompió de repente en un torrente de lluvia. Los paraguas que momentos antes protegían del sol desviaban ahora el mar de lluvia, que luego se convirtió en granizo, del aguacero. Ráfagas de viento soplaban por la pista y las personas expuestas se agacharon. Pero tan de repente como vino la tormenta pasó. Las nubes se abrieron y el sol regresó. A excepción de unos cuantos paraguas boca arriba, todo volvía a estar como antes. Pero no la pista, que estaba cubierta de charcos y hoyos en la ceniza donde había caído el granizo. 
 ***
Tenía un buen sentido de su ritmo, al igual que un jugador de golf experimentado sabe hasta dónde llegará una pelota por la fuerza que aplica a su swing. Sin embargo, no se trataba de una ciencia exacta. Landy sabía que había condiciones –nivel de relajación, viento, temperatura, estado de la pista, la presión de la competencia y una multitud favorable– que incidían en su velocidad. Era imposible distinguir entre una segunda vuelta a 59,5 o 60 segundos, al igual que la multitud no podía distinguirlo simplemente mirando. Lo único que Landy podía hacer era correr al cien por cien con la esperanza de que fuera suficiente. Si se daban los demás factores, batiría el récord.
 En el capítulo 13 se narran los preparativos de Roger Bannister para el día D marcado en el calendario.
Estaba decidido. La intención del jueves 6 de mayo era seguir adelante. A Bannister le quedaban menos de tres semanas para afinar la velocidad para el gran día. Los McWhirter le habían dejado bien claro que Landy competía en Escandinavia a principios de mayo y que Santee tenía la vista puesta en el torneo de Compton de principios de junio, así que la carrera en la pista de Iffley Road podría ser su última oportunidad.
 Y en el siguiente llegamos a tan esperada fecha, acompañando al británico a lo largo de la jornada. La angustia por lo ventoso del día, la preparación de los clavos, la conversación con su entrenador, el viaje en tren a Oxford, el almuerzo previo a la carrera, el encuentro con los compañeros (Chataway y Brasher) que iban a hacerle de liebres...

Chris Brasher, Roger Bannister y Chris Chataway
Oxford (Inglaterra), 6 de mayo de 1954
Getty Images
A las once en punto, bajó al laboratorio del hospital a afilar los clavos y frotarlos con grafito. Dadas las posibles condiciones, esto evitaría que las cenizas se le acumularan en la suela de los zapatos, lo que podía significar ganar unas cuantas yardas de milla. Cuando alguien se asomó al laboratorio y lo vio en la piedra de afilar, le preguntó: "No creerás que eso cambiará nada, ¿verdad?". Bannister sabía muy bien que en la batalla sobre décimas de segundos y medios segundos sí cambiaría algo. Además, había encargado los zapatos con los que pensaba correr a un zapatero especialista de Londres. "Deben ser ligeros", le había dicho Bannister al hombre que en una ocasión le proporcionó zapatos a Jack Lovelock. "Los necesito solo para tres carreras, para doce vueltas". El par resultante pesaba cien gramos, dos menos [sic] que los zapatos normales. Esto formaba parte de su plan cuidadosamente calculado. Cualquier ventaja contaba.
Zapatillas de clavos y piel de canguro utilizada por Roger Bannister para bajar de los cuatro minutos en la milla. Un comprador anónimo pagó por ellas 365.000 euros en la subasta celebrada en la casa Christie's en septiembre de 2015. Bannister donó ese dinero a distintas asociaciones y fundaciones, entre ellas una dedicada a la investigación neurológica, pues hacía tres años que había sido diagnosticado del mal de Parkinson.

 Gracias a esas páginas nos colamos en el estadio de Iffley Road junto a miles de espectadores.
Bannister, que llevaba una camiseta con tres rayas –verde, dorada y azul– y el dorsal 41, observó la pista, con los brazos colgando a los costados y el pie derecho ligeramente avanzado. Sentía el aire húmedo y fresco en la piel. Estaba en la cuarta posición desde el interior, con Chataway justo a su derecha y Brasher a dos posiciones a la izquierda. La multitud se quedó muda. Bannister se tensó y se preparó para la salida. Antes del disparo, Brasher saltó; salida nula. Después de que Brasher recibiese un aviso oficial del juez de salida, los corredores volvieron a la línea. Bannister estaba molesto porque pensaba que se habían perdido unos segundos preciosos durante los cuales el viento había dejado de soplar y que podía volver a hacerlo en cualquier momento.
 Volvió a reinar el silencio. Bannister aguardaba clavando los tacos en la ceniza para lograr una mejor tracción. Inspiró profundamente; esta podía ser su última oportunidad para ser el primero en romper la barrera de los cuatro minutos. 
Roger Bannister atravesando la cinta de meta en la histórica milla del 6 de mayo de 1954
Pista de atletismo de Iffley Road, Oxford (Inglaterra)


 Una vez conseguido el honor de bajar de los cuatro minutos en la milla, le quedaba enfrentarse a Landy y Santee, dirimir quién sería mejor en un encuentro cara a cara y sin liebres, algo que leeremos en la tercera parte del libro, subtitulada La milla perfecta, que engloba los cuatro últimos capítulos y un epílogo, abarcando el definitivo enfrentamiento en una misma carrera de los tres protagonistas, en la que fue llamada "la milla del siglo".

 Pocos días antes de que Santee parase el crono en 4:00,6
Estaba dolorosamente cerca. A seis décimas de segundo. No era nada, un parpadeo, una salida un instante más rápida, media zancada, una inclinación mayor en la línea de meta. No era nada, y lo era todo.
y 46 días después de la hazaña de Bannister, John Landy corrió en Finlandia, en la ciudad de Turku, en 3:58,5, estableciendo un nuevo récord del mundo de la milla. En dicha carrera también tomó la salida Chris Chataway, estando así involucrado en las dos millas más rápidas de la historia hasta ese momento.

John Landy bate el récord mundial de la milla (3:58,5)
21 de junio de 1954, Turku (Finlandia)
La carrera de la milla era una forma de arte creada con velocidad y resistencia. Bannister y Landy, ilustrando el hecho de que ambos elementos se podían aplicar de modos muy diferentes, tenían estilos diametralmente opuestos. Por lo que Bannister había leído y oído sobre el australiano, Landy era un "corredor en cabeza", la clase de deportista que, en la jerga del atletismo, marca un ritmo vertiginoso desde el principio y deja a sus enemigos atrás, mordiendo el polvo, incapaces de atraparlo en la última vuelta. Landy confiaba en su capacidad para juzgar el ritmo y en su nivel de forma superior para aplastar a sus rivales. Bannister era un "corredor posicional", que se mantenía atrás, dejando que atletas como Landy le llevasen alrededor de la pista, asegurándose de mantenerse lo bastante cerca –o "en contacto"– para, al sonar la campana, poder lanzar un veloz ataque final. Ambos estilos tenían ventajas e inconvenientes y, en la milla, todas las decisiones sobre el ritmo, el momento de romper el contacto y el momento de iniciar el ataque final debían tomarse rápidamente en las brumas del agotamiento. Pero los atletas pueden mejorar sus posibilidades si se preparan con antelación. Sencillamente, tenía que iniciar la carrera con la idea de que, al igual que los artistas que esbozan las líneas maestras de un cuadro, no podía saber los colores y las tonalidades que funcionarían mejor hasta después de dar las primeras pinceladas.

 Les dejo aquí el vídeo y una bonita fotografía de aquel mítico enfrentamiento en los Juegos del Imperio Británico y la Commonwealth de 1954. Wes Santee, que cumplía el servicio militar con los Marines en Estados Unidos, no recibió el permiso para viajar a Vancouver, Canadá, pero no por ello perdió emoción la prueba, con uno de los adelantamientos más icónicos de la historia.


Juegos del Imperio Británico y de la Commonwealth en Vancouver, Canadá
7 de agosto de 1954
Fotografía: Getty Images

 Ahora mismo no recuerdo si corrí alguna milla en pista, pero sí que disputé la distancia numerosas veces en circuitos urbanos. Incluso gané alguna que otra.

Pedro Delgado gana la II Milla Urbana de Navidad de Nerja
Diario Sur, 7 de enero de 1987

II Milla Urbana de Navidad
Nerja, enero de 1987
Diario Sur


Diario Ideal de Granada (Deportes) 22-10-1990
Pedro Delgado gana la IV Milla Urbana "Villa de la Zubia"

 Era una prueba que me gustaba y en la que me sentía cómodo, bueno, lo más cómodo que uno puede sentirse cuando va corriendo a toda pastilla. A veces –tuve esa suerte–, corrí junto a rivales de la talla de Steve Ovett o Steve Cram, que junto a Coe son para mi generación lo que Bannister, Chataway, Landy o Santee a la anterior; de ahí que haya disfrutado leyendo estas páginas.

Steve Ovett y Pedro Delgado en la V Milla Día de Andalucía
Granada, 28 de febrero de 1989

 Volviendo al libro, comentarles que les resumí vagamente lo capítulos para que vean que la novela no se ciñe a una sola carrera. El epílogo no tiene desperdicio, y a él volveré en otra ocasión para resaltar la talla humana de John Landy. Ahora, que recientemente falleció Bannister, no se me ocurre mejor homenaje al británico que recomendar esta lectura. Pónganse las zapatillas de casa, arrellánense en sus sillones y dispónganse a tomar la salida. ¡Lectores a sus puestos! ¡Listos!
El resto del anuncio quedó ahogado por los gritos de alegría de las mil doscientas personas que habían sido testigos de una ocasión histórica. Bannister había corrido la milla en 3:59,4; la barrera, por fin, se había roto. 
–¡Tres hurras por Roger Bannister!– gritó un joven estudiante. La multitud respondió: "Hip, hip ¡hurra! Hip, hip ¡hurra!".
Roger Bannister
(Harrow, Londres, 23 de marzo de 1929 - Oxford, 3 de marzo de 2018)

The Perfect Mile, de Neal Bascomb, editada en 2001
La Milla Perfecta, editada en castellano en 2017 por Melusina


Esta entrada está dedicada a Tomás Chincoa Gallego, quien falleció el pasado 2 de abril. Aun a sabiendas del poder del rival y de lo desproporcionado del encuentro, se midió a él con la misma entereza y coraje con la que se enfrentaba a cada carrera en su juventud. Ejemplo para todos, siempre permanecerá en nuestro recuerdo. Allá donde estés, amigo, un fuerte abrazo.



Nota: Todos los párrafos a color están extraídos de la primera edición de La Milla Perfecta de Neal Bascomb, editada por Melusina en octubre de 2017 con traducción de Blanca Rodríguez y Carlos Gual Marqués.