miércoles, 24 de diciembre de 2014

S.O.S NAVIDEÑO




Queridos amigos y lectores, ésta no es la típica felicitación navideña en la que se os desea unos días entrañables en compañía de la familia, y salud, dinero y amor para el nuevo año 2015. Por supuesto que suscribo todas esas palabras, pero junto a ese ¡Feliz Navidad! os mando un S.O.S navideño.

 En 2009 viajé hasta el Círculo Polar Ártico con mi hijo mayor, que por entonces tenía 9 años, para ver a Papá Noel. Fue un largo viaje en tren desde Málaga, 31 días inolvidables que quedaron plasmados en un manuscrito que lleva por título No subestimes el poder de Santa Claus (Santa Claus va tachado en el título y debajo lleva anotado con letra de niño Papá Noel). Creo en la magia de la Navidad y en que con vuestra ayuda ese libro podría estar en las librerías las próximas navidades. Para ello necesito que compartáis este post en vuestro facebook, que lo tuiteéis, que lo reenviéis a vuestros amigos..., a ver si así le llega a la persona adecuada, de la editorial ídem, y el sueño se cumple.

 Y por supuesto, para que veáis que la historia merece la pena, os anoto aquí la sinopsis y los primeros seis capítulos. ¡¡FELIZ NAVIDAD!! Y RECUERDA: NO SUBESTIMES EL PODER DE SANTA CLAUS.



NO SUBESTIMES EL PODER DE SANTA CLAUS
(Santa Claus va tachado y debajo, con letra de niño, pone Papá Noel)

Pedro Delgado Fernández
pedrodelgadof@gmail.com

   “Bueno, ya sabes cómo son estas cosas: un amiguito en el recreo te desvela el secreto de Papá Noel, y a partir de ahí comienza a fastidiarse la cosa. Uno empieza a dudar, y la más tierna de las inocencias se va al garete”.
   Esta es la historia de un padre empeñado en salvar la magia de la Navidad, en demostrarle a su hijo que Papá Noel existe, y también es la crónica de un viaje en tren de más de 9.500 kilómetros, una aventura en la que tuvieron que atravesar Europa desde el sur de España hasta el norte de Finlandia, allá donde el Círculo Polar Ártico traza una curva y vive el más maravilloso de los personajes. Y sobre todas esas cosas, es una hermosa manifestación del amor de un padre por su hijo.


1
La Navidad llegó a nuestra casa aquel invierno antes que nunca. Normalmente montábamos el árbol y decorábamos la casa en la primera semana de diciembre, pero aquel año queríamos dejarlo todo preparado antes de nuestro gran viaje.
   Íbamos a viajar durante un mes con el InterRail. Aquel billete, mítico para mi padre, era una especie de pase mágico que le había permitido recorrer en su juventud toda Europa. A él, a mamá, y a millones de mochileros que habían hecho del pase un modo de vida. Así que hablaba de él con la misma devoción con la que lo hacía de Arconada, de Elvis Presley o de sus antiguos cómics de la Marvel.
   Nuestro destino iba a ser la ciudad finlandesa de Rovaniemi, allá en Laponia, donde el Círculo Polar Ártico trazaba una curva. Aquel viaje había sido largamente postergado: desde que tenía 7 años más concretamente. Un día, cerca ya de las vacaciones de Navidad, alguien me dijo en el colegio que Papá Noel no existía. Que eran los padres. Cuando se lo conté a papá, éste abrió los ojos todo lo que pudo, arqueó las cejas y me dijo muy serio: “Que va Enzo. Lo que pasa es que esos niños se portan tan mal que Papá Noel no les trae nada. Y sus padres, para que no lloren, les tienen que poner algunos juguetes. ¿A que esos niños son los más traviesos de la clase?” Asentí con la cabeza. “Enzo, muchas cosas de Papá Noel son difíciles de creer: trineos tirados por renos voladores, el recorrer todo el mundo en una noche, el asunto de la chimenea, que los juguetes los hagan los duendes pero pongan made in china… Es lógico que, a cierta edad, los niños empecéis a pensar que todo es una broma; pero créeme que existe. Y vive en Rovaniemi. En Finlandia. A cuatro mil kilómetros de aquí”. Entonces, papá me dio un fuerte abrazo, y dijo las palabras mágicas: “Yo te llevaré a verlo”.
   Aquella promesa quedó mucho tiempo en el aire, pero finalmente, papá demostró ser un padre de palabra, alguien en quien se podía confiar.

2
Yo vivía con mis padres y con mi hermano Pedro en la Colonia Santa Inés, en una calle que llevaba el nombre de un cantero y que hacía esquina con la de un político y militar chileno a un lado y con la de un famoso escritor inglés al otro. Papá era profesor de Educación Física, pero en realidad lo que quería ser era escritor, y si hubiese podido, creo que de buena gana habría cambiado nuestra puerta de Alonso de Higuera a Charles Dickens. En el pasado, el barrio llegó a tener una fábrica de ladrillos, y aún quedaban las casas bajas de los antiguos trabajadores, alguna que otra chimenea y la laguna que se formó donde antes extraían el barro. En el colegio tuvimos que hacer el curso anterior un trabajo sobre el pasado industrial del barrio: La Colonia St. Inés, mi barrio. Mi padre decía que, después de vivir en el centro, esto le parecía un pueblo. La verdad es que yo también echaba de menos la casa del centro. Creo que todos la echaremos de menos siempre.
   Mi casa de ahora quedaba a 189 pasos del colegio. A 189 pasos míos, porque mi hermano necesitaba 91 pasos más. Era algo normal, ya que Pedro tenía 3 años menos. En la hora de tutoría, papá había consultado el asunto del viaje con mis maestros. Afortunadamente, yo era un buen estudiante, así que ninguno puso inconvenientes. Es más, ambos estaban seguros de que aquel viaje iba a ser de lo más instructivo. “Una experiencia enriquecedora”, dijeron más concretamente. Pero claro, también estaba el tema burocrático: obtener el permiso de la directora y del inspector de la zona. Papá pensó que si les decía a éstos el motivo real, pondrían pegas, por lo que decidió no solicitar permiso alguno. Ya justificaría mis faltas a la vuelta con un socorrido “Asunto familiar inexcusable”. De hecho, pensándolo bien, no se trataba más que de eso, pues ¿no era un asunto familiar llevar a un hijo de viaje? Mi padre también decía que era inexcusable, porque pronto cumpliría 10 años. Creía que, de aguardar algún año más, no viajaría con la misma ilusión. Yo estaba algo preocupado por tener que ocultarlo todo, pero papá lo tenía muy claro. El primer día de tutoría nos habían dicho que lo que se buscaba en 5º de primaria era que los alumnos fuesen autónomos, responsables, que adquiriesen hábitos y que tuviesen una actitud respetuosa y tolerante, y aquellos cuatro puntos iban a regir según él nuestro viaje. Amén de todo lo que decía que iba a aprender durante nuestro recorrido.
   Otro asunto distinto fue en el instituto de mi padre.

3
Papá trabajaba en un instituto al que yo iba de visita en algunas ocasiones. Más que nada para jugar con el ordenador, pues en casa no teníamos internet. Tampoco consolas. Mi padre decía que le restaban tiempo a los juguetes y a la lectura. Hablaba de una balanza imaginaria: en un platillo estaban todos los juguetes y libros que teníamos, y en el otro la Nintendo DSi, la Wii o la play. Según él, este segundo platillo, a pesar de abultar menos, pesaba mucho más que el otro. Como si se tratase de una maldición bíblica, tener una maquinita equivalía poco menos que a abandonar los juguetes y la lectura, algo que podía empobrecer nuestra imaginación. “Nuestra creatividad”, decía más concretamente. Así que ahora, que iba a llevar en persona la carta a Papá Noel, esperaba conseguir por fin la ansiada DSi. Papá decía que no le importaba mucho si me la traía, pues el gusanillo de la lectura ya estaba inoculado en mí, y, aunque la mayoría de los niños de mi clase ya no jugaban con juguetes, yo todavía no había renunciado a ellos. El objetivo, decía como si se tratase de una acción bélica, ya estaba conquistado. Lo que no estaba conseguido era lo de su permiso. Papá lo había solicitado para un mes en el trabajo, pero éste le había venido denegado. Él decía que la culpa la tenía la coletilla, según necesidades, que figuraba en el cuadrante de licencias y permisos, junto al apartado que recogía que todo trabajador tenía derecho a pedirse tres meses sin sueldo cada dos años. El director había firmado su consentimiento con otra coletilla: siempre y cuando envíen a un sustituto. Pero debido a la crisis, la Delegación no tenía intención de mandarlo, con lo que denegó el permiso. Papá me lo dijo el mismo día que se lo comunicaron. Me quedé triste y mudo durante un buen rato, y ambos nos pasamos una semana dándole vueltas a aquellas palabras: Atendiendo al informe emitido por la dirección del Centro. Para mí aquello suponía una putada, y eso que la palabreja estuvo a punto de costarme un castigo. En realidad para él también lo era. Estaba tan cabreado que hasta le costaba dormir. Rovaniemi nos parecía entonces un lugar imposible, una ciudad lejana adonde yo no llegaría nunca.

4
Papá decidió pelearlo. Habló con el jefe de personal de la Delegación, y convenció al director para que volviese a escribir otro informe sin la dichosa coletilla. Ansiedad, tila y valeriana fueron las palabras más escuchadas en casa aquellos días. Y mientras esperábamos la nueva resolución, los folletos de las oficinas de turismo de los distintos países por los que íbamos a pasar seguían llegando al buzón. Papá no quería ni mirarlos, y los fue acumulando sobre la mesita del teléfono.
   Nos tuvieron en vilo hasta la última semana, pero en cuanto recibimos la aprobación telefónica, volvimos a sonreír. El nudo que sentíamos en la garganta y el estómago se deshizo de pronto, y, esa misma tarde, con la sonrisa aún dibujada en la cara, nos fuimos a comprar los billetes.
   Mi padre se había criado en calle La Unión, muy cerca de las vías del tren, y de pequeño solía jugar entre los mercancías y las pirámides de piedras sueltas que transportaban, así que el pitido de las locomotoras, el traqueteo de las ruedas de los vagones y el chirrido de los frenazos estaban en su memoria y podía sentirlos de una forma muy clara.
   La estación quedaba cerca de la casa de la abuela, pero ahora que la habían reformado no se podía llegar a ella andando desde las vías. Papá sentía cierta aversión por aquella nueva estación, a la que calificaba de megamoderna e impersonal. Me explicó que la habían tenido que retranquear unos centenares de metros para adosarle aquel monstruoso centro comercial, y que no tenía comparación con la antigua, toda recogidita, en la que uno podía acceder a los andenes sin problemas, y no como ahora que sólo podían pasar los que tenían billete. Lo único acertado, según él, era el nombre: Estación de tren Málaga-María Zambrano, que hacía honor a una escritora y filósofa malagueña: una mujer mayor, con grandes gafas, en la foto del recorte de prensa que guardaba mi padre en la biblioteca.
   Cruzamos por delante de los escaparates de las tiendas y entramos en la sala donde despachaban los billetes. Cogimos número y aguardamos a que éste apareciese en la pantalla. Entonces nos detuvimos delante de la ventanilla sobre la que parpadeaba nuestro número. “Buenas tardes”, dijo papá. “Veníamos a por dos billetes de InterRail”. Al oír aquellas palabras, sentí un estremecimiento y un agradable cosquilleo inundó mi cuerpo. Entonces comprendí que una aventura estaba a punto de empezar.

5
El día antes de partir era el tipo más feliz que había en el colegio. Mi padre me pidió que lo mantuviese en secreto para que no llegase a oídos de la directora, así que sólo se lo conté a dos amigos de confianza. De todas formas, no me creyeron. Dijeron que era un cuentista. Así que decidí mantener la boca cerrada. Si mis mejores amigos no me creían, cómo me iban a creer los demás. Además, temía que se pudiesen reír de mí; pues yo era el más pequeño de la clase y ninguno de mis compañeros de pupitre creía en Santa Claus. Papá siempre decía lo mismo, que esos niños estaban creciendo más rápido de la cuenta, “demasiado rápido”, y que nadie debía subestimar el poder de Santa Claus. Pensé que a la vuelta tampoco me creerían.
   Aquella misma tarde, para sorpresa mía y de mis padres, algunos niños del cole comenzaron a pasarse por casa. La mayoría eran de la clase de mi hermano Pedro, que estaba en 1º de primaria, y venían con una carta en la mano acompañados de sus padres. Estaba anocheciendo cuando dejaron de pegar a la puerta. Papá miró nervioso el montón de cartas que había en el recibidor y se sirvió una copa. “Sólo hace falta que salga en los periódicos”, resopló. Mamá sacó de su bolso unas cuantas cartas más. “Son de los primos”, dijo añadiéndolas al montón. “Y ésta de tu hermano llévala aparte, con la tuya”. “Como la pierdas te mato”, dijo Pedro frotándose un puño mientras impostaba la voz. Papá me miró con cara de resignación. “Enzo…, me parece que vas a tener que llevar una mochilita para las cartas”.
   Esa noche me fui a la cama pronto, aunque sabía que iba a costarme mucho conciliar el sueño. Todos estábamos nerviosos en casa, menos papá, que estaba acostumbrado a aquello de viajar. Para él el mundo empezaba y terminaba en nuestra casa, a la que regresaba después de cada viaje para convertir en literatura sus experiencias. Recuerdo que de pequeño temía que no volviese, que se quedase por ahí enredado en algún río o alguna montaña. Mientras me arropaba, papá me explicó que cuando uno llega a viejo, no se recuerdan los días, sino los momentos. Y que dentro de esos momentos, los vividos en la infancia tenían un cariz especial. “Todas las personas mayores”, decía, “tienen imágenes de su infancia que siempre les acompañan, y por ello esas imágenes deben ser lo más felices posibles”. Quizás era eso lo que él también pretendía con aquel viaje: llenar mi cabeza de futuros recuerdos.

6
Partimos de MÁLAGA la mañana del 21 de noviembre de 2009. En la estación nos esperaban los abuelos. Los abuelos eran en esta ocasión los padres de mi padre. Papá les dio un fuerte abrazo, y a punto estuvo la abuela de ponerse a llorar. Pedro se pegó a papá, puso esa vocecilla infantil que tan tierno le ponía, y le recordó las últimas instrucciones sobre su carta: quería que le añadiese algunas cosillas. Mi padre lo cogió en brazos y lo estrujó, llenándole la cara de besos.
   Antes de pasar el control de seguridad de acceso a la estación, y mientras la abuela nos repetía unas cuantas veces que tuviésemos cuidado, papá besó a mamá en la boca y volvió a estrecharla entre sus brazos. Pedro quería acompañarnos hasta el andén, pero el guarda le dijo que no estaba permitido pasar sin billete. Papá se quejó de que las estaciones de tren se pareciesen cada vez más a los aeropuertos. Mamá se cameló a Pedro diciéndole que nos despidiera desde el ventanal de la estación, la cristalera que la separaba de una de las galerías comerciales, y allá que se fueron mientras nosotros colocábamos el equipaje en la cinta transportadora y pasábamos por el arco de seguridad. La maleta, la mochila en la que papá había metido nuestros chaquetones y los pantalones de esquí, y mi mochilita atravesaron renqueantes el túnel del escáner, y, durante unos segundos, apareció en la pantalla del monitor una radiografía de todas nuestras pertenencias.
   Cuando volvimos a ver a Pedro, corría y brincaba diciéndonos adiós con las dos manos. Todos habíamos pensado en una despedida a lo grande, con medio cuerpo fuera de la ventanilla mientras agitábamos un pañuelo, pero nuestro vagón estaba al fondo, muy lejos de donde terminaba el ventanal, así que tuvimos que conformarnos con saludarles con la mano desde el hall antes de arrastrar nuestra maleta. Mamá llegó corriendo hasta la altura de Pedro, y nos sonrió nerviosa. Nos detuvimos unos instantes. Papá les tiró unos besos, y ellos nos los devolvieron desde detrás del cristal. Agitamos una vez más nuestras manos; y allí quedaron, apoyados el uno en el otro, mirando cómo nos alejábamos.

8 comentarios:

  1. Me he quedado con ganas de más, se me ha hecho un nudo en la garganta al leer estos seis capítulos de vuestra historia. Mi padre se ha pasado la vida trabajando para que a mi hermano y a mí no nos falte de nada, y nunca he podido compartir un viaje así con él, aunque como se suele de decir nunca es tarde si la dicha es buena, y después de leer tu crónica, la idea me motiva muchísimo. La verdad es que me da una envidia enorme al leer este trozo de vuestro diario porque es inmenso el tesoro que depositaste en el banco de memorias de Enzo, no lo olvidará jamás de los jamases.
    En lo que si que coincidía mi padrazo era en el tema de pocas consolas y más literatura, aunque tengo que confesar que Santa Claus me dejó bastante jodido durante varias temporadas en las que me dio por querer unas Reebok Inferno. Recuerdo que tenía 14 años y mi padre llevaba tiempo sin correr, aunque había sido él quien me había iniciado en el atletismo y también había tenido mucha afición años atrás. El tema es que empezó a salir conmigo en diciembre del 98 cuando me dieron las vacaciones de navidad, una tarde sacó del armario aquellas zapatillas y me encapriché de ellas, aunque nunca llegaron...ni por cumpleaños, ni navidades ni nada...supongo que dejarían de fabricarlas, a día de hoy sigo con la espinita clavada, seguro que con todo el tema del ''moderneo'' y de lo vintage harán una reedición...quien sabe.
    Bueno no me enrollo más, que me pongo aquí a paliquear sin ton ni son.
    Un abrazo Pedro y sigue disfrutando de tus hijos como lo haces porque en envidiable.

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    1. Eso de quedarte con ganas de más es buena señal.
      Este verano estuvimos en Islandia por aquello del Sneffels y la novela de Julio Verne "Viaje al Centro de la Tierra", y medio en broma medio en serio me decía que cuando yo sea un abuelete será él quien me lleve por ahí de viaje. La verdad es que una experiencia así, a la inversa, daría para otro libro.
      Sobre lo de las Reebok Inferno, muchos sabemos lo que es encapricharte de un modelo de zapatilla y no llegar a calzartelo, pues tu madre siempre elegía el modelo más económico. Eran tiempos difíciles en los que los padres tenían que hacer equilibrios con la nómina, como ahora, tiempos alejados del falso boom económico que se vivió hace unos años.
      Es lindo eso de correr con tu padre. Yo llevo un mes rodando con mi hijo media hora al día, lo que me permite la fascitis plantar, y es una experiencia de lo más recomendable.
      Bueno, que yo también me enrollo y no paro.
      Saludos. ¡¡Y Feliz Navidad!!

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    2. Seguro que llega a las manos adecuadas y termina en las librerías las próximas navidades, de lo contrario...hay que buscar una solución, mi naturaleza me impide dejar las cosas a medias, soy así de cuadriculado.
      Islandia, tengo amigos que han ido y han venido contando maravillas, y con fotos con impresionantes paisajes. ''Viaje al Centro de la Tierra'' y ''Veinte mil leguas de viaje submarino'' que grande Julio Verne y que grandes obras nos ha dejado,
      Recuerdo mis visitas al medico Don Diego, el cual tenía una consulta en la plaza Uncibay, no lo olvidaré nunca, un tipo muy serio pero que me daba mucha confianza. Cuando salia de allí la visita a la mítica tienda de deportes Zulaika era obligatoria, recuerdo a Tina, una mujer magnifica a la que recuerdo con cariño, mi madre siempre se quejaba de que me gustaban las zapatillas mas caras y ella decía que tenía un ojo clínico, que tiempos aquellos.
      A ver si te recuperas pronto de tu lesión, pero seguro que estas flipando saliendo con tu hijo, además de tal palo tal astilla, seguro que es un titan.
      ¡Feliz Navidad!

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    3. La verdad es que el viaje de Islandia da para otro libro. Pero bueno, vamos a esperar a que salga el de Santa Claus. Como tú dices, esperemos que llegue a las manos adecuadas.
      Me ha hecho gracia tu comentario sobre Deportes Zulaica. Yo llevo muchos años comprando allí el material del instituto, por darle vida al comercio tradicional y por la amistad que me une a Antonio. Además, este año patrocinan la camiseta de competición del club CAIM.
      Saludos, ¡y Feliz Año Nuevo!

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  2. Gracias a todos los que estáis compartiendo este SOS navideño, y a todos los que habéis dejado vuestros comentarios en Facebook. Me alegra saber que os han enganchado esas primeras páginas y que queréis leer el final de la aventura. Ojalá se convierta, con vuestra ayuda, en el libro de las próximas navidades.
    ¡¡Saludos!!

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  3. Muy buenas Pedro. Una pena si este texto se queda en un cajón sin que podamos leerlo en su totalidad. La inocencia de Enzo y tu cariño por hacer que su imaginación vuele y disfrutar el uno del otro es emocionante.
    Comparto en redes sociales, sólo faltaría.
    Eso sí, si al final no pares el libro, muchos querremos ver la ecografía, aunque sea en fotocopias.
    Un abrazo, escritor.

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    1. ¡Gracias, Julian! Me ha hecho gracia lo del parto y la ecografía en fotocopias. Si el embarazo no llega a buen puerto, igual me planteo sacarlo con Amazon las próximas navidades.
      Otro abrazo. ¡Y Feliz 2015!

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    2. Donde salga lo leeré!!!
      Feliz 2015!!!.

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