sábado, 30 de septiembre de 2017

DE TORNEOS INTERESCOLARES DE ATLETISMO, SALVADOR ALLENDE Y PAULINA FLORES

Hace un par de sábados descubrí en el Babelia a Paulina Flores, una escritora chilena que practicó el atletismo en su niñez y adolescencia y que, como yo, sigue usando la carrera como método para ordenar las ideas que se atascan en el papel. Nos lo cuenta desde la sección Tribuna libre, bajo el título No es una historia épica.

Allende Vive

No es una historia épica
Por Paulina Flores

Salgo a correr tres veces por semana, durante una hora. Casi siempre en el mismo parque y con el mismo recorrido y música. No he leído De qué hablo cuando hablo de correr, de Murakami, pero sobre la relación entre la escritura y correr, además del obvio componente de soledad que demandan ambos ejercicios, debo decir que en mi caso me sirve para destilar ideas. Su ventaja sobre un baño de tina, varios cigarros frente a la ventana o una noche de insomnio es que cuando estás corriendo, y tu cuerpo está exhausto, toda la ansiedad, las aprensiones o preocupaciones que pueden acecharte mientras piensas en calma desaparecen, tu mente tiene una única y real preocupación: sobrevivir al cansancio y al dolor muscular, y así las ideas brotan libres o fluyen sin presión.
 Comencé a practicar atletismo a los 10 años. Imagino que lo elegí por la amistad: era nueva en el colegio y lo practicaba con una de mis recientes mejores amigas. Hasta cierto punto, me lo tomaba muy en serio y participé en varios torneos interescolares. La sensación de correr 100 metros planos tras el disparo era alucinante, pero no alcanzar la victoria en el intento ni colgarse alguna medalla era bastante frustrante. Recuerdo la confusión y el estrés que me producía que el entrenador se focalizara y prefiriera siempre a mi amiga, que era más rápida que yo. Una minitragedia infantil, sobre todo considerando que éramos las únicas dos mujeres en el equipo, y no había nadie más con quien compararse. Pero tuve mi revancha. Irónicamente, un sábado 11 de septiembre. No recuerdo bien de qué año, pero 2001 no fue, porque ese día el hermano mayor de un compañero entró a la sala de clases anunciando la noticia del atentado de las Torres Gemelas, y nuestro propio 11, el del golpe militar, pasó a segundo plano. Debió de ser en octavo básico, a los 13-14, cuando ya tenía una posición política marcada, todo lo marcada que podía ser a esa edad.
 Mi mamá no era de derechas, pero les tenía miedo, pavor, a los carabineros, y no me dejaba ir a marchas. Las noches del 11 de septiembre me las pasaba con mi hermana menor, mirando desde el segundo piso los actos de conmemoración y luego el enfrentamiento entre la policía y los manifestantes. Nos fascinaba, y esperábamos con ansias el día de estar nosotras también ahí, en ambos campos de batalla. A mí nunca me dieron miedo los pacos, y sé muy bien por qué. Pero recuerdo a una amiga temblando cuando el carro lanza-agua comenzó a acercarse, y a otro de la universidad impresionado con la policía montada, diciendo que ahora entendía el miedo de los troyanos al ver la gran caballería aquea. Recuerdo a un vecino saliendo furtivo de su casa a media noche, protegido con un casco de bicicleta. Recuerdo correr a toda velocidad por el bandejón central de la Alameda. Recuerdo reírme de los cantos de los anarquistas, pero quitarle la batería a mi celular por precaución. Recuerdo atravesar el ágora de la Facultad a las siete de la mañana, humeante por decenas de lacrimógenas como en un vídeo de Romain Gavras.
 Como mi mamá no me dejaba asistir a marchas, el torneo de atletismo, la mañana de ese 11 de septiembre, se convirtió en la coartada perfecta. Mi plan era el siguiente: asistir a la competencia, pero dado que participaba sólo en un par de carreras y que probablemente no pasaría a las finales –en esa época, a una paso de la adolescencia, ya no me importaba ganar o perder–, quedaría libre a eso de las diez-once de la mañana y podría asistir por primera vez a la romería del 11 de septiembre, marcha organizada por los familiares de víctimas de la dictadura. Nunca me enfrenté a un campeonato tan relajada, el lugar de la ansiedad era ocupado completamente por la manifestación, pero las cosas no resultaron como esperaba.
 Debí haberlo imaginado, porque mi madre no era la única que en Chile temía, y sigue temiendo, a la policía y las protestas, y así muchos de los padres no mandaron a sus hijos al campeonato por miedo a que sucediera algo. Casi no tuve competencia, y mi entrenador estaba tan excitado con la idea de obtener –¡al fin!– medallas que hasta me inscribió en pruebas que jamás había practicado, como el lanzamiento de la bala, las vallas y el salto alto. Me enseñó la técnica en unos pocos minutos y luego competí contra tres o cuatro niñas más y pasé a todas las finales. Cuando el torneo finalizó eran pasadas las dos de la tarde. No pude, ni quise, asistir a la marcha, pero mi cuello brillaba de oro y plata. Por supuesto, la historia no tiene nada épico, y la reflexión –triunfo falso, miedo y frivolidad– es tan obvia que no tiene gracia escribirla. De todas maneras, esa tarde, antes de volver a mi casa, me di un paseo por la Moneda, porque siempre fui y he sido más romántica que combativa, compré un clavel rojo y lo dejé bajo la estatua de Salvador Allende, junto a otros tantos más.

***

 Paulina Flores (Santiago de Chile, 1988) ganó con 25 años el Premio Roberto Bolaño por el relato Qué vergüenza, el cual da título a su primer libro de cuentos publicado en su país por la editorial Hueders.

letras.mysite.com (Paulina Flores)

domingo, 17 de septiembre de 2017

COMIENZA LA ASCENSIÓN


Pedro Delgado Fernández en la Carrera Urbana Ciudad de Málaga 2012
(Fotografía: José Chinchilla)

Ahora que he vuelto de un largo viaje por Albania, trato de ponerme al día con la prensa y los correos atrasados. Entre estos últimos, acabo de leer el relato que mi amigo Sergio Barce lanza a las redes desde su blog. Lleva por título Recuerdo un pequeño taller de bicicletas, y está incluido en su libro de cuentos Paseando por el zoco chico (Ediciones del Genal, 2015). Como en él aparece la figura de Eddy Merckx, el Caníbal, escalando una de esas montañas imposibles del Tour, y como el pasado viernes comenzamos el nuevo curso escolar, he pensado en la comparación que podemos hacer entre una cosa y la otra: el calendario escolar como el largo puerto que hemos de coronar, alumnos y profesores, si queremos alcanzar la meta allá por junio. Nos aguardan tres metas volantes, mucho esfuerzo y quizás algún que otro contratiempo pero si pedaleamos con ganas desde el principio seguro que todo será más fácil. ¡Ánimo a todos! Dan la salida y comienza la ascensión.


RECUERDO UN PEQUEÑO TALLER DE BICICLETAS
Por Sergio Barce

Recuerdo que había un pequeño taller de bicicletas enfilando la calle Cervantes, camino del Cine Avenida, a pocos metros de la bocacalle del callejón del Ideal. El encargado se llamaba Yasim. Yo llevaba allí mi bici plegable cuando se le rompía la cadena o se le pinchaba una rueda. De las paredes del local colgaban llantas con radios brillantes y otras con los radios oxidados, gomas y cámaras desinfladas, sillines usados, manillares de bicicletas de carrera y manetas de freno. Había un poster de Eddy Merckx el Caníbal subiendo la montaña enfundado en el maillot amarillo del Tour de Francia del 70.

Eddy Merckx, el Caníbal, con el maillot amarillo del Tour de Francia de 1970

 Para encontrar el pinchazo de la rueda, Yasim echaba un rápido vistazo por la cámara y, cuando creía haber dado con el punto por donde presumiblemente se evaporaba el aire, sobre la yema de su dedo índice depositaba saliva, una saliva densa y blanca, que luego aplicaba sobre el posible pinchazo. Aguardaba entonces unos segundos para comprobar si la saliva regurgitaba; si se formaban pompas era que había acertado. Luego, sólo era cuestión de parchearlo.
 Recuerdo que, a veces, había que esperar un buen rato cuando Yasim se tomaba un té, larachensemente, o se ponía a hablar con un amigo que iba camino de la Plaza y se había detenido a saludarlo. Hasta que no acabara de beberse el vaso de té verde o de hablar con su amigo, no había nada que hacer. En esos casos, me sentaba en la acera de enfrente, bajo la larga pared blanca sobre la que caía pesadamente el sol de la tarde. Cuando por fin decidía repararla, le pagaba y safi baraka, a  pedalear de nuevo dejando atrás el cine, bajando la cuesta del mercado a toda velocidad sin dejar de tocar el timbre para que los peatones se apartaran...
 Había también, en el pequeño taller, bicicletas de alquiler, y motocicletas de pequeña cilindrada. Olía a goma y a pegamento, y a gasolina y aceite.
 Recuerdo a un anciano que siempre aparecía cuando iba al taller. Alquilaba una bicicleta alta, de barra horizontal y manillar de carrera, aerodinámico, y con palanca de cambio de velocidades. Resultaba llamativo ver a un hombre tan mayor, con una bici tan moderna. Más curioso aún era el hecho de que vestía con una chillaba espartana, marrón, áspera, que se arremangaba para poder subir y sentarse en el sillín. Se ataba las perneras de su pantalón gris con unas pinzas de madera, de las que se usan para colgar la ropa, y antes de ponerse en camino se cubría la cabeza con la capucha de la chillaba. Apenas se le veía entonces el rostro. Se marchaba así, muy lentamente, tan despacio que parecía no tener fuerzas suficientes para dar un pedaleo. Pero poco a poco se alejaba por la calle, y no regresaba hasta la noche, cuando Yasim iba a cerrar, a la misma velocidad a la que se había ido por la mañana. Su silueta se recortaba al final de la calle Cervantes, bajando desde la avenida Mohamed V, y verlo era como contemplar a un siniestro fantasma que flotara sobre una luciérnaga. La luciérnaga, claro, era el faro de la bicicleta, y el fantasma su cuerpo embozado en la chillaba que, en la noche, se confundía con la oscuridad.
 Cuando devolvía la bicicleta, solía traer una bolsa con palmitos y yerbabuena colgada del manillar, se la entregaba a Yasim y se marchaba a grandes zancadas. Hasta otro día. No sé si con eso pagaba el alquiler de la bici, o si era un regalo que le hacía o simplemente un encargo. Pero el caso es que nunca abrió la boca, ni siquiera para saludar.
 El taller abría temprano. Al ir al colegio, yo pasaba por la puerta, aprisa, para no llegar tarde, y veía de reojo a Yasim sentado en un taburete de madera, con un vaso de té entre las manos, saboreándolo, antes de meterle mano a la faena, rodeado de bicicletas y de motos de pequeña cilindrada, y entre sorbo y sorbo se quedaba mirando a Eddy Merckx, el Caníbal, escalando la montaña, enfundado en el maillot amarillo del Tour de Francia del 70, soñando quizá que iba en el pelotón perseguidor...