viernes, 12 de abril de 2019

ANTONIO JURADO: FISIOTERAPEUTA Y ESCRITOR


Antonio Jurado con su primera novela: El árbol de la cucaña (Letrame Editorial)
Fotografía: Lucía Rodríguez

No hay ni un solo atleta en Málaga, al menos de los de mi época, que no se haya puesto alguna vez en manos de Antonio Jurado para solucionar una lesión. Mi talón de Aquiles durante mi etapa atlética siempre fue la espalda: contracturas musculares y pinzamientos del nervio espinal por un prolapso de disco en la zona lumbar. Recuerdo haber entrado más de una vez en la consulta del Centro de Rehabilitación Larios tieso como un Madelman, doliéndome hasta al respirar, y salir a la hora en perfectas condiciones para poder entrenar. De ahí que, como muchos otros, tenga a Antonio en un altar, y cuando alguien me comenta cualquier lesión, a San Antonio Jurado que lo mando.
 Yo he vuelto a él ahora para tratarme un rebrote de mis fascitis plantar, y hablando con él de libros (es lo que tiene que nos guste leer) me enteré de que había publicado una novela: El árbol de la cucaña (Letrame Editorial). Sus páginas se ambientan en  el Torremolinos de los años sesenta, cuando ese pequeño pueblo de pescadores se convirtió en la meca de la modernidad, "refugio de un nomadismo cosmopolita"; de ahí que Alfredo Taján se la hubiese presentado hacía unos días en La Térmica, pues el argentino afincado en Málaga desde hace un decalustro ya dirigió la edición de un número especial de la revista Litoral sobre el municipio: Torremolinos, de pueblo a mito, donde firmó un artículo en el que aseveraba que "Cuando los dinosaurios dominaban la tierra, Torremolinos ya existía y se comunicaba con los dioses del Olimpo". Amén de ser autor de Pez Espada, donde el famoso hotel de Torremolinos es el eje principal de la novela.


Presentación del último libro del escritor y fisioterapeuta Antonio Jurado, El árbol de la cucaña, junto al poeta y escritor Alfredo Taján. Fotografía: @latermicamlg, 13 de diciembre de 2018.

 Antonio me regaló un ejemplar de El árbol de la cucaña, y mientras me ponía ondas de choque para tratar mi fascitis plantar, comencé su lectura. Ya no lo pude soltar.

Pedro Delgado leyendo la última novela de Antonio Jurado en el Centro de Rehabilitación Larios
Fotografia: Lucía Rodríguez

 Durante la historia acompañamos a Falito Aranda desde Peñarrubia (hoy día cubierta por las aguas del embalse de Guadalteba) a La Tralla, y de allí a Torremolinos.

Peñarrubia, Málaga
Fotografía: Blog Málaga en Blanco y Negro

Peñarrubia, Málaga
Fotografía: Blog Málaga en Blanco y Negro

 El barrio de la Tralla era una herida abierta sobre aquella tierra olvidada de Dios desde tiempo inmemorial. Perdido en el recuerdo, su caótico origen al calor de las fábricas cercanas, surgió como un aluvión de chamizos y casas bajas habitadas por menesterosos obreros y pescadores de boliche, que sobrevivirían al tiempo encajonados entre el mar y las vías del tren. La fortuna esquiva los sometió a una realidad que aceptarían primero con asombro, con rabia más tarde y al final con la sumisión con que se soporta un destino imprevisto e inevitable. Algo indescriptible los anclaba a lo largo de la ancha orilla para compartir parejos un sentimiento cotidiano de fracaso, también la compartida frustración los igualó –todos los hombres se asemejaban en algún punto a su fracaso– y apretó como gavillas, hombro con hombro, para hacer más fácil eso del vivir.
La barriada El Perro, entre el mar y las fábricas la Cros y los Guindos
Fotografía: La Opinión de Málaga
 La Tralla en los primeros sesenta era una cadena de casas que, partiendo del lado de Levante, corría paralela al mar, hasta quebrarse por la parte de poniente donde entroncaba con otra doble fila más corta, ambas hileras se unían en vertical formando una gran L. A espaldas del brazo corto de la L estaba la factoría de Los Guindos, un complejo metalúrgico dedicado a la obtención del plomo. Desguaces del infierno semejaban sus enormes hornos donde se fundía la galena, cuyos líquidos residuos, color rojo incandescente, se vertían directamente al mar por medio de una grúa con forma de cono. Cuando la piedra fundida se enfriaba, el rojo magma se concretaba en azarosos trozos de escoria. La playa con el paso del tiempo se llenó de curiosas figuras de color oscuro. El resto de las fábricas eran químicas y, entre todas, delinearon un horizonte poblado de chimeneas muy altas, así diseñadas para que sus venenosos gases aterrizaran más diluidos.
Chimenea de la fundición "Los Guindos"
Fotografía: Blog Málaga en Blanco y Negro

 Con la ayuda de Antonio, al darme los nombres de la Estación del Perro y el Carril de la Chupa, localicé mentalmente La Tralla, en la que el propio Antonio se crió.

El tren a su paso por La Tralla, Málaga. Fotografía: Suburbio, conciencia social y militancia (Ediciones del Genal, 2018), de Pedro Andrés González.

 De entre los personajes que vivieron en ese lugar, Antonio nos recuerda a Doña María Terrón, quien "siguiendo el modelo ateniense", había hecho de la antepuerta de la casa de su hija una escuela.
 Muchas veces me he sorprendido a lo largo de mi vida recordando la mirada de María Terrón. A pesar de mis seis o siete años, siempre encontré algo de misterio en los ojos de aquella anciana, parca de palabras y de gesto adusto, pero había algo en ella, cuando se quitaba las gafas y miraba al mar, la ropa flameada por la brisa, que transmitía a la vez cansancio y paz interior. Creo que ella esperaba justa probidad al otro lado del viento, sabía que su justicia no la encontraría en este mundo.Con los años descubrí que María Terrón había sido directora de una escuela de la Institución Libre de Enseñanza, en tiempos de la república, y que en 1941 su marido fue fusilado por confundir los símbolos y ella apartada del magisterio. Nunca se supo más. Nunca ella quiso que más se supiera. Cuando murió, de su baúl sacaron libros que eran verdaderas joyas y de un pozo, excavado en el patio de su casa, seco y olvidado desde muchos años atrás, un arsenal de pistolas, fusiles y munición: obsoletos despojos de una guerra perdida. Su yerno una noche cargó aquella herrumbre en un bote y la arrojó al mar. Un turista de Madrid compró todos los libros al peso en el verano de 1969.
Pescadores del barrio de la Tralla, Málaga. Fotografía: Suburbio, conciencia social y militancia (Ediciones del Genal, 2018), de Pedro Andrés González. 
[...] En invierno las cosas en La Tralla eran muy distintas, el color del cielo se tornaba en gris espeso y las levantaras no era raro que durasen semanas, con olas grandes y marrones que alcanzaban las casas, rodeándolas a veces. El viento ululaba, soplando con tal fuerza que era capaz de arrancar los anuncios de chapa clavados en las paredes. Al presagio de levante duro con mar gruesa, las casas defendían sus puertas del mar sobreponiendo compuertas de madera por fuera del marco, las cuáles se sellaban con pegotes de yeso, mientras tanto, se habilitaba la puerta trasera, que daba a la vía del tren. Los inviernos en La Tralla tenían olor a salitre y a caldillo de pintarroja, y se sobrevivía del fiado en alguna de las dos tiendas del barrio. El fiado era un acuerdo tácito entre el tendero y el cliente, una promesa de pago sin más sustento que la palabra dada, que suponía aval suficiente. [...] El levante, a menudo, obligaba a que los marineros estuvieran en tierra tres o cuatro días y como este descanso se alargara, en cuanto el oleaje se amansaba un poco, empujados por la precisa hambre, de noche, se echaban a la mar, manteniendo al barrio en vilo. Al atardecer, el tenue sol abandonaba a La Tralla a su suerte, guiñándole en su huida un destello de terror. Principiaban largas noches de mariposas encendidas y trasiego de escapularios de la Virgen del Carmen.
 Describe Antonio en la página 55 un corralón perchelero que me trajo recuerdos del corralón de la calle Cerrojo en el que vivía mi abuela paterna, detrás de la Iglesia de Santo Domingo, unos corralones que podían haber quedado como vestigio de la arquitectura de una época y que fueron echados abajo en los años noventa para construir esa mole fea que constituye el edificio del Conservatorio Superior de Danza, un pegote incomprensible adherido a un templo del siglo XV.

Corralón de Calle Cerrojo, Málaga
 El 20 de febrero de 1965, Falito comenzó a trabajar con cinco hombres más y una reata de veinte burros en la extracción de arena del inmenso playazo virgen existente en el margen izquierdo del río Guadalhorce. La demanda del preciado material se disparó de tal manera que el descuaje de arena de la playa se hizo mucho más intensivo, de modo que, poco tiempo después, se incorporaron ingenios mecánicos y cintas transportadoras para dar abasto. En aquellos años Málaga entró en una espiral de desarrollo y las viviendas, hasta entonces un bien escaso, se multiplicaron como por milagro bíblico, creando colmenas humanas en una ciudad acostumbrada a las casas de una sola altura. El cielo de repente se llenó de grúas y andamiajes que no cesaban de parir cemento y ladrillos, creando colmenas verticales que cambiarían por completo el horizonte y la manera de convivir. La aclimatación de los vecinos conllevó una nueva convivencia de puertas cerradas y tabiques de cemento que acabó con la vecindad altruista y solidaria, además los nuevos pisos había que llenarlos de objetos y la publicidad trabajó a destajo para saturarlos de modernidad: fue la primera invasión de los electrodomésticos, indefectiblemente comprados a plazos, que hicieron algunas tareas más fáciles, pero que también llevaban dentro un caramelo envenenado: encerró a la gente cada vez más en su casa y a las puertas, antes abiertas, se les pusieron cerraduras dobles. Por primera vez los vecinos de toda una vida tuvieron, en no pocos casos, la consideración de ladrones en potencia. Ya había un baluarte al que proteger: por primera vez se tenía algo y había miedo a perderlo.
***
 Durante los años que duró la extracción de arena se retiraron miles de metros cúbicos, creando enormes socavones en la playa, que los levantes de invierno rellenaban en parte. Los daños que se perpetraron sobre el ecosistema que poblaba los humedales del Guadalhorce fueron irreparables con la desaparición para siempre de muchos animales. Se perdieron las colonias de nutrias, se esquilmaron las anguilas que cada noche de invierno se cogían por baldes –los pescadores las mataban con tabaco: simplemente le desliaban un par de Ideales en el cubo– y desaparecieron multitud de especies de aves. Nadie dijo nada al respecto, el pastel era demasiado goloso, se vislumbraba demasiado de todo como para pensar que la extinción de cuatro bichos podría poner freno a aquella orgía. Al tiempo comenzó a florecer el turismo en la vecina Torremolinos, cuyos huertos junto al mar se fueron sembrando sin descanso de hormigón, sometiendo a sus playas a una sobreexplotación que a la larga le darían gloria y muerte.
 También aparecen por sus páginas locales o establecimientos emblemáticos de Torremolinos: el Pedro's, bar de copas pionero en una de las esquinas de la plaza de la Costa del Sol; la Vaca Sentada, en plena Nogalera; el Top-Ten del Pasaje Pizarro; el Bossanova; el Pasaje Begoña; el Blue Note; el Harry's; el Pussycat; Le Petit Bilboquet, por donde pasaron la Bardot, la Cardinale, la Montiel y otros personajes del papel couché.

Pedro's bar, Torremolinos
 La Nacional 340 partía Torremolinos en dos, en el lado sur quedaban los barrios pesqueros y la calle San Miguel que desde la carretera se prolongaba en vertical hacia la playa. En aquel cruce se levantaba la plaza de la Costa del Sol y en una de sus esquinas estaba el Pedro's, bar de copas pionero, con amplio interior y dos filas de mesas en la terraza dispuestas como observatorios del ir y venir, era un lugar para ver y dejarse ver. Desde la esquina de la barra que daba a la plaza, Paco Corpas llevaba el control del establecimiento, siempre con un vaso y una bayeta entre las manos pendiente del detalle, mientras con la mirada y sutiles movimientos de cabeza dirigía a su cuadrilla de camareros, todos con casaquilla granate y palomita negra. Llevaba allí desde 1958 y ya era todo un referente en Torremolinos. Paco Corpas era un ilustrado de la barra, se manejaba con soltura en varios idiomas, conocía los códigos del grupo jaranero y el tempo del trago solitario, a ambos les daba el toque exacto y, más aún, sabía cuando convenía el palique o el mutis. En temas de algún compromiso siempre callaba y, si era interpelado, era maestro en desinflar el asunto con vacuas palabras rematadas con algún agudo comentario que desataba la risa de la concurrencia. Era infalible en fechas y onomásticas y capaz de dar razón con cierta solvencia sobre las cuestiones más peregrinas que pudieran plantearle.
 Y junto a ellos el Frankie's; el Madrigal, sala de fiesta de referencia de la Costa del Sol; el King's Club; el night club El Lago Rojo; el hotel Stella Polaris; El Clavo Ardiendo o el Casablanca, club de ambiente gay en la zona alta de Montemar que dirigió el escocés Peter Langley.
Langley había dirigido una sala de fiestas en la bella Agadir de finales de los cincuenta. En aquellos años, la ciudad marroquí era la meca del turismo homosexual llegado de cualquier rincón del globo, con una tolerancia desconocida en otros lugares del mundo. El 28 de febrero de 1960, la ciudad sufrió un devastador terremoto. La intolerancia encontró su momento y de inmediato difundió el suceso como una anunciada maldición bíblica: la tierra se abrió como una granada expiatoria, las deudas de la carne debieron ser incalculables, pues Agadir quedó totalmente destruida. A la vista del desastre, la comunidad gay se trasladó a Torremolinos, un pueblecito del sur de España, que les ofrecía la suficiente discreción.
 También menciona la crepería El Goloso, con sus crepes de frambuesa y azúcar, que dio nombre al pasaje que une la Plaza Costa del Sol con la Plaza de la Gamba Alegre. Recuerdo que nos gustaban mucho aquellos crepes a mí y a mis hermanos, y que después mis padres nos llevaban a pasear por la calle San Miguel, aunque el recuerdo es de otra década (los setenta).

Abierta en 1963, la crepería El Goloso daría nombre al pasaje que unía las dos plazas, Torremolinos
Fotografía: www.aqueltorremolinos.es

Calle San Miguel, años sesenta. Fotografía: www.aqueltorremolinos.es
 Un poco más abajo resistía el barrio de La Carihuela, reducto de los últimos pescadores, donde la mayoría de sus vecinos habían desertado de la dureza de la barca para reciclarse en camareros. Ya entonces eran las mujeres quienes marcaban el pulso de aquella amalgama de casas bajas, mientras respiraban con el estigma del luto encima, combinando el negro de mil formas distintas durante toda una vida. Los días se sucedían implacables, sin dejarles tiempo para tener clara conciencia de la irreversibilidad de los cambios. Confundido por el estupor del calor y sin oponer resistencia, aquel Torremolinos transmutó mansamente del blanco y negro al color y, cuando quisieron saber qué pasaba –si alguien quiso saberlo–, la veda ya estaba abierta al hedonismo. Los nativos de repente fueron invitados, como mano de obra, a la gran metamorfosis, e improvisaron lo que no pudieron aprender, bien es verdad que tampoco los pilotos de aquel cambio tenían claro a dónde querían llegar ni cómo hacerlo, todo se reducía a caminar hacia delante con un sentido único, económico para unos, voluptuoso para otros. 

*** 
 ¿Cómo pudieron conjugar una vida que se iniciaba de madrugada yendo por agua a la fuente, salpicada de rezos y partes en la radio, con aquella perenne e impía verbena? 

*** 
 El roce producido por el trasiego entre unos y otros, nativos y forasteros, iba dejando arañazos en el existir de aquellas gentes. Las heridas en muchas ocasiones tuvieron doble sentido, como el alambre de espino. A cuántos escandinavos pasados los años los asalta un recuerdo, aunque sea mínimo, de aquellas estancias en España, cuando el viento de poniente les empujaba en largos paseos con los pies desnudos por la inacabable playa. Entonces les invade la nostalgia del sueño imposible, de revivir lo que una vez conocieron en aquel país extraño, de raras costumbres, salpicado de cal y de sal marina, aquel lejano pedazo de tierra, de calles recónditas y plazuelas con latas de geranios, de estrechas calles llenas de pregones, de pozos hondos, de cuadras y aparejos, de pinos con tablillas con el nombre de sus ahorcados, de sandías abiertas como enormes corazones, de olor a pan caliente y a pescado frito.
 Antonio Jurado mezcla en su novela personajes reales (Rafael Aranda lo es) con ficticios, como Dino Galarza o el pintor Maxence Ceulemans de Villa Theo ("Aunque conocí a muchos pintores como ese que exponían en la galería de arte que había en el Pasaje Zacatín", me apunta Antonio). Y hablando de pintores, comentar que en las páginas de El árbol de la cucaña aparece la célebre anécdota del Pedo de Dalí, pintor y personaje, a partes iguales, que también pasó por Torremolinos. Y, como no, el episodio de la famosa redada en el Pasaje Begoña la noche en que la dictadura quiso acabar con el ambiente gay de Torremolinos, un hecho que tuvo eco hasta en la prensa extranjera.
 Quien no sepa lo que es una cucaña y de dónde viene el título de la novela, tendrá que esperar a la página 219.
[...] Le pareció extraño la original situación de un viejo tronco de árbol, cuyo extremo coincidía con el centro de la alberca. Giró la cabeza y Palomeque, que procesaba tras él, le explicó que había aprovechado aquel madero, que llevaba años junto a la tapia del patio, para hacer una cucaña. 
 El pintor no supo con certeza a qué se refería, entonces Palomeque le completó el relato: se unta el tronco de jabón y aceite y se coloca una banderita en la punta del mismo, los contendientes han de andar descalzos sobre el tronco hasta coger la bandera. Si resbalan, van al agua.
 Además de fisioterapeuta, Antonio es un gran amante de la música, con una colección de discos inmensa y un libro escrito sobre el tema: Historia de la música pop a través de sus canciones (Siníndice Editorial, 2017).


 Quizás por ello, la música aparece por las páginas de su primera novela a modo de banda sonora. Aquí les dejo algunas de esas canciones.

Vino Amargo (Rafael Farina)


Le falta un clavo a mi cruz (La Consentida)


Espérame en el cielo (Antonio Machín)


Capullito de alhelí (Nat King Cole)


El Pirata (Ennio Sanguino)


Sapore di sale (Filippo Carletti y su orquesta)


Sympathy (Rare Bird)


Achilipú (Dolores Vargas)


Windmills of your mind (Alison Moyet)


La Pared (Bambino)


Puro teatro (La Lupe)


Tú me acostumbraste ( Frank Domínguez)


Strangers in the night (Frank Sinatra)


You really got me (The Kinks)


Aquarius (Hair)


Good Morning Starshine (Hair)


Hallelujah (Leonard Cohen)


Blowind in the wind (Bob Dylan)


Let the sunshine in (Hair)


 Por último, quiero dejarles aquí el enlace a Librerías Proteo y Prometeo por si no encuentran el libro en su librería habitual.

https://www.libreriaproteo.com/libro/ver/id/2264551/titulo/el-arbol-de-la-cucana.html

Y cuando lo tengan pásense por calle Pinzón, 10 para que se lo dedique.

Antonio Jurado con su novela El árbol de la cucaña (Letrame Editorial)
Fotografía: Lucía Rodríguez

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