Toda Olimpiada tiene sus héroes, pero estos no son únicamente los que se cuelgan las medallas. Los hay que tienen que enfrentarse a las adversidades: atletas que se desorientan y no atinan a dar con la meta; atletas que caen por un tropiezo, un empujón o un roce y se levantan para seguir; atletas que llegaban con la vitola de favoritos y sucumbieron ante el coraje de otros; atletas que se retiran, que abandonan la pista mientras los demás continúan corriendo y desaparecen del mundo perseguidos por sus fantasmas, presos de sus remordimientos; y, por último, los hay que fallecen en el esfuerzo como personajes de una tragedia griega. A este último grupo es al que pertenece el héroe de Cementerio de pianos.
El personaje real del que se vale el escritor portugués José Luis Peixoto para anclarnos a las páginas de esta novela es Francisco Lázaro, un corredor de fondo luso que falleció mientras disputaba la maratón de los Juegos Olímpicos de Estocolmo en 1912.
El personaje real del que se vale el escritor portugués José Luis Peixoto para anclarnos a las páginas de esta novela es Francisco Lázaro, un corredor de fondo luso que falleció mientras disputaba la maratón de los Juegos Olímpicos de Estocolmo en 1912.
Francisco Lázaro |
Lo demás, la trama narrativa que construye Peixoto con ese hecho y los otros episodios y personajes que aparecen en sus páginas, como muy bien nos apunta el autor al final del libro, son absolutamente ficticios. Son tres Franciscos (el atleta, su padre y su hijo) los que hacen de narradores, intercalando sus historias familiares y personales desde épocas y prismas distintos, dudando uno a veces si es uno u otro el que se dirige a nosotros, una muestra de la indisolubilidad de ese vínculo familiar.
Nada más que por tener por escrito este pensamiento y poder subrayarlo ya merece la pena tener este libro. Un pensamiento que hemos tenido todos aquellos que hemos sido padre, pero que nunca hemos sabido plasmarlo en un papel. Y luego está la parte deportiva, escrita desde las sensaciones de un escritor que, para no faltar a la realidad, se ha obligado a calzarse las zapatillas deportivas, a preparase para correr algunas medias maratones, para sentir esa voz, ese Pepito Grillo que habita en nuestra cabeza, que te pide que aflojes el ritmo o que pares cuando más hay que sufrir en una carrera.
Tiene la escritura de Peixoto una cadencia repetitiva y poética, más cercana a la literatura latinoamericana que a la europea, que te envuelve y te atrapa, que te acuna y te reconforta. El cementerio de pianos que da título a la novela es una sala cerrada del taller de carpintería, en la que almacenan apilados viejos pianos en los que buscar piezas con las que reparar a su vez otros pianos.
Saber el destino de nuestro héroe no quita ni un ápice de emoción a la lectura, y, llegados a las páginas finales, hay que tragar saliva para aliviar ese nudo que se te forma en la garganta con la voz del locutor, una voz que sale de la radio que hay sobre el frigorífico como si hablara a través de un embudo, y con esa madre y esos hijos y nietos que siguen la crónica a varios miles de kilómetros de distancia ese domingo festivo que, poco a poco, se tornará en tragedia. El motivo, deberán buscarlo ustedes en las páginas de esta magnífica novela.
"Miraba los pianos muertos, recordaba cómo había piezas que resucitaban dentro de otros pianos y creía que toda la vida podría ser reconstruida de aquella manera. Todavía no estaba enfermo, mis hijos crecían y se convertían en los muchachos que, muy poco tiempo atrás, yo mismo había sido. El tiempo pasaba. Y tenía la seguridad de que una parte de mí, como las piezas de pianos muertos, seguiría funcionando dentro de ellos. Entonces, me acordaba de mi padre: su rostro en la fotografía, la caja de medallas, sus historias contadas por la voz de mi tía o por la voz de mi tío: y tenía la seguridad de que una parte de él seguía viva en mí, la resucitaba todos los días en mis gestos, en mis palabras y en mis pensamientos. Una parte de mi padre resucitaba cuando me veía en el espejo, cuando existía y cuando mis manos seguían construyendo todo aquello que él, en secreto, tan próximo y tan distante, había comenzado. Entonces, pensaba que había una parte de mi padre que permanecía en mí y que les entregaba a mis hijos para que permaneciese en ellos hasta que un día empezasen a entregársela a mis nietos. Lo mismo sucedía con aquello que era solamente mío, con aquello que era solamente de mis hijos y con aquello que era solamente de mis nietos. Nos repetíamos y nos separábamos y nos acercábamos. Éramos perpetuos los unos en los otros".
Nada más que por tener por escrito este pensamiento y poder subrayarlo ya merece la pena tener este libro. Un pensamiento que hemos tenido todos aquellos que hemos sido padre, pero que nunca hemos sabido plasmarlo en un papel. Y luego está la parte deportiva, escrita desde las sensaciones de un escritor que, para no faltar a la realidad, se ha obligado a calzarse las zapatillas deportivas, a preparase para correr algunas medias maratones, para sentir esa voz, ese Pepito Grillo que habita en nuestra cabeza, que te pide que aflojes el ritmo o que pares cuando más hay que sufrir en una carrera.
"unos por otros. Pasan grupos de corredores por delante de mí. No sé qué viento los lleva. El sol me aplasta contra el suelo. El sol me dobla la espalda, el sol me tira del pecho, pero yo soy más fuerte, más fuerte, más grande que el cansancio. Hace mucho tiempo que conozco el instante en que el cuerpo empieza a repetir: para, para, para. Mis piernas no paran. Para, para, para. Pero sigo alternando los brazos por delante del tronco, como si diera puñetazos al aire, como si luchara con el aire y lo volviera cada vez más débil, cada vez más cerca de rendirse. Y el cuerpo es más pesado que el barco que me trajo de Lisboa. Para, para, para. No paro. Ahora pasan grupos de corredores por delante de mí, el viento los lleva pero yo soy más grande que el cansancio".
"Pero, cuando iba a entrenar, pasaba corriendo por las calles y nadie se podía imaginar el mundo de palabras que llevaba conmigo. Correr es estar absolutamente solo. Lo sé desde el principio: en la soledad, me es imposible huir de mí mismo. Tras las primeras zancadas, inmediatamente se alzan muros negros a mi alrededor. Inofensivo, el mundo se aleja. Mientras corro, me quedo parado dentro de mí y espero. Quedo finalmente a mi merced. Al principio tenía trece años y corría porque encontraba el silencio de una paz que creía que no me pertenecía. No sabía aún que era el reflejo de mi propia paz. Después, cuando la vida se complicó, era demasiado tarde para poder parar. Correr formaba parte de mí igual que mi nombre".
Tiene la escritura de Peixoto una cadencia repetitiva y poética, más cercana a la literatura latinoamericana que a la europea, que te envuelve y te atrapa, que te acuna y te reconforta. El cementerio de pianos que da título a la novela es una sala cerrada del taller de carpintería, en la que almacenan apilados viejos pianos en los que buscar piezas con las que reparar a su vez otros pianos.
"Tras pasar días enteros haciendo puertas y ventanas, bancos y mesas, soñando con pianos, mi padre cerraba el portón del taller y corría por las calles de Lisboa, contra las calles de Lisboa, corría y rasgaba las calles de Lisboa. Después, llegaba temprano a las carreras que se disputaban los domingos por la mañana. Cogía trenes en Santa Apolónia y, él solo, viajaba en segunda clase hasta los alrededores o, a un ritmo suave, corría hasta diferentes zonas de la ciudad. Cuando había maratones, mi padre llegaba y los demás corredores lo miraban de lejos. En aquellas miradas podía haber miedo o desdén, pero lo que había era miedo y, por lo tanto, fingían que había desdén. Mi padre los ignoraba, vivía solo dentro de su propia luz".
Saber el destino de nuestro héroe no quita ni un ápice de emoción a la lectura, y, llegados a las páginas finales, hay que tragar saliva para aliviar ese nudo que se te forma en la garganta con la voz del locutor, una voz que sale de la radio que hay sobre el frigorífico como si hablara a través de un embudo, y con esa madre y esos hijos y nietos que siguen la crónica a varios miles de kilómetros de distancia ese domingo festivo que, poco a poco, se tornará en tragedia. El motivo, deberán buscarlo ustedes en las páginas de esta magnífica novela.
"[...] Juntos. Cuando no están mirándose unos a los otros, están mirando hacia la radio o hacia el aire, mezclando sus pensamientos con la voz del locutor. Ha empezado el maratón. Va entre los primeros. Es el único que corre con la cabeza descubierta. La voz del locutor son las imágenes de lo que dice. Son imágenes diferentes en los ojos de cada uno. Salen del estadio. Francisco va entre los primeros".
Francisco Lázaro con el dorsal 50 y la cabeza descubierta Maratón de los Juegos Olímpicos de Estocolmo de 1912 |
"porque no quiero mirar a los corredores que hay a mi alrededor. Sé que, en sus casas, tienen gente que habla otras lenguas y que los esperan igual que en mi casa me esperan a mí. Tienen nombres y tienen infancias. Sin girar la cabeza directamente hacia ellos, veo sus bultos borrosos en los márgenes de la vista. En esa mezcla de manchas de colores, me doy cuenta de que ellos tampoco miran a nadie. Así como corremos aquí por las calles de Estocolmo, corremos dentro de nosotros. En la meta, la distancia y el peso de este maratón interior serán tan importantes como los kilómetros de estas calles y como el calor de este sol. Mientras levanto un pie para dar una zancada, el otro pie se afirma en el suelo. Si el mundo se parara en el instante en que tengo un pie levantado, avanzando, y el otro pie clavado en el suelo, podrían crecer raíces a partir de este pie firme que me sostiene. Esas raíces podrían penetrar por los intervalos de tierra entre las piedras de la calle. Pero yo no dejo que el mundo se pare. Después de una zancada, otra, otra"
P.D.: Esta entrada está dedicada a José Mestre, Carlos Calado, Rui Correira, Fernando Fernández, Domingo Barroso, Rui Correa, Jorge Guerreiro, Luis Costa, Brito Americo, Macedo Arlindo, Luis Raposo, Marques Joao, Antonio Correira, Loao Monteiro, Natalio Penas y Joao Canvaleiro, atletas portugueses con los que tantas "batallas" libramos (decidme si me olvido de alguno). Recuerdo que unos llevaban camisetas amarillas y otros de franjas verdes y blancas y que la mayoría pertenecían a los clubes Playa da Salema, Grupo Sportivo Loures y C. Atlético Algarve. Un gran saludo para todos ellos.
José Luís Peixoto nació en 1974 en Galveias, Ponte de Sor, Portugal. Es licenciado en Lenguas y Literaturas Modernas (inglés y alemán) por la Universidade Nova de Lisboa. En 2001, su novela Nadie nos mira recibió el Premio Literario José Saramago.
www.joseluispeixoto.net
Los textos entrecomillados, sacados del libro, pertenecen a la edición de 2007 de Cementerio de pianos, editada por El Aleph Editores con traducción de Carlos Acevedo. El libro se acaba de reeditar y pueden conseguirlo en la Librería Luces.
Gracias, Pedro, por hacernos descubrir historias. Ya me has metido el gusanillo del libro este. Que siga la cosa. GRAN BLOG!!
ResponderEliminarGracias a ti y a todos los que visitáis el blog por perder un poco de vuestro tiempo en leerme. La verdad es que no imaginé que fuese a tener tantas visitas...
ResponderEliminarY corre a Luces a por el libro. Nuestro amigo Miguel Ángel Moya ya se te ha adelantado y lo va a empezar hoy.
Un abrazo.