El nadador como héroe, de Charles Sprawson (Ediciones Siruela) Fotografía: Pedro Delgado |
El día de la travesía a nado del Faro de Torrox, viendo el cielo encapotado y la amenaza de que el mar se picase, pensé en la dimensión homérica que tiene la natación y en El nadador como héroe, el erudito ensayo de Charles Sprawson (Karachi, 1941-2020) sobre el arte de nadar.
Las semillas de aquel libro las sembraron los cuatro años que el autor trabajó impartiendo clases de cultura clásica en una universidad árabe.
Había solicitado el puesto tras toparme con un anuncio escrito en latín en la columna de anuncios por palabras del diario The Times, cuando trabajaba como guarda en una antigua piscina pública, de la época victoriana, en Paddington, tan deprimente y tan sucia que nadie la visitaba. En Arabia, al igual que en la piscina de Paddington, leer era la única diversión, de modo que durante aquellas largas tardes, mientras la ciudad al completo dormía, yo devoraba libro tras libro entre las sombras del patio de nuestra casa de adobe, en el barrio árabe, y luego una vez más, bien entrada la noche, bajo las estrellas que se extendían sobre nuestro techo almenado. Como no había otra cosa que hacer, tomaba abundantes notas acerca de todo cuanto leía. El calor, la atmósfera reseca y la ausencia de piscinas me volvieron dolorosamente sensible al más ligero indicio de agua, a cualquier efímera referencia a la natación. Repasando ahora esas notas raídas veo que en la página 180 de Fiesta, de Hemingway, un personaje «nadó con los ojos abiertos y todo era verde y oscuro», que el Babbitt de Sinclair Lewis era «uno de los mejores nadadores de la clase», y cuando se dio un chapuzón, «las sombras de las burbujas de aire que se le aferraban al vello se reproducían como un extraño musgo de la jungla». Todavía recuerdo el hipnótico efecto de los versos de Coleridge que describían un estanque de piedra bajo una catarata, donde el agua se reagrupaba continuamente en su «obstinada resurrección» para adoptar la forma de una rosa. En el extraño y antinatural clima que yo habitaba, detalles semejantes se me antojaban extraordinariamente significativos. Dedicaba párrafos enteros a la importancia de las fuentes en Nathaniel Hawthorne, a la variable profundidad del mar en Melville, a la pesca de Thoreau en el lago Walden, al tiburón en la literatura americana. Novelas y poemas parecían girar en torno al agua y la natación, de una forma bastante desproporcionada respecto a las intenciones del autor. Puedo simpatizar ahora, al confesar la demencial irrelevancia de esas notas, con cierto cronista del siglo XIX de los primeros años de la natación, que dedicó toda su vida a historiar tal asunto y que en sus viajes por Inglaterra y Francia a la caza de libros se sentía sempiternamente «avergonzado al preguntar a libreros, con harta vacilación, si tenían algún libro sobre la natación».
Viendo a los nadadores dispuestos en la línea de salida, pensé en el entrenamiento que había detrás, en esas largas horas sumergidos en solitario en un estado de introspección que requiere de una particular psicología y de una extrema «sensibilidad al agua», la misma sensibilidad que muestra Charles Sprawson en las páginas de su ensayo, traducido por Lorenzo Luengo para Ediciones Siruela.
El nadador, buceador y escritor Charles Sprawson (1941-2020) Fotografía: The Guardian |
Cuando dieron la salida por el megáfono, todos corrieron a zambullirse en pos de la primera boya. Cuenta Sprawson en su libro que en el siglo XIX se consideraba a los ingleses los mejores nadadores del mundo, «en una época en que la pasión por los deportes atléticos y los juegos se convirtió en su rasgo distintivo, y les hizo objeto de la fascinación del resto de Europa».
Incluso a los suizos nos han enseñado a escalar nuestras propias montañas –observa Jung– y a convertir tal cosa en un deporte.
Era cuando se tenía a Londres por la capital de la natación mundial. Sin embargo, en la prueba de Torrox apenas participan 4 británicos, probablemente turistas o veraneantes más que atletas que han viajado hasta aquí ex profeso. Me pregunto si alguno de ellos sabrá quién fue el capitán Matthew Webb –ahogado en los remolinos que se forman en los rápidos inferiores de las cataratas del Niágara– o Annette Kellermann –la primera mujer en cruzar a nado el canal de la Mancha–, las figuras alrededor de las cuales gira la historia de la natación, pues «como resultado de su ejemplo la natación se convirtió en una moda popular por toda Europa y América».
Los nadadores rompen la superficie del agua y, tras un crescendo de espuma, se desplazan a crol, un estilo inspirado en los nativos del Orinoco y de los mares del Sur que se impuso hacia finales del siglo XIX. Algunos, conforme avanza la prueba, y debido al cansancio, alternan el crol con la braza.
Durante años los nadadores habían adoptado como modelo de estilo los movimientos de la rana, que habían desplazado a los del perro, su inspiración hasta la época isabelina.
¿Por qué no estoy yo entre esos esforzados nadadores? Pues seguramente porque para mí los baños en el mar están más relacionados con la salud que con la actividad física. Mi madre tenía muy claro que una quincena de baños diarios en la playa eran el mejor antídoto para los resfriados del invierno. Además de que mejoraban el apetito, la piel, el pelo, él ánimo y cualquier otra cosa que se terciase. De ahí que el cuidado de la salud, convertido en algo hedonista, imperase frente al reto de nadar hasta la boya y lo agónico de la competición en el mar. Aunque a veces nadaba mar adentro con mi hermano mayor para traer a la orilla los pulpos que el marido de una sobrina de mi madre cogía del fondo pedregoso del mar (aún recuerdo cómo me apretaban el brazo y las marcas que dejaban las ventosas), a lo único que me enfrentaba con mis hermanos era a las olas. Tan divertido era saltarlas como dejarnos revolcar por ellas. Otra cosa distinta era la piscina, ahí sí recuerdo retarnos de niño a ver quién cubría más rápido el largo o el ancho de la piscina, quién cogía más monedas del fondo o quién era capaz de bucearla entera sin sacar la cabeza del agua. Después, de adolescente, llegó el atletismo, y le llevé la contraria a Aristófanes, quien «se lamentaba de que los jóvenes estuvieran abandonando las pistas de atletismo para llenar las piscinas». Para competir tenía las carreras, y con eso me bastaba y sobraba.
Los nadadores que se han atrevido a participar en esta travesía nadan un kilómetro y medio en dirección a Málaga, dejando atrás el faro de Torrox y los restos arqueológicos de unas termas romanas. Ese emplazamiento seguramente habría sido del agrado de Sprawson, que dedica el segundo capítulo del libro a la civilización griega y romana. Si la primera parecía girar alrededor del agua, la segunda heredó de los griegos su pasión por el agua.
«Los romanos lo llamaban acqua felice», musita una niña en una de las películas de Fellini, mientras escucha el murmullo del agua en una gruta pagana, y en otro filme una reencarnación de Afrodita o de Venus alarga el brazo para acariciar las antiguas aguas del acueducto de Virgo que se vierten desde la Fontana di Trevi.
Tras la caída de Roma, declinó progresivamente el atractivo del agua.
Con la llegada del cristianismo, Occidente comenzó a perder interés en el mar y en la tradición que se había extendido progresivamente desde Grecia y el Egeo. Por toda la costa del Mediterráneo, las villas que tiempo atrás habían puesto su mirada en el mar comenzaron a volcar sus energías tierra adentro. El labrador de Brueghel ignoraba al Ícaro a punto de ahogarse. Lo que había sido una civilización marítima pasó a cultivar la tierra, y el islam se apoderó del Mediterráneo. De los cuatrocientos baños de vapor construidos por los árabes entre las fuentes de Granada solo uno sobrevivió tras los primeros cien años de la cristiandad.
El choque entre la Iglesia cristiana y la natación no tardó en llegar: (...) El nado, como el placer sexual, llegó a estar de alguna forma asociado al diablo, y casi fue suprimido durante el dominio de la cristiandad en Europa. No fue hasta comienzos del siglo XIX cuando volvió a ser popular.
Por el capítulo 3 aparecen antiguos estudiantes de Eton, etonianos ilustres como el poeta y crítico literario Algernon Charles Swinburne o el escritor y poeta romántico Percy Bysshe Shelley, –marido de la autora de Frankenstein, Mary Shelley–, quien murió ahogado en las costas del mar Tirreno en Italia. Charles Sprawson nos habla en esas páginas de los «vínculos entre la natación y la literatura clásica, la sociedad civilizada, la inocencia y la amistad» en el colegio de Eton.
La natación, de hecho, llegó a estar tan organizada que se publicó un libro, El arte de nadar al estilo Eton, escrito por el entrenador de natación de la escuela, el sargento Leahy, ex-campeón del mar Rojo. El estilo Eton era una brazada particularmente elegante (...)
Por allí también aparece el gran escalador Geoffrey Winthrop Young, profesor en Eton, quien justo antes de la Primera Guerra Mundial pasó unas vacaciones cabalgando por Asia Menor.
Geoffrey Winthrop Young, escalador y escritor, en 1898 |
En la guerra perdería una pierna, y su hermano, que había sido un formidable saltador, un brazo. (...) El tour de Geoffrey tenía como finalidad visitar los grandes ríos de Homero. En las cercanías de Troya estuvo a punto de pisar la triste corriente del Simois sin siquiera reparar en ello: «Pero entonces detuve en seco a mi rucio y conseguí que metiera sus cuatro patas a la vez en el agua, y nos detuvimos allí por puro respeto».
Al inmortal poeta romántico y aventurero Lord Byron, cuyo nombre ya ha aparecido en los capítulos previos, le reserva Charles Spawson el cuarto capítulo, que lleva por título La tradición byroniana y que abre con esta cita de Byron al cruzar a nado el Helesponto: «Me vanaglorio de esta hazaña más de lo que me fuera posible hacerlo de gloria alguna, política, poética o retórica». «Allí donde Byron nadaba, el lugar se convertía poco menos que en un enclave sagrado».
Lord Byron vestido a la usanza típica albanesa Óleo de Thomas Phillips, 1835 National Portrait Gallery, Londes |
Escribo este capítulo entre las sombras de una taberna con techo de rota, cubierto de buganvillas, junto a una piscina azul situada en lo alto de un acantilado que asoma a las olas del Egeo, un lugar inmejorable para describir a Byron. Si Shelley era el más patético de los nadadores, a Byron se le suele contar entre los mejores de su época. En un lugar de la costa del golfo de La Spezia, donde Shelley se ahogó, se alza un zócalo dedicado a «Lord Byron, Famoso Nadador Inglés y Poeta». Su paso del Helesponto impresionó de tal manera a un médico de Bolonia que insistió en probar las fuerzas físicas de resistencia del «celebrado genio acuático». Era una de las cualidades que le convirtieron en una leyenda en Europa, y que le permitieron distanciarse de esa sociedad literaria a la que tanto despreciaba, aquellos que se limitaban a ser «solamente autores», «los ingenios de postín que nunca llegarán a caballeros: ahí se quedan con su diario "el té está servido", su acogedor circulito y sus eruditas damiselas».
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Al ser cojo, nadar le brindaba algunos de los más jubilosos momentos de su vida, aunque nunca se quitaba los pantalones para así ocultar su deformidad. Únicamente cuando nadaba podía experimentar una completa libertad de movimientos, un principio al que había consagrado su vida. Tenía contraído el tendón de Aquiles, lo que le obligaba a caminar de puntillas, produciendo una manera de andar entre amanerada y afectada.
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Nadar es una de esas «actividades que uno siente en lo más profundo» cuyo principal atractivo era la «agitación inseparable de sus logros», y que, como el juego y el viaje, satisfacía el «devorador vacío» que Byron sentía tan a menudo.
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La más célebre de sus hazañas venecianas fue la competición de nado a la que le desafió el caballero Angelo Mengaldo, un hombre de similar temple romántico y egotístico que, durante la retirada de Napoleón en Moscú, había cruzado a nado los ríos Danubio y Berézina bajo fuego ruso. Se les unió quien para Byron era uno de sus más íntimos amigos de correrías, Alexander Scott. La carrera comenzó en el Lido y los tres nadaron hacia Venecia. En la entrada del Gran Canal, Scott y Byron marchaban muy por delante de Mengaldo, y esa fue la última vez que le vieron. Mengaldo se subió a una góndola cuando había recorrido la mitad de la laguna. Lo habían dejado «reducido a burbujas», en palabras de Byron. Los ingleses continuaron la carrera. Scott se retiró tras el puente de Rialto, mientras que Byron siguió todo el recorrido hasta el Gran Canal, para terminar en las escalinatas de su palacio, habiendo nadado a lo largo de tres horas y cuarenta y cinco minutos. Los venecianos lo apodaron «el pez inglés».
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Byron había cruzado el Helesponto junto a un tal míster Ekenhead el 3 de mayo de 1810. El estrecho tiene poco más de kilómetro y medio de anchura, pero la corriente lo hace tan arduo que el propio Byron dudaba si «los poderes conyugales de Leandro no se habrían visto extenuados en su pasaje al paraíso: probé a intentarlo la semana pasada, y fracasé debido al viento del norte y a la maravillosa rapidez de la corriente, aunque desde niño he sido un nadador enérgico, pero esta mañana, al encontrarse el agua más en calma, tuve éxito y crucé el "ancho Helesponto" en una hora y diez minutos».
El mito de Hero y Leandro, óleo de William Etty The Art Book Phaidon Press |
Otro que compartía con Byron la fascinación por el mar y las olas era el escritor, poeta y dramaturgo Alexander Pushkin, que en medio del invierno ruso se levantaba temprano para bajar al río, romper el hielo y zambullirse en aquellas aguas heladas.
Un incidente en el Dniéper, cuando Pushkin observaba a dos prisioneros encadenados entre sí, nadando a través del río para conseguir la libertad, fue la inspiración para su poema Hermanos ladrones, y le hizo imitar su acción y cruzar por su cuenta el río. Acabó sacudido por la fiebre «en la casucha de un judío, delirando, sin un médico a mano y con una jarra de limonada como único remedio».
Es tal la exhibición cultural de Sprawson, la retahíla de mitos, nombres –Horacio, Alma-Tadema, Henry Scott Tuke, Paul Valéry, Flaubert, George Borrow, Coleridge, Kingsley, Denton Welch, Frederick Rolfe "Barón Corbo", Rupert Brooke, Trelawny, Hart Crane, Saki, Fitzgerald, Ernest Raymond, André Gide, David Hockney y un larguísimo etcétera– y citas, que uno se ve abrumado en la lectura. Es cierto que uno no deja de aprender cosas interesantes, como que «la pasión que Edgar Allan Poe sentía por Byron le llevó incluso a plantearse tomar un barco rumbo a Europa para luchar por la independencia griega», pero a veces uno echa de menos más vivencias personales del propio autor, como las que nos cuenta cuando él mismo imitó a Byron en el cruce del Helesponto, cuando intentó cruzar el estuario del Tajo en Lisboa o cuando se bañó en las piscinas romanas de Gafsa, al borde del Sáhara.
Hace cuatro años volé a Turquía para cruzar el Helesponto. Lo dejé para muy tarde. No quedaban ni dos días para que acabasen nuestras vacaciones, cuando tomamos la curva del camino que partía de Troya, y allí estaba, ante nosotros, a la luz de la tarde, como un gran lago italiano, con las colinas de Galípoli al norte y un estrecho afluente que lo comunicaba con el mar. Los perpetuos cielos azules se hallaban, por primera vez, veteados de nubes. Un viento crudo rizaba la superficie, y la corriente, que siempre es intensa, obligaba ahora al agua a pasar con fuerza por el estrecho. Muy pocas horas después, desesperado porque se agotaba el tiempo, caminé sobre los guijarros y me metí en el agua en el punto más estrecho del canal, donde el ferri abandona la península de Galípoli para regresar a Çanakkale. Enseguida me di cuenta de mi error.
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A mi regreso a Inglaterra me decepcionó leer que, para Byron, cruzar el estuario del Tajo en Lisboa había supuesto una aventura mucho más peligrosa, de modo que el verano siguiente me sentí en la obligación de reservar nuestras vacaciones en Portugal. A Byron le desconcertó su poderosa corriente y contracorriente, el fresco soplo del viento, y aunque la distancia es más o menos la misma que la del Helesponto, tardó en hacer el paso casi el doble de tiempo. Allí las condiciones pueden ser muy traicioneras. (...) La primera noche que pasamos allí nos robaron nuestros pasaportes junto con muchas otras cosas, así que cuando informé de nuestras pérdidas en la embajada británica pregunté al agregado naval por las condiciones. Me advirtió que por varios motivos era mejor no nadar, y me aconsejó visitar el instituto marino para estudiar las direcciones de las distintas corrientes. Decidí no hacerlo porque aquello me estaba acobardando por momentos. Si actuaba de manera demasiado racional y ahondaba más de la cuenta en las complejidades de las corrientes, nunca llevaría a cabo mi intento. Sin duda, en el caso de Byron debió de tratarse de un gesto instintivo, impulsivo. Tomé, no obstante, la decisión de nadar aprovechando la marea entrante, pues prefería ser arrastrado corriente arriba que, en la dirección opuesta, hacia el Atlántico, y estudié las horas de las mareas en el periódico local.
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Poco después, un árabe asomó, deslizándose desde un agujero que había bajo el agua. Me llevó por esas partes de las piscinas en donde emergían las fuentes y buceé con él para tocar los lugares en los que unas pequeñas nubes de arena suelta temblaban y flotaban sobre las aberturas. El árabe actuaba como si fuera el guardián de la piscina, un sacerdote de Nemi resuelto a proteger su bosquecillo sagrado de cualquier desafío extranjero. Esbelto y sinuoso, me propuso una carrera, luego se afanó en una serie de saltos desde diferentes alturas del pretil que yo, supuestamente, debía hacer tras él. Eso hice, hasta que señaló lo alto de las palmeras que oscilaban muy por encima del agua. El árabe ejecutó un salto del ángel con la elegancia de aquel pobre egipcio que perdió la cabeza en las islas Salomón, y lo único que pude hacer fue mirarlo desde abajo. Yo había saltado a menudo, cuando estuve aislado en Oriente medio, desde lo alto de un acantilado a un estanque circular, transparente, sin fondo, como una reacción romántica a la aridez de la vida en el desierto, carente entonces de las Bathshebas y Susanas que en el pasado se habían dejado ver en las verdosas aguas de sus baños de mármol. Pero aquí, en Gafsa, el hombre aquel saltaba a apenas un metro de profundidad, y a mí me faltaba valor para seguirle.
Charles Sprawson dedica otros capítulos al Romanticismo alemán –entre otras cosas, el arte del salto, las filmaciones de Leni Riefenstahl, las experiencias natatorias de Goethe y la figura del nadador en las novelas de Thomas Mann–, el sueño americano –el amor de los indios americanos por el nado, cómo estos inspiraron a Johnny Weissmuller, lo que simboliza El abrevadero de Thomas Eakins, los baños de Walt Whitman y Jack London, las estrellas de la natación que triunfaron en Hollywood, una disertación sobre el relato El nadador de John Cheever o el nadador como símbolo de evasión en la imaginación sureña: las novelas de Mark Twain, Tennessee Williams, James Leo Herlihy, Walker Percy, Fitzgerald o James Dickey– y la década japonesa –¿Cómo aparecieron de la nada los japoneses para ganar cinco de las seis pruebas en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1932?, las llamadas ama que saltaban al mar en busca de mariscos y algas comestibles, la incorporación de la natación al código samurai, de cómo la victoria de Masaru Furukawa en los 200 metros estilo braza de los Juegos de Melbourne 1956 obligó a un cambio en el reglamento o el papel que tuvo la natación en las vidas de Yukio Mishima y Akira Kurosawa–.
La tradición de la natación de competición tuvo su origen en Japón muchos siglos antes que en cualquier otra parte del mundo. Las grandes competiciones tuvieron lugar en el 36 a. C., durante el reinado del emperador Sugiu, en el mismo siglo en que se originó el arte de la lucha sumo. Las primeras carreras en Europa se realizaron en 1837, en Inglaterra. Los japoneses organizaron a nivel nacional la natación mucho antes que los ingleses. Un edicto imperial de 1603 obligaba a que la natación fuera parte integrante del currículum escolar (...).
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Pescadoras japonesas ama fotografiadas por Fosco Maraini (1954) L'incanto delle Donne del Mar (Museo delle Culture Lugano) Fotografía: Fosco Maraini |
Nadar nunca fue en modo alguno una actividad exclusivamente masculina. Durante dos mil años, las llamadas ama, mujeres del mar enormemente reverenciadas, han saltado a las aguas en busca de mariscos y algas comestibles. Recluidas, en su mayoría, en las costas occidentales y orientales de la isla de Honshu, la más grande del archipiélago japonés, las ama comienzan a nadar a los diez años –se sabe que algunas han continuado haciéndolo hasta los ochenta–, y se sumergen durante un periodo máximo de tres minutos a veinte metros de profundidad. Las saltadoras más jóvenes, las kachido, o «caminantes», pescan frente a la costa, pero las mayores y más experimentadas, las funado, o «navegantes», saltan mar adentro desde botes anclados.
Llegados a estas alturas, sólo me queda decirles: lean, desvistanse y corran a bañarse.
T. E. Lawrence como cadete en la playa de Newporth, cerca de Falmouth Óleo de Henry Scott Tuke. Fotografía: Bridgeman Art Library |
Su retrato de un T. E. Lawrence adolescente cambiándose para nadar en la playa estuvo colgado en el salón de música de Clouds Hill durante los últimos años de la vida de Lawrence, en las fechas en que tomaba cada tarde su motocicleta para acudir a Southampton y probar su resistencia nadando aplicadamente en la piscina pública.
Y disculpen, pues con tanto libro olvidé seguir hablándoles de la Travesía. Lo mejor será que vean el magnífico vídeo que ha realizado Lucía Rodríguez sobre la prueba. Una competición que, recordemos, es solidaria, y en la que se recaudaron 2.000 euros a beneficio de Amigos de Anzaldo, un dinero que irá a programas de desarrollo relacionados con el agua en dicha población boliviana.
Nota: Esta entrada está dedicada a Carlos Moreno y a todos los que hacen posible esta prueba.
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