El corredor y su sombra, de Olivier Haralambon (Editorial Melusina) Fotografía: Lucía Rodríguez |
Como todos los veranos, las imágenes televisivas del Tour nos llevan la ronda gala a casa. En mi caso, imagino que como en muchos otros hogares, si alguien mirase por una mirilla podría verme recostado en el sofá, amodorrado por el almuerzo y el suave murmullo del aire acondicionado, con un ojo cerrado y el otro en el televisor, con los oídos atentos al comentarista, aguardando a que las rampas se pongan más serias y se produzca algún demarraje –uno de esos duelos entre escaladores digno de un western–, a un descenso vertiginoso con los corredores volcados sobre sus bicicletas como flechas extraídas de un carcaj, o a un esprint masivo en el que un estornudo arroje al mejor velocista a la línea de meta.
Desde hace unos años, intento hacer coincidir alguna de estas clásicas ciclistas con la lectura de algún libro relacionado con el tema, algo que complemento con alguna que otra salida con la bicicleta: una vuelta rápida por La Fresneda y Junta de Caminos o una ruta más exigente que me lleva hasta Almogía o algún otro pueblo cercano. Cambiar por unos días los repetitivos y traumáticos contactos con el suelo de la carrera por el sutil equilibro entre las gomas de las dos ruedas.
Sigo apegado a mis pequeñas devociones y siempre me acabo lanzando sobre la bici después de haber visto una carrera en televisión, con miedo de dejar pasar el momento de inspiración eficaz, igual que cuando se busca un papel en el bolsillo para anotar una idea que de otra forma se perdería. Y funciona bastante bien. No dura mucho tiempo, pero durante unos kilómetros, durante una hora, consigo imitar con cierta fortuna las siluetas imponentes de los campeones.
La huella (El corredor y su sombra)
Olivier Haralambon
Este año el libro elegido ha sido El corredor y su sombra (Editorial Melusina, 2019), del escritor, filósofo y periodista Olivier Haralambon (Francia, 1967), quien también fue ciclista profesional entre 1987 y 1996.
Sus 102 páginas no contienen una novela, sino un singular ensayo sobre este esforzado y bello deporte. Catorce textos con títulos tan sugerentes como Mi sombra de compañía, El dedo de Santo Tomás, El monstruo, Nada menos que un oficio o Subir al cielo con el cuerpo. Pequeños ensayos, como Competir, en los que a veces me basta con cambiar el nombre del deporte para sentirme identificado.
Para convertirse en corredor hay que competir, y yo estaba a punto de participar en mi primera competición ciclista.
Tenía la edad irreal de trece años y poco más que una sombra de bigote y me estremecía en la línea de salida entre otros congéneres dispares, grandes y pequeños, alegres o devorados por los nervios hasta parecer tristes. Yo estaba volcado hacia delante, con la frente sobre los antebrazos cruzados, los codos sobre el manillar, un pie enganchado al pedal, la rodilla nerviosa y la otra pierna extendida. Levantaba la cabeza de tanto en tanto, fruncía el entrecejo bajo la visera levantada de mi gorra para mostrar el gesto adecuado. (…) Discreta, una banderola de salida y de llegada flotaba sobre nuestras cabezas. Formábamos un rebaño ligero, algo desteñido por la humedad, que se preparaba para dar vueltas frenéticas alrededor de una zona industrial en construcción. (…) yo estaba temblando. Y un futuro corredor temblaba en cada uno de nosotros, en cada cuerpo que se esbozaba. Tembló en cuanto el starter alzó al fin la pistola, con su panza alegre ofrecida al viento. Y se liberó súbitamente, ya en el primer giro de rueda. (…) El aire fresco hizo subir, imagino que a todas nuestras bocas simultáneamente, el sabor metálico de la sangre. Inspirando profundamente antes de cada curva, también había que darse prisa para no perder el sitio, para resistir el embate del hombro del vecino y evitar que se engancharan los manillares. (…) A medida que se iba acercando la vuelta final empecé a ordenar mis pensamientos y a dar ánimos a mi bici, mi precioso cuadro azul de aluminio. También pensaba en Hinault y en todo el Olimpo febril colgado con chinchetas en las paredes de mi cuarto. (…) Cuando sonó la campana de la última vuelta, todos estábamos decididos a renunciar a nuestro decimocuarto cumpleaños antes que a dar por perdida la carrera.
(…) Recibí unas palmadas en la espalda y los corredores nos dimos la mano. Nos dimos la mano durante largo tiempo. Quince minutos más tarde, (…) una joven me hizo entrega de un enorme ramo de flores; a mí, que nadie nunca me había regalado ninguno. Lo levanté por encima de mi cabeza y el entrenador sacó una foto.
Nos sentíamos pequeñas glorias nacientes. Cuando volví a la calle con mi ramo enganchado al manillar, todas las vecinas estaban acomodadas a la ventana, se llamaban y charlaban. La fachada del edificio parecía un calendario de adviento. Tras ellas se podían adivinar las cocinas de ladrillo, la vajilla ordenada y los guantes de caucho rosa sobre los grifos (…).
Dejé mi bicicleta en el rellano y me di una ducha sin ella. El ramo, encima de la cama, estaba ya algo mustio. Pero al fin era –éramos– auténticos corredores ciclistas.
Competir (El corredor y su sombra)
Olivier Haralambon
En enero le hablé de este libro a José Antonio Ruiz, de la librería Luces, y al poco me escribió que le había encantado. «Lo tomo como libro propio. Lo regalaré y recomendaré», me dijo.
El corredor y su sombra, recomendado por José Antonio Ruiz, librero y triatleta del Club Tritrain4you. Fotografía: José Antonio Ruiz |
También tuvo buena recepción entre mis amigos ciclistas; aunque uno de ellos se quejó del estilo lírico de Haralambon: «El contenido no está mal pero quiere ser tan literario que se pasa. El lenguaje es pretencioso, excesivamente empalagoso. Un ciclista puesto a escribir «alta literatura»».
No les negaré que la prosa de Haralambon peca a menudo de lirismo, pero considero que es un leve peaje a pagar a cambio de líneas como éstas:
Ocurre sobre todo el domingo por la mañana. A la hora de la primera misa, uno se cruza con todas esas pequeñas iglesias ambulantes, visiblemente apuradas por cruzar las puertas de la ciudad. Ciclistas que circulan en grupo, antes de que haya amanecido del todo, y haga el tiempo que haga. Lo habitual es no entender a estos hombres y algunas mujeres cuyo a atuendo extraño y colorido es tan ceñido que se ajusta al menor pliegue de la piel. Tan ceñido, de hecho, que pareciera creado nada más que para reivindicar las imperfecciones del cuerpo. Las siluetas, volcadas sobre la incertidumbre de esas finas ruedas, provocan asombro.
(…) Y es que para quien no lo adora, el ciclismo es aún hoy una excentricidad. La palabra suele evocar algunos apellidos familiares; apellidos que, en ocasiones, sabemos unir a nombres anticuados, pero que son tan etéreos como un apóstol en un cuadro. Sin duda Jacques Anquetil, Louison Bobet y Raymond Poulidor debieron de tener un rostro, pero nadie lo recuerda. Al igual que un estudiante no reconoce a Balzac o a Flaubert en una foto. Y pocos saben que Eddy Merckx era aun más guapo que Elvis Presley.
(…) Yo recibí muy pronto el mordisco fatídico. Empecé a pedalear y a participar en carreras justo antes de llegar a la edad en la que la voz cambia y el apetito sexual viene de pronto a sacudir el mundo. Sufrí en ocasiones el leve desprecio, o al menos la incomprensión, de la que es objeto esta actividad que yo colocaba en el centro de mi vida y que crecería muy pronto hasta el punto de invadirlo todo, de apropiarse de toda mi rutina.
Mi sombra de compañía (El corredor y su sombra)
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Bicicleta Mercier rosa |
Era una Mercier: las letras blancas destacaban sobre el rosa intenso, rosa color carne; de ella siento todavía hoy el olor y el sabor. A menudo me pregunto dónde estará ahora, qué sufrimientos habrá soportado lejos de mí todo este tiempo, qué otros cansancios habrá aguantado. Imagino grietas e hinchazones sobre la superficie pintada.
También sé que el sencillo pitorro de plástico de la cantimplora enganchada al cuadro forma, sin duda, parte de mí, como algún elemento arcaico de mi sexualidad: gran parte del agua que me compone la he bebido a través de un orificio como ese. He exprimido esas botellas de plástico como senos pegajosos de azúcar, con la cabeza girada a un lado, sin despegar el ojo ni de la carretera ni de mi recorrido.
(…) En la época de mis primeros excesos, que fue también la de la adolescencia, mi bicicleta dormía conmigo; pasaba las noches en mi cuarto. La instalaba en una especie de trípode para abrillantarla y podía hacerla girar desde mi cama. Tumbado, le hacía dar vueltas con la punta de los dedos del pie (…). Al volver del entrenamiento la lavaba conmigo en la ducha, enjabonándola con esponja y cepillo, separando mis piernas para evitar los chorrones de desengrasaste con los que limpiaba la cadena, con la ayuda de un cepillo de dientes. Borraba las huellas más flagrantes antes de que llegara mi madre, quien, por si no tenía poco con el trabajo, descubría en casa que otras fatigas la estaban esperando.
Cosmos desinflado (El corredor y su sombra)
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Hoy, todavía me parece incómodo mirarme en el espejo. Mi reflejo, puesto en pie, ofrece un cuerpo de cierto vigor, pero ya envejecido. (…) ¡a este reflejo con patas le falta una bicicleta! (…) Mi miembro fantasma es grasa y metal, caucho y presión de aire. Sin él soy un tullido.
El dedo de Santo Tomás (El corredor y su sombra)
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No sé nada de ese hombre viejo al que a veces adelanto cuando me da por coger la bici. No sé nada de él porque nunca me ha dirigido la palabra. Nada, excepto que fue un buen corredor. Cuando lo miro, con la frente alta, empujar el pedal con esa autoridad tajante, me cuesta asumir su edad. (…) Le traicionan el cabello blanco, que se escapa del casco sobre su nuca faustiana (…).
Cuerpo líquido (El corredor y su sombra)
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Educarse en una familia de corredores es aprender las leyes de la carrera ciclista igual que se aprende a hablar o a lavarse. (…) Crecer a la sombra de ese hombre de costillas salientes sin duda te predestina.
(…) Al contrario, quien se declara una mañana como el primer ciclista de su linaje se sumerge en un mundo nuevo. (…) La renuncia a la vida habitual de los colegiales me llenaba el pecho de orgullo, empecé a reivindicar una rutina que desde entonces estaría consagrada a la ascesis y el sufrimiento. Sería el primero de mi familia en convertirme en un monje de piernas afeitadas. La dureza física era mi bandera, las mortificaciones no me asustaban y era mi cuerpo mismo, mi vida en bruto, lo que quería exprimir; escurrirla para extraer de ella mi subsistencia. Fuerza de trabajo y viento en contra. Quería ser digno de la novela familiar, estar a la altura de mi padre, cuya cabellera estéril moraría pronto en las orillas fecundas de mis carreras.
Nada menos que un oficio (El corredor y su sombra)
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El paso por una simple línea de pintura blanca hace explotar al pelotón. De golpe se descompone. De golpe cesa el maravilloso deslizamiento y reaparecen, como de vuelta a la superficie, esas miríadas de pequeños elementos de color que se dispersan entre los peatones que los asaltan. Se ofrecen a las rudezas maternales de sus cuidadores –estos cubren sus hombros, enjuagan y limpian sus rostros polvorientos, los peinan casi con ternura y descorchan bebidas azucaradas que les llevan a la boca–. Contestas a las preguntas que les hacen y devuelven palabras aún sudorosas, mientras alguien les guía por el laberinto de verjas mecánicas a las que se agarran manos desconocidas; algunos hacia el a autobús y las duchas, otros, con la gorra de sponsor sobre la cabeza, ante las cámaras y los micros.
(…) Todos ellos, por turnos, antes o después de la cena, atraviesan la misma puerta y se sumergen en ese lugar saturado de potentes esencias, donde se desvisten y se tienden sobre la sábana y la camilla, depositando su propio cuerpo como si fuera un objeto, una ofrenda sobre el altar. El masajista coloca sus manos fuertes empapadas de aceite, agarra un pie y lo coloca sobre su hombro. Con el crujido habitual al roce de la piel llegarán las primeras palabras. Las palmas que bajan desde el puente del pie y el talón de Aquiles, los dedos que se hunden en la densidad de la pantorrilla y luego del muslo, en las nalgas y la espalda de ese hombre tendido, recogen las palabras de lo más profundo del cuerpo, las reúnen y las empujan hasta la boca. Entonces, desde la otra punta de la camilla, del rostro hundido entre los brazos cruzados fluyen relatos que se esparcen por el suelo: los dolores y las penas, las frustraciones y los cansancios, que oscurecen los músculos y el porvenir.
(…) Los corredores lo comparten todo, o casi. El viento y el dolor, el riesgo y la lluvia, el calor que abrasa y las etapas interminables bajo un cielo que aplasta. El vacío diamantino del cielo de verano y también la angustia informe de las nubes. (…) Doscientos días al año comparten sus habitaciones (…). Extienden su ropa y sus vendas como si acamparan en el desierto, se tumban en la cama con las piernas levantadas contra la pared, se ponen crema sobre la piel quemada de la nariz y hablan largo rato por teléfono con sus hogares, si es que tienen uno. La tele colgada en la pared habla en el vacío. Cada noche, cuando se reúnen dos o más, intentan disipar el nudo de excitación y la angustia no verbalizada, residuo silencioso de una existencia hiperactiva.
Intimidades (El corredor y su sombra)
Olivier Haralambon
Son muchos más los textos que he subrayado en mi ejemplar, y seguramente ustedes encontrarán otros que destacar. El único reproche que le hago a Haralambon es su justificación del dopaje en el texto Subir al cielo con el cuerpo. Ni el doping sanguíneo, ni el anfetamínico, ni cualquier otro es justificable. En el deporte no se admiten trampas ni, por ende, tramposos.
«Desearía poder cambiar lo que sucedió y ser un mejor hombre». –Lance Armstrong– Fotografía: Bustle.com |
Y no quisiera cerrar esta reseña sin alabar la traducción de Elisabeth Falomir y Carlos Pott, así como el trabajo de la editorial Melusina en pro de la literatura deportiva.
De la misma editorial, no me canso de recomendar La milla perfecta, esa joya que publicaron en 2017 y que ya reseñé en este blog.
Pedro Delgado y José Antonio Ruiz con La Milla Perfecta en la librería Luces |
https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2018/04/la-milla-perfecta.html
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