martes, 23 de octubre de 2018

ARDE TU CASA, O DE CÓMO ENFRENTARTE A LA PUTA ELA CON UN POCO DE HUMOR



Fue la portada del libro la que atrajo mi atención en la mesa de novedades. Después las primeras líneas de la contraportada:
Mi padre era un empresario de éxito que corría maratones. Ahora no puede ni moverse y le tengo que lavar las pelotas todas las mañanas.
 Luego leí la dedicatoria:
Dedicado a todas las personas que han perdido a algún ser querido por culpa del cáncer o de la ELA
Y por último abrí el libro por la página 16.
[Mi padre] era su propio jefe, lo cual le permitía distribuir su tiempo como mejor le convenía para pasar más tiempo con su familia de gañanes. Sus días arrancaban siempre con una taza de café y plantando un buen pino, y terminaban con una copa de vino en el jardín. Estaba viviendo el sueño.
 Todo le marchaba tan bien que hacía poco había empezado con un nuevo hobby: correr maratones. Su mejor amigo, Sam Larkin, lo había introducido en la movida dos años atrás. En mi opinión solo un enfermo mental querría torturar a su cuerpo al nivel que exige un maratón, pero mi padre parecía estar encantado con ello. Siempre le habían gustado los deportes –esquiaba todos los fines de semana en invierno–, así que supongo que tenía cierto sentido que se hubiera vuelto adicto a un nuevo tipo de ejercicio. Corría más de veinte kilómetros casi todos los días. Era su metadona, su oxígeno. Y se había convertido en parte de su nueva identidad: nuestro padre, el chalado de los maratones obsesionado con la vida sana.
 Acababa de completar el maratón de Chicago, el 20 de octubre de 2006. Su segundo maratón del mes. El primero había sido en St. George, al sur de Utah. Papá estaba intentando clasificarse para el maratón de Boston, algo así como la Super Bowl de los maratones para estos perturbados en zapatillas. Necesitaba completar la carrera de St. George en menos de tres horas y treinta y cinco minutos para clasificarse dentro de su grupo de edad. El entrenamiento obsesivo dio sus frutos. Se clasificó para Boston con un margen de unos segundos.

Maratones, cáncer, ELA y Dan Marshall, el autor, que me sonreía desde la página cero. Tenía que leerlo; aunque la faja del libro me aconsejase lo contrario:

NO LEAS ESTE LIBRO
(si no sabes reírte de tus desgracias)
"Intensamente conmovedor, brutalmente cómico". The Times

Arde tu casa, Dan Marshall (Blackie Books) Fotografía: Pedro Delgado

 Arde tu casa (Blackie Books, 2018) va de cómo el autor y sus peculiares hermanos tienen que volver al hogar familiar, en Salt Lake City (Utah), para cuidar de sus padres.
"Desgraciadamente a mi padre le acababan de diagnosticar la enfermedad de Lou Gehring* y mi madre luchaba contra un cáncer. Lo sé, suena muy muy deprimente. Sin embargo, intentamos afrontar la situación con humor. Mi sueño es que nuestra historia pueda servir para que otras personas que ahora mismo estén cuidando de algún ser querido enfermo –independientemente de la edad, la enfermedad y el contexto– puedan sentirse menos solas al saber que otro puñado de capullos (mi familia y yo) pasó por una situación similar tratando de salir lo menos malparados que pudieron. No estáis solos. Hay más gente hecha mierda al otro lado de estas páginas". 
Dan Marshall
 Dan Marshall, un autor del que nunca había oído hablar –y que viene a confirmarme que las editoriales están ahora más atentas que nunca a las nuevas voces–, tenía 25 años cuando vivió este tsunami familiar, de ahí que le resulte tan difícil escribir una frase completa sin usar ni un taco. Pero no hay impostura en su voz, así que las palabrotas, herencia materna, son un reflejo más de la personalidad del autor. Como su sentido del humor, crudo e irreverente pero divertido.
Los enfermeros trasladaron a mi padre con máximo cuidado, preguntando todo el rato si hacía falta entubarlo. Entubar a alguien implica meterle un tubo por la boca hasta los pulmones para que respire a través de él, un proceso que, a no ser que estés acostumbrado a comerte unas pollas del quince (no creo que fuera el caso de mi padre, aunque quién sabe), resulta doloroso a más no poder.
 Es su voz la que te mete dentro de la historia, la que te hace ponerte en la piel del propio Dan, pero también en la de su padre y su madre. El libro nos muestra así cómo es vivir cuando nos acosa la tragedia, cuando tenemos que enfrentarnos a una enfermedad inesperada e implacable. Y es por eso que, a pesar de ese humor a veces salvaje, uno no puede retener las lágrimas en el último capítulo. Más yo, que tengo un amigo que se enfrenta ahora mismo a la enfermedad y al que desde aquí quiero mandarle un cariñoso abrazo.

 Tratándose de un blog de atletismo, comentar que el tema de la maratón vuelve a aparecer en las páginas del libro en varias ocasiones, pues antes de que la enfermedad lo ancle a la silla de ruedas o a la cama, el protagonista está dispuesto a correr los 42 kilómetros y 195 metros de Boston. También a participar en la Golden Gate en San Francisco, una carrera de relevos que va de Calistoga a Santa Cruz con un recorrido de unos trescientos veinte kilómetros.

 
Mi padre estaba tan cansado después de la carrera que no podía ni levantar los brazos, que le colgaban del cuerpo como dos ramas rotas. Estaba sudadísimo de tanto esfuerzo. Necesitaba una ducha, y no iba a haber forma de que se la diese él mismo.
 –No pienso lavarle las bolas a mi padre –dije cuando mi madre sugirió que lo ayudara yo a ducharse.
 A no ser que estén borrachas o consumando su pasión, la mayoría de las personas no tienen muchas ganas de que otra persona les toque o les mire las partes de su cuerpo que les han enseñado desde pequeños a cubrirse y a ocultar al mundo. Mi padre era una persona. No le hacía ninguna gracia que otra persona se encargase de manipularle las pelotas. Y de entre todas las personas, yo era una de las que menos le apetecía que le ayudara en la ducha. Esa mierda no estaba dentro de los límites de nuestra relación padre-hijo. 
 Pero mamá insistió.
 –No seas gilipollas, Danny. Los dos sois hombres. Los dos tenéis polla. Supéralo –dijo.
 –No, no hace falta, en serio –intervino mi padre.
 –Bob, no puedes ni mover los putos brazos –le recordó mi madre.
 –Sí que puedo –respondió él mientras intentaba alzar los brazos sin conseguirlo.
 –¿Lo ves? No puedes –dijo mi madre–. Tienes que aceptar toda la ayuda que se te ofrezca.
 Y tenía razón. A mi padre no le gustaba molestar a nadie con sus problemas. No le gustaba nada pedir ayuda. Pero si queríamos que aquello funcionase, iba a tener que empezar a sentirse más cómodo recibiendo nuestra ayuda. Y yo a sentirme más cómodo dándosela.
 Aunque disfrutaba mucho de escuchar a mi pasivo padre y a mi agresiva madre discutir sin pausa, dije:
 –No importa. Venga, vamos a lavar esas pelotas.
 –No hace falta, de verdad. Me enjuago un poco y listo. –Mi padre seguía en sus trece.
 –No, Dan te ayuda. –Mi madre me puso el jabón en la mano y cerró de un portazo la puerta del baño con nosotros dentro–. No te olvides de limpiarle el prepucio por dentro –añadió desde el otro lado.

 Actualmente, científicos, médicos e investigadores están dejándose la piel tratando de descubrir formas de prevenir, tratar y curar esta horrible enfermedad, pero necesitan ayuda. Un buen porcentaje de lo que el autor ingrese por las ventas de este libro irá  a parar a la Asociación contra la ELA (www.alsa.org), así que desde aquí quiero daros las gracias a todos los que os hagáis con un ejemplar. También a los que lo recomendéis. Y como diría el autor: ¡Muchas gracias, y que le den por culo a la ELA!

Nota: Todos los textos a color están extraídos de la primera edición de Arde tu casa de Dan Marshall (con traducción de Jorge de Cascante), publicado por Blackie Books en septiembre de 2018.

*"La enfermedad de Lou Gehrig, llamada así en honor al famoso jugador de béisbol de los Yankees de Nueva York, es una enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular. Se origina cuando unas células del sistema nervioso llamadas motoneuronas disminuyen gradualmente su funcionamiento y mueren. Sin esas neuronas, el cerebro no puede comunicarse con los músculos. Así que, por ejemplo, si un enfermo avanzado de Lou Gehrig quiere mover la pierna o el brazo, el cerebro tratará de comunicárselo a los músculos, pero estos no le harán caso porque el mensaje se habrá perdido por el camino. La dolencia también afecta al diafragma, que ayuda a que el aire entre en los pulmones. El nombre técnico de la enfermedad es esclerosis lateral amiotrófica (Abreviada como ELA). Una persona con ELA no deja de sentir nada y su cerebro funciona sin problema. Resumiendo: te conviertes en prisionero de tu propio cuerpo. Algunas personas alargan su vida con ventilación mecánica [...]. Los médicos siguen sin saber qué causa la ELA, y se ha descubierto muy poco acerca de cómo tratarla. Hablando en plata, la ELA es una hija de puta de las más grandes [...]".

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