sábado, 30 de noviembre de 2024

CORRER ES UNA FILOSOFÍA. EL PORQUÉ CORREMOS DE GAIA DE PASCALE


Correr es una filosofía. Por qué corremos
Gaia De Pascale (Duomo Ediciones)

Desde que aprendí a andar me gusta correr.
Friedrich Nietzsche

La barselonesa Duomo ediciones –la primera editorial del grupo editoriale Mauri Spagnol fuera de Italia– publicó en 2015 un longseller de la profesora y escritora genovesa Gaia de Pascale sobre el correr, un libro que sabía acabaría leyendo más tarde o temprano.

 Correr es una filosofía. Por qué corremos es un poliedro de muchas caras, pues sus páginas tocan muchísimos temas, repartidos en diez capítulos a los que acompaña, a modo de cierre y conclusión, un epílogo.

Índice Correr es una filosofía. Por qué corremos
Gaia De Pascale (Duomo Ediciones)
Fotografía: Pedro Delgado

 El primer capítulo, De los orígenes del mundo. Carrera y valor, subdividido en varios apartados numéricos, empieza con la  historia de cómo Kuafu salvó al mundo, gracias a que corrió hasta alcanzar el sol cubriendo toda la longitud de la Tierra en tan solo un día, un cuento tradicional que nos llega desde la antigua China y que se ha transmitido de generación en generación hasta nuestros días.

De cómo Kuafu salvó al mundo

 El sol había debilitado a Kuafu hasta dejarlo seco, hasta convertirlo en la sombra reseca del joven valiente que había sido.
 Ahora que estaba próximo a la muerte, Kuafu lanzó hacia el cielo su bastón en un gesto desesperado, y éste se transformó como por arte de magia en un bosque de melocotoneros que permanecerían verdes para siempre, ofreciendo a los hombres y a los animales sombra y fruta fresca. Su pelo se convirtió en hierba y su sangre en un largo e impetuoso río.
 Así fue como Kuafu salvó a su gente, y desde aquel día nadie volvió a padecer ni hambre ni sed.

 Si no conseguimos revertir el cambio climático, si perdemos la capacidad de habitar el planeta, quizás necesitemos de otro corredor, de otro Kuafu, de otro milagro para permitir a los hombres continuar su camino en la Tierra.

 Son muchas las leyendas y los mitos «que apelan al acto de correr para definir lo indefinible o para encontrar una motivación al estado de las cosas. Las culturas antiguas están llenas, a lo largo y a lo ancho, de historias que tienen la función de legitimar, o instituir, el orden existente. Y la carrera es a menudo el fil rouge de los relatos». Como ejemplo, De Pascale nos trae el cuento cheyenne de la carrera a la que se retaron Doña Búfala que Corre Veloz y la lenta pero perseverante Doña Urraca, que tenía el corazón resistente. Un duelo convertido en leyenda que explicaba el origen de la caza del bisonte a todo un pueblo.

Sitting Bull, de Michael Gnatek. Lápices de colores, 24 x 29
Contemporary Western artists (Peggy & Harold Samuels)

 En ese mismo capítulo, De Pascale nos habla de lo épico que hay en las carreras de largas distancias.

 Actualmente se define como «épica» cualquier hazaña que lleve consigo el sentido de lo grandioso y de lo heroico, como las de un campeón de nuestros tiempos: su nombre es Kilian Jornet y es el indiscutible rey español del skyrunning, la mayor carrera de montaña con un recorrido a gran altitud, entre los 2.000 y los 4.000 metros.

 Kilian Jornet, el indiscutible rey del skyrunning, solo corre para sí mismo y para alcanzar algo tan evanescente como la gloria.

 En su biografía, el atleta español cuenta cómo, de pequeño, antes de ir a entrenarse, leía siempre el Manifiesto del sky runner, que había colgado en la puerta de su vieja vivienda. Todos los días, antes de cruzar el umbral de la casa, se encontraba, pues, con frases como «cuerpo ligero, piernas ligeras. Sentir cómo la presión de tus piernas, el peso de tu cuerpo, se concentra en los metatarsos de los dedos de los pies y ejercen una presión capaz de partir rocas, destruir planetas y mover continentes».
 Una fuerza épica que parte de la cabeza, llega al corazón y embiste a todos los músculos del cuerpo. «Porque perder es morir. Y no se puede morir sin haberlo dado todo, sin echarse a llorar a causa del dolor y las heridas, no se puede abandonar. Se debe luchar hasta la muerte».

 Paradójicamente, es esa mentalidad la que lo acerca a la épica de Kuafu, el héroe chino. Basta ver la película de la edición del año 2010 de la Western States, donde Kilian atravesó la meta aquejado de dolores y calambres. Entró detrás de Geoff Roes y Tony Kupricka, pero cumplió con creces su sueño de acabar tan dura prueba. Al año siguiente, él sería el primero en la línea de meta.

 Como demuestran las escenas de caza de la pintura rupestre, el hombre corre por deber, placer o necesidad desde la prehistoria. Tal vez, esas escenas puedan considerarse las primeras manifestaciones del tema deportivo en el mundo del arte.

Uno de los arqueros hallados el año pasado en La Hoz de la Vieja
Fotografía: Aragón (La Comarca.net)

 Sabía que fue en la cultura griega cuando la competición empezó a ser una característica fundamental de la vida social, de la que hay documentación literaria e iconográfica. Corrían incluso las mujeres, que al menos en Esparta y en otras localidades dóricas aparecían en competiciones de carreras reservadas a ellas.

Anfora de "los corredores", 530 a.C.
Metropolitan Museum, Nueva York

 En el libro XIII de la Ilíada, Homero describe las competiciones organizadas por Aquiles para acompañar los ritos fúnebres en honor de Patroclo, que había sido asesinado por Héctor. El cuerpo del héroe caído en la batalla debe siempre ser honrado: el cometido de los dioses y de los hombres es tanto salvaguardarlo del ultraje como glorificarlo. Entre las competiciones en honor de Patroclo hay también una prueba de carrera en la que toman parte los nobles guerreros al mando del ejército griego. Concretamente se trata de Áyax, Antíloco y Ulises, que saldrá vencedor.
 Probablemente Homero vivió antes de la institución de los Juegos Olímpicos, que datan en torno a 776 a.C., y sin embargo, el poeta griego consiguió describir con gran realismo muchas de las competiciones que tendrían lugar en el acontecimiento deportivo más famoso de todos los tiempos. Sobre las fechas exactas de aquella época siguen siendo muchas las incertidumbres, pero es cierto que, entonces como ahora, las competiciones de las carreras eran consideradas uno de los momentos álgidos de los juegos.

 Lo que no sabía o no recordaba, porque seguramente lo estudiaría en la asignatura de Historia de los deportes del INEF, es que los antiguos egipcios también se ejercitaran en la carrera.

 Los antiguos egipcios dedicaban mucho tiempo a esta actividad y los propios faraones practicaban la carrera ritual: Zoser, perteneciente a la III dinastía, durante la fiesta llamada sed, una especie de jubileo real, corría para demostrar a los hombres y a los dioses que era lo bastante valiente para poder seguir reinando.

 Y aquí vuelve a aparecer el tema del valor, porque esta es la cualidad más común e importante en los corredores de larga distancia. Valor para enfrentarse a una prueba agónica en la que pueden incluso perecer, como le ocurrió a Filípides, el mensajero más ilustre, que corrió desde los campos de batalla de Maratón a Atenas para llevar la noticia de la victoria sobre los persas.

Filípides dando la noticia de la victoria en la Batalla de Maratón
Óleo de Luc-Olivier Merson
Fotografía: Creative Commons Wikipedia

Con Filípides volvemos a encontrarnos frente a un personaje, real o legendario poco importa, que con su valor lleva a cabo su propia misión hasta el sacrificio supremo. Para Filípides y Kuafu la muerte, como la vida, no tienen gran valor. Son solamente otros tantos accidentes, pues una podría dejar paso a la otra y viceversa. Lo que importa es correr hasta la meta. Cuando Filípides llega de Maratón o Kuafu alcanza el sol, el juego ha terminado. Lo que ocurre después es un detalle totalmente irrelevante.

 Nos dice De Pascale que «la victoria, para los griegos, acercaba a los hombres a los dioses y la gloria del primer puesto los llevaba a alcanzar la perfección. Ganar una competición deportiva tenía que ver con lo absoluto y rompía las barreras de la caducidad humana». En la antigua Grecia, los atletas actuaban como si fueran dioses. Porque también los dioses, mostraban dotes físicas prodigiosas. Para los atletas, el más destacable de ellos sería Hermes, el dios-mensajero de pies alados.

Hermes

 En un instante Hermes es capaz de aparecer, y después, una vez cumplida su misión, desvanecerse en la nada. Hábil, astuto, inteligente, veloz, Hermes es el amigo de los caminantes. El dios del viento.

 Y qué decir de Aquiles, el héroe de los pies ligeros.

 Según lo que cuenta Apolonio de Rodas, en las Argonáuticas, la madre de Aquiles, Tetis, para hacer invencible a su hijo, todas las noches, a escondidas, le quemaba las partes del cuerpo que suponía vulnerables. Pero una noche Peleo se despertó de improviso. Asustado por los gritos de su hijo, que oyó a lo lejos, se levantó de la cama y corrió a averiguar qué ocurría. La escena que se le presentó era terrible: Aquiles se estaba retorciendo envuelto en llamas. Tetis huyó y Peleo, ayudado por el centauro Quirón, reemplazó inmediatamente el talón quemado de Aquiles por el astrágalo de un gigante. Damiso, ése era su nombre, no era un gigante cualquiera: era el más veloz de todos.

 Pero para héroes los corredores paralímpicos, que nos demuestran a diario que correr es una cuestión de tenacidad, coraje y valor, simbolizados por De Pascale en la figura de la velocista italiana Giusy Versace.

La velocista paralímpica Giusy Versace
Fotografía: Össur.com

 Con su fuerza de voluntad, Giusy Versace ha decidido corregir una anomalía en el curso de los acontecimientos. Ha decidido correr hasta sus orígenes, cuando cada cosa aún estaba en su sitio. Ha decidido restablecer el orden y luchar por apresarlo todo: el sol de Kuafu, las alas de Hermes, la perseverancia de la urraca, el valor sin tiempo de Aquiles, la fuerza de seguir en pie.

 El segundo capítulo de Correr es una filosofía. Por qué corremos lleva por título ¡Corre, muchacho! Siendo italiana la autora, pensaba que versaría sobre Orzowei, el protagonista de la novela que Alberto Manzi publicó en 1955 y que una serie televisiva vino a poner de moda en España en 1978. Por entonces yo tenía doce años, y me hice muy fan de la serie. Vamos, que cantaba aquello de «Corre muchacho ya, no te detengas más. La noche caerá, el frío llegará. Pero no pienses que todo está contra ti. El amor y el sol brillante sonreirán...».

 Quizás por ser una década más joven que yo, Gaia De Pascale se olvida de Orzowei y dedica esas páginas a la figura de Forrest Gump. Al Forrest Gump niño, que corre para escapar de las piedras y las burlas de los tres abusones al principio de la película, y al Forrest Gump adulto que cruza Estados Unidos de océano a océano arrastrando con él a multitudes.

 De Pascale dice que Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) es la película más famosa inspirada en el tema de la carrera, pero ahí, aunque tengo una camiseta de Forrest Gump y un vaso del Bubba Gump de cuando estuve en Nueva York, discrepo con ella, pues ese galardón creo que le corresponde a Carros de fuego (Hugh Hudson, 1981).

 En el mismo capítulo, subtitulado Carrera e infancia, aparece el velocista italiano Pietro Mennea, cuya biografía, La corsa non finisce mai [La carrera no termina nunca], aún está por publicar en castellano. Pietro Mennea, campeón olímpico en Moscú en 1980, cuenta en ella cómo con dieciséis años vio a Tommie Smith batir el récord de los 200 metros en los Juegos de México 68, sin imaginar que él mismo, veintiún años después, en esa misma pista, batiría precisamente el récord de ese mismo atleta.

«Con la perspectiva que da el tiempo, aquella noche hace de línea divisoria: primero está el atletismo como juego, luego empieza el camino de trabajo que servirá para confinar el sueño dentro de los límites de mi vida».

Autobiografía de Paolo Mennea

 También aparece el nombre de Marco Olmo, una leyenda italiana del ultratrail, aunque de ser española la autora seguramente habría hablado del murciano Mariano García, que encierra la infancia en ese gesto de arrancar la moto cuando compite en los 800 metros.

 Sorprendentemente, el personaje de Pinocho asoma a estas páginas. Y es que Pinocho, en la novela de Carlo Collodi, siempre corre.

Las aventuras de Pinocho, Carlo Collodi
Editorial Blume

Giovanni Gasparini, en La corsa di Pinocchio [La carrera de Pinocho], demuestra cómo, a lo largo de los 34 capítulos en los que se desarrolla la historia de la marioneta (desde el capítulo III hasta el XXVI), el verbo «correr» y el sustantivo «carrera», refiriéndose a Pinocho, aparecen cuarenta y dos veces. Demasiadas para que se trate de una simple coincidencia.

 La historia de Henry Rono, el gran fondista keniata que batió cuatro récords del mundo en los 3.000, 5.000, 10.000 y 3.000 metros obstáculos en un periodo de sesenta días en 1980, y que nunca pudo ser olímpico por el boicot de Kenia a los Juegos de Montreal 76 y Moscú 80, sale a la palestra en el tercer capítulo: Olvidar las barreras. Escalofriante la historia del keniata, que merecería ser llevada a la gran pantalla.

Henry Rono
Fotografía: wikipedia

 Henry Rono, que falleció en febrero de este año en Nairobi a los 72 años, fue encarcelado en 1986 por una acusación falsa al ir a un banco para abrir una cuenta y depositar el cheque que había ganado en una carrera. Después de seis días detenido, en los que corre por la celda, fue puesto en libertad. Tras ello, el corredor olímpico se precipitó en el alcohol y tras retirarse del atletismo se convirtió en un sin techo. Afortunadamente, en el año 2000, Henry Rono fue recuperando poco a poco su vida gracias a que lo contrataron de entrenador en una escuela de atletismo, logrando desengancharse del alcohol.

 A quien entra en la cárcel, lo primero que se le quita es la libertad de ir a donde quiera, la libertad de correr, de ahí que De Pascale ponga el foco en algunas iniciativas, con fines educativos, que se están dando en Italiana, donde se promueve la carrera en el interior de los centros penitenciarios, con competiciones en las que también pueden participar los atletas de la ciudad.

 Dar a los presos la posibilidad de correr significa regalarles una sensación de libertad, el bien supremo al que no se puede dejar de aspirar.

 En este capítulo, Gaia también nos habla de algunas películas: Alguien voló sobre el nido del cuco, El expreso de medianoche, Evasión o victoria y Cadena perpetua; sin embargo, no menciona Hombre libre (The Jericho Mile).

Cartel de Hombre libre, de Michael Mann

 Esta película de Michael Mann, del año 1979, debería figurar con letras mayúsculas en estas páginas dedicadas a la relación de la carrera con la libertad, y desde aquí animo a De Pascale a incluirla en el libro si se da el caso de una segunda edición. Por cierto, que el otro día volví a verla al encontrármela en Filmin y pronto escribiré una reseña sobre ella en este blog.

 El cuarto capítulo está dedicado a Caballo Blanco, del que no voy a hablarles aquí porque ya le dediqué una entrada completa cuando reseñé Nacidos para correr, de Christopher McDougall.

Reseña de nacidos-para-correr en Calle 1
Fotografía: Lucía Rodríguez

 De este capítulo me gusta especialmente la relación simbólica que establece la autora entre la carrera y la vida.

 En el caso de la carrera y de la vida las semejanzas son más de una y superan con diferencia las posibles relaciones entre la vida y cualquier otro deporte: la carrera, como la vida, tiene un principio y un fin. Tanto en una como en otra el trazado está punteado por una serie de obstáculos, unas veces puramente psicológicos, que son afrontados de manera diferente según la predisposición del carácter de aquel que se dispone a afrontarlos. En muchas competiciones los corredores se encuentran en gran número en la salida y, algunas veces, llegan a la meta a una distancia aproximada, pero a lo largo del recorrido se está fundamentalmente solo. Se puede pedir ayuda, nos podemos apoyar en el juego limpio de los adversarios, pero la victoria o la derrota, la felicidad o la decepción, dependen solamente de uno mismo, de cuanto hemos sido capaces de dar. Y además: mientras se corre, igual que mientras se vive, se puede adelantar a alguno para ser, poco después, a nuestra vez adelantados. El entrenamiento cuenta en la carrera del mismo modo que en la vida cuenta el estudio, el esfuerzo y la abnegación, pero el destino nos pondrá siempre la zancadilla para desbaratar todos los planes en el momento menos oportuno, y entonces prevalecerá sólo aquel que es más flexible y está dispuesto a enfrentarse a lo imprevisto y a seguir adelante a pesar de todo. Al final, tanto en la carrera como en la vida, hay días buenos y días malos, los desafíos se alternan con los momentos de reposo, las decepciones con los éxitos, y este alternarse las situaciones y los sentimientos es en el fondo el aliciente para seguir adelante y no aburrirse nunca de lo que se está haciendo.
 Al fin y al cabo, lo que une la carrera y la vida por encima de todo es esto: cuando se corre para uno mismo, sin especiales objetivos competitivos, o considerando la competición sólo un aliciente para ponerse en marcha, no cuenta el resultado final. No se corre para llegar a la meta. En la carrera vivida como liberación y plena expresión de uno mismo, lo único que realmente cuenta es el recorrido.
 Del mismo modo, vivir es exactamente lo que ocurre entre el nacimiento/salida y la muerte/meta. Es un trazado, una línea, un camino.
 Ya se sabe cómo va a terminar y, sin embargo, no se puede hacer otra cosa que recorrerlo. O sea, como lo dice la propia palabra, correr a través.

 Correr por amor se titula el quinto capítulo, centrado en el tema Carrera y emociones, donde Gaia De Pascale nos habla del mito de la bella y veloz Atalanta, que solo se casaría «con aquel que fuera capaz de ganarla en una carrera a pie», estando condenado a muerte quien no tuviera éxito en la empresa.

 Con frecuencia el deporte femenino se considera algo relativamente reciente, pero las cosas no son así, como lo demuestra que uno de los héroes de la mitología griega más vinculados a la carrera fuera una mujer.

Hipómenes y Atalanta, óleo de Jacob Peeter Gowy
Museo Nacional del Prado

 Aquí De Pascale también saca a relucir el tema de las endorfinas, con sus propiedades analgésicas y excitantes.

 Cualquiera que tenga la experiencia de correr sabe que la relación con esta actividad no está destinada a agotarse, sino a hacerse cada vez más fuerte con el paso del tiempo.
 Desde luego, no a todo el mundo le gusta correr. Los hay que lo prueban y lo dejan después de una semana, un mes, un año. Pero existe un límite más allá del cual es difícil volver atrás. Es el límite del placer. Cuando se empiezan a sentir ciertas emociones, se sigue siendo corredor para siempre.

 El olímpico Ron Hill, campeón de Europa de maratón de 1969, nunca faltó a su cita diaria con la carrera durante 52 años y 39 días, una racha que sólo se vio interrumpida por un fuerte dolor en el pecho cuando tenía 78 años de edad. A pesar de esos problemas cardíacos que empezó a tener, el fundador de la empresa textil deportiva que lleva su propio nombre, falleció el 23 de mayo de 2021 a los 82 años a causa de una urosepsis, un tipo de sepsis que se origina a partir de una infección en el tracto urinario; dato que no nos pudo dar De Pascale en el libro por la sencilla razón de que este se editó en 2015, seis años antes del deceso de Hill.

Ron Hill. 50 Years RunEveryDay
Fotografía: @Ronhill_UK

 La carrera sabe cómo hacerse indispensable y, una vez que se ha probado, si se vive con total abandono, puede convertirse en la compañera fiel y necesaria de toda la vida. Como una droga, para algunos. O como un amor, para todos los demás.

 Y como esta reseña se está alargando mucho y no quiero abusar de su paciencia, he decidido, repartir mis palabras en dos entradas. Así que si quieren seguir leyendo sobre los otros cinco capítulos y el epílogo de este libro, tendrán que hacerlo en mi próximo artículo. Mientras tanto, siéntanse libres de hacer comentarios y de compartir la reseña. Y, por supuesto, los animo a hacerse seguidores del blog.

 Lean, corran y vuelvan a leer.

Nota: Pueden leer la segunda parte de la reseña clicando en el siguiente enlace:

https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2024/12/correr-es-una-filosofia-por-que.html

domingo, 27 de octubre de 2024

ALGO DE DEPORTE EN LAS MEMORIAS DEL CINEASTA WERNER HERZOG


Las memorias de Werner Herzog junto a la figura de su admirado Franco Baresi
Fotografía: Pedro Delgado

Recientemente reseñé Cada uno por su lado y Dios contra todos (Ed. Blackie Books, 2024) en mi otro blog. Se trata de las memorias del cineasta y escritor Werner Herzog, y en sus páginas, además de hacer referencia a su vida y a su trayectoria cinematográfica, nos habla de su práctica deportiva, del fallido documental sobre el boxeador Mike Tyson y del que sí hizo sobre los saltos de esquí: El gran éxtasis del escultor de madera Steiner.

 En Wüstenrot empezamos a jugar al fútbol con los chicos del barrio y siempre llevábamos la ropa sucia. Mi padre consideraba que era un deporte demasiado ruidoso y opinaba que teníamos que practicar algo más distinguido, como la esgrima con florete o el hockey sobre hierba. Nos apuntamos a un club de hockey de Heilbronn para probar y en uno de los primeros entrenamientos recibí un pelotazo directo en la espinilla. Las pelotas de hockey sobre hierba no son propiamente pelotas, sino piedras del tamaño de un puño. Me dolió muchísimo y se me formó un ganglio en el hueso. Así que no quise volver a intentarlo. Para que mi padre no se enterara de que seguíamos jugando al fútbol, llevábamos los pantalones cortos de gimnasia escondidos bajo la ropa limpia, que nos quitábamos nada más salir del colegio para jugar en los campos de coles.
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Werner Herzog en uno de los partidos de la Hofer Filmtage
Celebrado durante el Hof International Film Festival (Hof, Baviera)
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Tengo asumido que ya no puedo saltar con el pie derecho. La verdad es que fue un accidente estúpido y descuidado el que sufrí al saltar por aquella ventana [...]. De todos modos, al ser el mío el tobillo izquierdo pude seguir jugando al fútbol en Alemania. Mi hermano Till me metió en el Schwarz-Gelb de Múnich, donde jugaba tanto de portero como de delantero. Los jugadores eran taxistas, panaderos u oficinistas, y yo los adoraba.

El Schwarz-Gelb no competía en ninguna liga oficial, pero quizá nos habríamos mantenido en quinta división. Mi hermano era mejor portero que yo. Cuando tenía catorce años, llamó la atención de un cazatalentos del 1860 Múnich, que era el club dominante en la ciudad antes del Bayern, pero mi madre lo disuadió de hacer carrera como deportista profesional. El Schwarz-Gelb había sido fundado por un pastelero, Sepp Mosmeir. Nunca había conocido a un hombre tan entrañable.

Sepp Mosmeir
Fotografía: FC Schwarz-Gelb
 Sepp irradiaba una calidez incondicional y amaba profundamente la ópera, además de poseer extraordinarias dotes de liderazgo. Siempre nos conmovía. Al mismo tiempo, sin embargo, una sombra oscurecía todo su ser. Uno de sus recuerdos de infancia era que él y sus amigos treparon a un poste eléctrico en el terraplén del ferrocarril, en Tirol del Sur, y que uno de los chicos consiguió agarrar la línea de alta tensión. El niño se agitó y sacudió durante varios minutos hasta que empezó a echar humo. Sepp describió el ruido del cuerpo carbonizado al caer finalmente al suelo: sonaba como un saco lleno de briquetas golpeando la vía del tren. La esposa de Sepp, Moosin, murió de cáncer tras una larga agonía y luego le sucedió lo mismo a él. Lo visité poco antes de que muriera. Dejó un vacío en mí que durará para siempre.
 Pasé de portero a jugador de campo. En el festival de Cannes, creo que fue en 1973, cuando se proyectó Aguirre en la sección independiente de la Quincena de Realizadores –el festival oficial había rechazado la película–, se programó en el estadio un partido de fútbol de actores contra directores, y yo jugué de portero. La mayoría de los directores eran muy poco deportistas –algunos estaban tan gordos que apenas podían andar–, mientras que los actores estaban en su mayoría en buena forma. La verdad es que su dominio era aplastante, pero yo atajaba todos los balones que  me llegaban. Los actores cambiaron entonces de táctica: pasaron a dejar que los directores llegaran hasta su campo y luego chutaban el balón hacia mi solitaria portería, donde de repente aparecían solos frente a mí de dos en dos y de tres en tres. Entre ellos estaba Maximilian Schell, que había jugado en la selección amateur de Suiza. Lo vi correr hacia mí tras un pase largo, completamente solo. Me alejé del punto de penalti, llegué primero al balón y lo despejé una fracción de segundo antes de Schell, pero este no pudo evitar chocar contra mí con todas sus fuerzas. Podría haberlo esquivado, pero yo quería ganar siempre, incluso en un partido amistoso. Vi las estrellas. El codo se me dislocó y se dobló adelante: tardé un año entero en recuperarme. Schell y yo nos hicimos amigos a raíz de aquella colisión, y en su película nominada al Oscar El peatón hago una breve aparición como figurante mudo.

 A partir de entonces jugué de delantero, aunque casi todos los jugadores del Schwarz-Gelb eran más rápidos o mejores que yo a nivel técnico. Pero yo entendía más rápido los movimientos al espacio y sentía una intensa necesidad de marcar. Mi instinto goleador solía atraer a más de un defensa rival, lo que abría huecos para mis compañeros. Sabía leer las jugadas, como los futbolistas a los que más admiro. El italiano Franco Baresi, por ejemplo, era un defensa de los años ochenta capaz de adivinar las intenciones colectivas de todo un ataque contrario. Nadie tenía una comprensión del juego tan profunda como él.
Franco Baresi

Palabras de Herzog sobre Baresi:
«Non ci sarà mai nessun altro capitano come Baresi»

Thomas Müller, el delantero del Bayern de Múnich, también es de la misma estirpe: aparece solo, como un fantasma, ante la portería rival, ve los espacios como nadie y es imposible decir de dónde ha salido.
Thomas Müller
Fotografía: Gol Olímpico Wordpress

Mi abuelo estaba cortado por el mismo patrón, sabía interpretar las jugadas. Sepp Mosmeir era defensa y su sueño de marcar un gol nunca se hizo realidad. En su partido de despedida, de repente nos pitaron un penalti a favor. Todos insistimos para que lo tirara él, que se mostraba reticente a hacerlo. Sepp Mosmeir marcó. Lo sacamos del campo llorando. El árbitro detuvo el partido durante varios minutos.
 Jugando al fútbol sufrí algunas de las lesiones típicas de este deporte, como una rotura de ligamentos. Una vez, cuando aún jugaba de portero, un delantero me golpeó el mentón durante un partido contra el gremio de carniceros bávaros, una horda de fortachones que se abalanzaban sobre nosotros a lo bruto, como si fuéramos ganado. Había parado un balón y me desplomé al suelo. Cuando desperté, no quería abandonar el campo e intenté hacerle comprender al árbitro que la expulsión era errónea, que no era yo quien había cometido la falta, sino mi adversario. Pero el árbitro gritó varias veces algo que no comprendí porque me retumbaba la cabeza. al final me tiró de la camiseta y señaló toda la sangre, que solo podía ser mía. Eso sí lo entendí. Me dieron catorce puntos en la barbilla, y como entonces no tenía seguro y no podía permitirme ningún lujo, me cosieron a pelo. Del mismo modo me sacaron una muela sin la inyección habitual para adormecer el dolor. Definir aquello como masoquismo sería sin duda un error. Formaba parte de mi forma de entender el mundo y vivir la vida.
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Rudi Gutendorf (1926-2019)
Entrenador que más equipos y selecciones ha dirigido en la historia (38)

Allí le conocí [se refiere a Werner Janoud, uno de sus mejores amigos] a través del entrenador de fútbol Rudi Gutendorf, que había entrenado a cinco equipos en los primeros tiempos de la Bundesliga y desde entonces había viajado por todo el mundo como seleccionador de varios países. Cuando estuve en Lima para la preparación de Aguirre, participé en el entrenamiento físico de su equipo, el Sporting Cristal de Lima. Un día en que el equipo A jugaba contra el equipo B del club profesional, les faltaba un hombre, así que Gutendorf me puso en el equipo B. ¿En qué posición quería jugar? Le dije que no me importaba, pero que quería jugar contra Gallardo. Este era un extremo de la selección peruana que la prensa internacional había elegido parte del once ideal del Mundial de México, junto con Pelé y todos los grandes jugadores de la época.
Alberto Gallardo, mito peruano
Foto: https://www.gloriosoceleste.com

Gallardo era un velocista, un maniático que siempre hacía lo inesperado en el campo. Yo quería al menos darle trabajo, ser un estorbo para él, y por eso intenté seguirle el ritmo. A los diez minutos me pasaron el balón: para entonces ya no sabía qué camisetas llevábamos ni cuál era la portería contraria. Al cabo de un cuarto de hora salí del terreno de juego a rastras con calambres en el estómago y vomité durante horas en los arbustos de adelfas que bordeaban el campo. Janoud me sacó de uno de los arbustos y nos hicimos amigos de inmediato. En Aguirre se le ve en la balsa, dando vueltas sin parar en los rápidos hasta que Aguirre la destruye de un cañonazo.
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Werner Herzog haciendo toques con un balón de fútbol en 1982
Fotografía: Instagram thenyff

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 Me gustaría dirigir una película con Mike Tyson sobre los primeros reyes francos. Nos conocimos porque un productor de Hollywood quería hacer un documental sobre él. En la reunión había gente de la productora y cinco abogados. Tyson estaba visiblemente incómodo y lo invité a salir a la terraza. Queríamos hablar a solas, de hombre a hombre, y enseguida conectamos. En lugar de hablar de su documental, lo hicimos de su infancia. De niño vivía en una habitación individual con su madre. Cuando ella tenía compañía masculina, él solía estar presente y robaba dinero de los pantalones tirados por el suelo. Antes de cumplir los doce años ya lo habían detenido unas cuarenta veces. Cuando tuvo edad suficiente para delinquir, aprendió a boxear en un reformatorio y se convirtió en el campeón mundial de los pesos pesados más joven de la historia. Más tarde, tras cumplir tres años de prisión por un cargo de violación que él niega categóricamente, empezó a leer con afán, movido por la curiosidad intelectual. Conoce la República de Roma y la dinastía franca temprana de los merovingios: Clodoveo, Childerico, Childeberto, Fredegar y el carolingio Pipino el Breve. Tras el fin de su carrera de boxeador, Tyson perdió trescientos millones de dólares y tenía una montaña de deudas, por lo que supongo que exigió unos honorarios tan altos que el documental no se materializó. Como boxeador era temible. Después de arrancar de un mordisco parte de la oreja de su oponente Evander Holyfield en un combate por el título, recibió el sobrenombre de «El hombre más malo del planeta». Mike Tyson, sin embargo es más bien un hombre tímido que parece un niño. Habla en voz baja y ceceante. Aconsejé a Paul Holdengräber que invitara a Tyson a una de sus charlas abiertas en la Biblioteca Pública de Nueva York. Resultó ser una velada memorable a la que asistieron seiscientos cincuenta intelectuales, académicos, escritores y filósofos. Paul, a quien yo había puesto al corriente, preguntó primero al público si había alguien que hubiera oído hablar de Pipino el Breve, pero nadie lo conocía. Pipino fue el primer rey carolingio, hijo de Carlos Martel y padre de Carlomagno. Mike Tyson hizo entonces una disertación sobre él y el nuevo comienzo de la Europa moderna.
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Pueblo montañero de Sachrang (Aschau), Alemania
Fotografía: www.aschau.de/bergsteigerdorf
Desde muy pequeño he querido volar. Pero no con un avión, sino así, sin más, con mi cuerpo, sin material complementario. Todos esquiábamos desde pequeños, pero en el valle de Sachrang no hay pistas dignas de mención. Por eso empezamos a hacer saltos de esquí: construimos nuestras propias rampas y sufrimos memorables aterrizajes forzosos. En una ocasión, mi hermano aterrizó en la nieve con las puntas de los esquís, que se hundieron y quedaron atascadas hasta tal punto que perdió ambas botas. Bajó dando tumbos por el resto de la pista sin esquís ni botas. El hijo de un vecino, Rainer, probó conmigo la rampa de saltos que había lejos del pueblo. Entonces nos parecía un gran salto, pero cuando lo veo hoy es patético, diminuto. Soñábamos con convertirnos algún día en campeones del mundo, así que tomamos prestados unos esquís de verdad. Pero medían 2,20 metros de largo y eran mucho más altos que nosotros, además de ser anchos, con cinco ranuras en la parte inferior para mantener los esquís rectos en la línea de salida. La rampa tenía una entrada natural, no era una torre construida artificialmente sino una pendiente empinada. En la cima había un gran abeto en el que nos apoyábamos en posición perpendicular a la pista, para saltar luego a la rampa helada con aquellos esquís demasiado grandes. Un día, mi amigo sufrió un accidente. Yo estaba debajo de la rampa y lo vi saltar, pero no consiguió colocar bien los esquís y no había forma de pararlo por la empinada cuesta. Aún puedo verlo, como si fuera hoy, luchando para frenar durante todo el descenso. Pero acabó precipitándose por la ladera de la colina hacia el bosque, de cabeza, donde había algunas rocas. El ruido del impacto todavía me estremece. Lo encontré con graves heridas en la cabeza, tan terribles que no puedo ni describirlas. Estaba seguro de que estaba muerto o agonizando. Intentó decir algo, pero había perdido todas las muelas. Tardó unos minutos, que se me hicieron insoportablemente largos, en perder el conocimiento por una providencia misericordiosa. Me encontré en el dilema de correr al pueblo en busca de ayuda y dejarlo solo o quedarme con él aunque no pudiera auxiliarlo. Finalmente decidí cargar con él, aunque pesaba más que yo. La pendiente hasta la línea de meta era muy pronunciada. Pero yo (o más bien él), tuve suerte porque pasó un granjero con un caballo y un trineo enganchado. Lo ingresaron en el hospital, estuvo tres semanas en coma, quizá menos, y al final se despertó y su estado fue mejorando. Apenas tuvo secuelas, salvo por las muelas, que tuvieron que sustituirlas por piezas de plata. Además, sufrió jaquecas toda su vida, que aparecían con los cambios de tiempo. Décadas después del accidente, tras haber perdido completamente el contacto con él, recibí una extraña señal de vida. En el programa deportivo de la ZDF, que emitía los resúmenes de los partidos de fútbol de la liga alemana, siempre hacían un sorteo en la sección del Gol del Mes. Esto debía de ser a principios de los ochenta. Elegían el gol que había recibido más votaciones por parte de los telespectadores y lo emitían de nuevo en el programa. Entonces, un invitado en el estudio extraía a ciegas una postal de entre las aproximadamente doscientas mil recibidas, y el remitente recibía como premio un viaje y dos entradas para el siguiente partido de la selección alemana. Las postales estaban dispuestas en un semicírculo de grandes bolsas en el suelo del estudio, y el invitado hurgaba en una de ellas y sacaba una tarjeta. Después de esta fórmula rutinaria se leyó en voz alta el nombre del afortunado: Rainer Steckowski, de Sachrang. La anomalía estadística es tan extraordinaria que nadie me creerá, pero yo sé que fue real. En cualquier caso, mi sueño de dedicarme a los saltos de esquí y volar se borró de un plumazo con el accidente de Rainer. Pasaron muchos años hasta que pude acercarme de nuevo a una rampa.

Documental de Herzog sobre los saltos de esquí

 Más tarde, en 1974, dirigí un documental sobre saltos de esquí, El gran éxtasis del escultor de madera Steiner. Había visto saltos de esquí en televisión muchas veces. Incluso había tomado fotos en gran formato en blanco y negro con una cámara de aspecto primitivo, de madera de caoba, con trípode, fuelle y placa. Para ajustar el enfoque, tenía que colocarme debajo de una tela negra, como los fotógrafos del siglo XIX. Me convertí en un bicho raro entre los cientos de fotógrafos profesionales con sus modernas cámaras y enormes teleobjetivos, aunque yo no quería fotografiar a los atletas en pleno vuelo, como los demás, sino justo antes del momento en que se lanzan a la pista, cuando ya no hay vuelta atrás. Hay un miedo secreto en todos, pero nadie habla de ello; como mucho, hablan de respeto. De hecho, los que saltan más alto nunca son los más atléticos y musculosos: suelen ser chavales de diecisiete años, de rostro lívido y granulado y mirada insegura. Uno de ellos me llamó la atención alrededor de 1970. Era el suizo Walter Steiner, escultor de madera de profesión, un artista que trabajaba y vivía en Wildhaus, Appenzell. A veces subía solo a las montañas y tallaba grotescos rostros en los troncos de los árboles gigantes caídos, normalmente con una expresión de horror, pero nunca revelaba las ubicaciones de sus esculturas, y solo a veces las encontraba algún excursionista. En sus primeras competiciones internacionales, siempre acababa muy por detrás del resto de los participantes, pero vi algo en él que me impresionó. Aquel joven tranquilo tenía algo extático en sus vuelos, tan solo le faltaba técnica. Les dije a mis amigos:
 –Estáis viendo al futuro campeón del mundo.
 Su estatura era fuera de lo común: muy alto, flaco, con las piernas demasiado largas. Parecía torpe en tierra, como una grulla que camina sobre piernas delgadas de rodillas nudosas, pero en el aire también volaba como un pájaro. Daba la impresión de que su elemento fuera el aire, no la tierra.
El suizo Walter Steiner
***

 Sentía una profunda afinidad con Walter Steiner. En 1973, durante el tradicional Torneo de las Cuatro Colinas, que se celebra entre finales de un año y principios del siguiente, iba en una posición muy por detrás de sus rivales porque arrastraba las secuelas de una lesión, una costilla rota. Cuando surgieron dudas sobre si había apostado por un caballo cojo, lo apoyé incondicionalmente. Le dije que en Planica, en Eslovaquia, volaría más alto que los demás. Eso podría haberle dado un poco más de confianza, pero a veces, en mi trabajo con los actores o los protagonistas de mis documentales, se trataba de algo más: necesitaban contacto físico. Con Bruno S., el protagonista de dos de mis películas, El enigma de Gaspar Hauser y Stroszek, fueron momentos táctiles. Cuando estaba fuera de sí por el mundo tan horrible que había vivido durante su infancia y adolescencia, simplemente lo cogí suavemente de la muñeca y eso lo calmó. El día antes de saltar, Steiner estaba decaído y tenía dudas sobre su estado de forma. Tenía a cuatro camarógrafos allí. Fuera, de camino a su habitación, nos pusimos de acuerdo para subirlo a hombros y llevarlo por la solitaria calle nevada. Alguien hizo una foto borrosa que he redescubierto hace poco. Pero recuerdo ese momento con diáfana claridad, porque fue un simple gesto físico a partir del cual empezamos a confiar los unos en los otros. Al día siguiente, durante los primeros saltos de prueba, Steiner estuvo extraordinario. Nadie había volado jamás como él. Yo había encontrado en su álbum de fotos una imagen, que pasaba más bien desapercibida, en la que parecía un cuervo. Él se limitó a descartarla con un comentario superficial. Pero después de haber ido sobre mis hombros, se sinceró. Cuando tenía unos diez años, encontró un cuervo joven que se había caído de su nido y lo crio con mucho cuidado. El pájaro sobrevivió y se convirtió en su mejor amigo, porque Steiner siempre fue un niño solitario. Le gustaba posarse en su hombro y, al salir de clase, lo esperaba fuera, en las ramas de un árbol. Steiner silbaba y el cuervo acudía a él volando y se posaba en su hombro mientras él volvía a casa en bicicleta. Pero el ave iba perdiendo cada vez más plumas y los demás cuervos lo picoteaban y atormentaban, era insoportable ver aquello. Finalmente, Steiner no pudo aguantar más y le disparó con la escopeta de su padre. Ahora que su cuervo ya no volaba, él, Steiner, lo hacía por él.
 En Planica, Steiner destacó tanto que estuvo a punto de volar hacia su propia muerte varias veces, pues la infraestructura de entonces no estaba diseñada para un saltador como él. Para entendernos: cuando aterrizas en una pendiente pronunciada después de haber volado por los aires, la energía cinética se va disipando gradualmente hasta que alcanzas el rellano. Incluso las malas caídas suelen terminar sin consecuencia. Pero si aterrizas en el rellano tras haber hecho un vuelo demasiado largo, cosa que nadie concebía posible por entonces, la pérdida de velocidad hasta cero se produciría de golpe y sería tan peligroso como saltar desde el vigésimo piso de un rascacielos a la calle. Las gigantescas instalaciones de Planica y casi todas las que había por el mundo tenían un radio circular que cambiaba rápidamente a horizontal, como transición de la pendiente pronunciada al rellano. El comienzo de ese radio era el punto crítico y siempre estaba marcado con una línea roja en la nieve. Si un saltador rebasaba ese punto, la dirección técnica tenía que detener la competición de inmediato y continuar con un recorrido más corto para que los saltadores no pudieran alcanzar la zona roja de peligro. Steiner, sin embargo, sobrevoló el punto crítico hasta batir por diez metros el récord mundial vigente; allí ni siquiera había marcadores de distancia. Cuando aterrizó, la compresión era ya tan fuerte que el impacto lo desequilibró y se cayó.
 Sufrió una conmoción cerebral, le empezó a sangrar la cara y durante una hora no sabía dónde estaba ni qué había pasado. Pero en los siguientes dos días de competición, los jueces yugoslavos continuaron dejando cuatro veces que Steiner arrancara desde demasiado arriba y volara hacia la zona de la muerte. Querían ver un nuevo récord mundial, costara lo que costase. Sus saltos atrajeron a cincuenta mil espectadores.
 –Quieren verme sangrar, quieren que me haga añicos –dijo Steiner.
 Ganó la competición por una distancia sin precedentes en la historia de este deporte. Steiner exigió entonces –ahora tenía autoridad para hacerlo–, que se reconstruyeran los saltos de esquí en insistió sobre todo en una transición desde la pendiente hasta el rellano con una curva matemática calculada de forma diferente. Actualmente, que yo sepa, las grandes rampas ya no tienen un radio circular, sino una curva calculada según la sucesión de Fibonacci, es decir, una parte de una curva de espirales, como los amonites fosilizados. La curvatura de este radio es mucho más alargada y no se puede volar hasta el final del rellano.
 Hoy en día, las competiciones de saltos de esquí son pruebas sintéticas y estandarizadas en comparación con los días del éxtasis de Steiner. Los perfiles de las rampas se adaptan a las curvas balísticas de los saltadores, que nunca vuelan tan alto como las copas de los árboles, sino que siempre están cerca de la pista en altura de vuelo. En la época de Steiner, nadie usaba cascos protectores y no había monos como los de hoy. Ahora toda está regulado al milímetro, incluso la distancia de los hombros a la entrepierna que debe tener el traje en relación con la altura del deportista, porque una entrepierna demasiado baja sería una pequeña vela adicional. Los comités miden con dispositivos especiales la permeabilidad al aire entre la parte delantera y la trasera, porque durante los Juegos Olímpicos de Invierno de Innsbruck el equipo austríaco llevaba trajes cuya espalda apenas era permeable al aire, lo que resultó en la formación de una joroba artificial que tenía el mismo efecto que las alas de un avión. Creo que Austria ganó todas las medallas de oro. El cambio más visible es la posición de los saltadores. Hoy todos saltan con los esquís en posición de uve, lo que proporciona un vuelo más estable y aerodinámico. Steiner todavía volaba con los esquís en paralelo porque los jueces lo recompensaban con puntuaciones más altas. Pero ya hacía tiempo que se sabía, por pruebas en el túnel de viento, que la postura en uve era mejor. De repente, un solitario esquiador de Suecia empezó a saltar en esa postura. Era el testarudo visionario Jan Boklöv. Los jueces lo penalizaban en todas las competiciones, pero él persistió sin inmutarse, y por eso ocupa un lugar destacado en mi lista de héroes secretos.
Jan Boklöv entrenando en Calgary en 1988 antes de los Juegos
Fotografía: Jan Collsiöö / TT
El invierno posterior, otros saltadores siguieron su ejemplo y, de repente, todo el mundo lo hacía y el sistema de puntuación tuvo que cambiar. Los esquís que nos prestaban de niños no eran ni de lejos tan anchos ni tan flexibles como plumas de águila, y no tenían fijaciones para que el talón pudiera desengancharse del esquí. Hoy los atletas vuelan en posición horizontal, como si cabalgaran sobre un colchón de aire, y los más atrevidos tienen las orejas literalmente entre las puntas de los esquís.

 Como bien dice el crítico cinematográfico Javier Ocaña, El gran éxtasis del escultor de madera Steiner es «mucho más que un documental deportivo, que también. Una película sobre el miedo y el arrojo de un pionero, un aventurero casi demente, y personaje típicamente 'herzogiano'».

 Mientras les copiaba este último texto a color de Herzog –el libro está traducido por Marina Bornas Montaña–, me acordaba de Anu Roiha, la finlandesa de alma latina que nos acogió a mi hijo Enzo y a mí en Rovaniemi cuando fuimos a visitar a Papá Noel allá por diciembre de 2009. La primera noche con ella nos llevó a visitar las pistas de esquí de la ciudad, pero era muy tarde y ya no había nadie en las instalaciones, iluminadas por algunos focos. Era una noche muy fría, y estando allí nos veíamos obligados a hacer respiraciones muy pequeñas para que no nos afectara el aire helado. Desde lo alto de la colina, donde aparcó el coche, se veían también las luces de la pista de saltos. Anu nos señaló la enorme rampa con el índice, y nos dio algunos detalles técnicos. Yo había visto saltar por una de aquellas rampas en la televisión, y admiraba la pericia y el valor de aquellos saltadores que volaban más de 100 metros antes de pisar la nieve. Mentalmente me deslicé por aquella superficie y sentí el vértigo y el pavor a la caída. Y eso que aún no había visto el documental de Herzog. Afortunadamente, Enzo no tenía vértigo ni miedo a volar y ya está surcando los cielos como piloto de líneas aéreas. Quién sabe si alguna vez llevará en su avión a otros pequeños a conocer a Santa Claus Papá Noel*, o a la mismísima Anu a veranear a la Costa del Sol.

Película completa en alemán con subtítulos en inglés


Inicio de la película en alemán con subtítulos en castellano

 Y llegados al final, no puedo más que recomendarles la lectura de Cada uno por su lado y Dios contra todos, así como la reseña que escribí sobre el libro en mi otro blog.

Cada uno por su lado y Dios contra todos. Memorias, Werner Herzog
Editadas por Blackie Books
Fotografía: Pedro Delgado

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2024/09/las-memorias-de-werner-herzog.html

*https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2014/12/sos-navideno.html

sábado, 28 de septiembre de 2024

DE VUELTA CON BRUCE LEE: LA FLAUTA SILENCIOSA O EL CÍRCULO DE HIERRO


Cartel de la película El círculo de hierro, 1978

De vez en cuando me gusta ver con mis hijos alguna película de serie B o de bajo presupuesto en la televisión. La última la vi con el pequeño de ellos a mediados de este mes de septiembre en Filmin. Lleva por título El círculo de hierro, es del año 1978 y está dirigida por el estadounidense Richard Moore.

 Mi interés por verla estaba centrado en la figura de Bruce Lee, pues él estaba detrás de la idea original de la película junto a Stirling Silliphant; aunque el título en el que ellos trabajaban era The silent flute (La flauta silenciosa), cambiado finalmente por Circle of Iron (El círculo de hierro).

The Silent Flute (La flauta silenciosa)

 Yo había leído sobre aquel proyecto en Bruce Lee: Una vida, la magnífica biografía que escribió Matthew Polly en 2018, publicada en España por Dojo Ediciones en una traducción de Rubén Cervantes Garrido.

Bruce Lee: Una vida, de Mathew Polly (Dojo Ediciones, 2018)
bruce-lee-una-vida Fotografía: Lucía Rodríguez

 En ella, Mathew Polly le dedica un capítulo a La flauta silenciosa, el proyecto cinematográfico en el que se embarcó Bruce Lee a finales de los sesenta, tras la cancelación de la serie The Green Hornet (El avispón verde), en la que interpretaba a Kato.

Van Williams y Bruce Lee (Avispón Verde y Kato)
Serie de televisión The Green Hornet
ABC Photo Archives /ABC/Getty Images

 Bruce quería hacerse un hueco y un nombre en Hollywood, a la vez que deseaba acercar la filosofía de las artes marciales al público occidental, por ello comenzó a trabajar con Stirling Silliphant en el guion de la que pensaba que sería la primera película de artes marciales realizada en Estados Unidos, su camino hacia el estrellato. Bruce tenía en mente a Steve McQueen, al que entrenaba, para el papel de protagonista, y él se había reservado el de coprotagonista, pero el socio de McQueen, Robert Relyera, rechazó la propuesta. "Deja de molestarme, Kato, y olvídate de esta mierda de protagonizar películas. Concéntrate en mantener en forma a nuestra estrella", le dijo. Aún así, Bruce no se rindió y trató de nuevo de convencer a McQueen, esta vez con la ayuda de Silliphant.

 Cuando McQueen accedió a reunirse con ellos, acudieron al Castillo para explicarle la idea: Cord el Buscador se embarca en un viaje para descubrir la verdadera naturaleza de las artes marciales. Por el camino, deberá derrotar a varios enemigos –el Hombre Ciego, el Hombre Rítmico, el Hombre Mono y el Hombre Pantera–, que representan la avaricia, el miedo, la rabia y la muerte. Habría montones de escenas de lucha y McQueen interpretaría, por descontado, al héroe Cord. Bruce, por su parte, daría vida a los cuatro enemigos.
 –No sé –dijo Steve–. ¿Tenéis ya el guión?
 –No –dijo Bruce–, pero Stirling es el mejor guionista de Hollywood.
 –Si te apuntas –dijo Silliphant–, lo escribiré.
 –No sé. Tengo la agenda bastante apretada ahora mismo –dijo McQueen educadamente–. No podría involucrarme ahora mismo. Pero una vez tengáis el guion, lo leeré.
 Bruce intentó mantener la calma mientras McQueen se cerraba en banda. Aquel proyecto era su billete para una carrera cinematográfica en Hollywwod, y estaba desesperado por conseguirlo. Tenía una casa en Bel Air, un Porsche y una joven familia, nada de lo cual podía mantener con su actual nivel de ingresos. Sin McQueen, Silliphant abandonaría y Bruce volvería a la casilla de salida.
 Bruce presionó a Steve para que aceptara el trato, pero fue un error táctico. McQueen era un amigo leal, pero no un actor generoso. Despedía a los directores que no le hacían quedar bien, a los guionistas que no le daban los mejores diálogos y a los actores más altos que él. Les robaba escenas a sus compañeros y se acostaba con las protagonistas. Puede que Bruce se considerara su maestro de Kung-fu, pero Steve lo veía como un entrenador personal muy caro que había olvidado cuál era su sitio.
 –Admitámoslo, Bruce –respondió finalmente–. Esto es un vehículo para convertirte en una gran estrella, y debo ser honesto contigo: no estoy en este negocio para convertir a otros en estrellas. Te quiero, colega, pero vas a estar aprovechándote de mi éxito y no puedo permitirlo. No voy a cargar contigo.
 Tras esta reprimenda, Bruce abandonó la mansión hecho una furia. Ya en el patio, junto a Silliphant, miro hacia las ventanas, sacudió el puño y gritó:
 –Voy a ser más grande que él. ¿Quién demonios se cree para decirme que no va a hacer esta película conmigo? ¡Voy a ser una estrella más grande que McQueen!
Steve McQueen, Bruce Lee y Fumio Demura

 Bruce pensó entonces en ofrecerle el papel a Paul Newman. "Le pediría a Jay Sebring que lo reclutara como alumno de kung-fu y, una vez que empezaran a entrenar juntos, le lanzaría su idea. Pero aquello nunca ocurrió. Por razones desconocidas, Newman nunca se convirtió en alumno de Bruce, y sin él y sin McQueen, su proyecto cinematográfico se estancó".

 Bruce cayó en una depresión, y Silliphant, al ver el estado emocional y financiero de Bruce, se mantuvo vinculado al proyecto.

Stirling Silliphant y Bruce trabajando en el guión de The silent flute
Oficinas de Pingree Productions, alrededor de mayo de 1970
Fotografía: David Tadman

 Les seguía faltando una estrella, y ahí fue donde apareció James Coburn.

Le ofrecieron el papel de Cord y, para endulzar la oferta, la posibilidad de dirigir su primera película. Coburn, que quería a Bruce y siempre había deseado ser director, no se lo pensó. Los tres diseñaron el reparto de tareas: Silliphant y Coburn coproducirían la película, Coburn la dirigiría y protagonizaría y Bruce asumiría los cuatro papeles principales restantes y dirigiría las escenas de lucha.
 –¿Escribirás el guion? –le preguntó con entusiasmo Bruce a Silliphant.
 –No. Estoy hasta arriba de trabajo y no tengo tiempo –respondió Stirling, que acababa  de comprometerse a escribir el guion de una película de samuráis–. Puedo hablar con mi sobrino, Mark. Es un guionista joven y moderno con mucho talento. Aceptará.
 Bruce no estaba seguro. Coburn era un actor de éxito, pero no estaba al mismo nivel que Steve McQueen. Para conseguir que un estudio financiara el proyecto, necesitaban un guion de primera categoría.
 –Reunámonos con Mark la semana que viene para hablar del proyecto –sugirió Coburn–. ¿Tienes ya el título, Bruce?
 –Todavía no. Llamémoslo Proyecto Leng por ahora –dijo Bruce–. Leng significa «bello» en cantonés.
 Siete días después, se reunieron con Mark Silliphant para hablar del proyecto y Bruce salió con serias dudas de que fuera capaz de producir un buen guion. Tras considerarlo, decidió escribir un esquema él mismo. A lo largo del mes siguiente, Bruce siguió un horario estricto: por las mañanas, escuchaba cintas motivacionales, leía su «objetivo definitivo» en algo y se imaginaba convertido en la superestrella oriental mejor pagada de Estados Unidos. Por las tardes, escribía la trama para el Proyecto Leng.
 El 28 de febrero de 1969, Bruce se reunió con Stirling y Coburn en la oficina de Silliphant para presentarles sus nuevas ideas y tratar de convencerlos de que debían sustituir a Mark por un guionista veterano. A Stirling y James les gustó la presentación, pero no estaban entusiasmados con la idea de reemplazar a Mark. Este estaba dispuesto a cobrar en función del rendimiento de la película (es decir, trabajar gratis), mientras que un guionista veterano exigía el dinero por adelantado. Dado que Bruce no tenía dinero, el pago recaería sobre Silliphant y Coburn. Tras varios tira y afloja, acabaron dando la razón a Bruce, que más tarde le escribió a su amigo: «Aceleraremos el proceso en cuanto un profesional elabore el guion. Todo va sobre ruedas».
 La perspectiva de ser despedido por su tío logró estimular a Mark, que suplicó a Stirling que no lo reemplazara. Stirling cedió, diciéndole que podía seguir trabajando en el proyecto en secreto. Si lo que escribía era bueno, se lo enseñaría a Coburn y Lee. Stirling advirtió a su sobrino que debía escribir rápidamente, ya que dispondría de una única oportunidad, aprovechando una momentánea distracción de Bruce. Stirling había encontrado otra forma de ayudarle a pagar su hipoteca.

 Stirling Silliphant había escrito el guion de Secretos de una esposa, una historia de amor protagonizada por Ingrid Bergman y Anthony Quinn, e introdujo una escena de lucha en el guion, convenciendo a Columbia Pictures para que contratara a Bruce Lee para coreografiar y dirigir la pelea. Así que ambos se fueron a Tennessee. Allí Stirling informó a Bruce de que le había dado a su sobrino Mark una segunda oportunidad para trabajar en el proyecto, pero al volver a Los Ángeles a ninguno le gustó la propuesta presentada por Mark, así que Mark fue despedido nuevamente y Stirling, Bruce y Coburn acordaron buscar a un guionista profesional. "Su búsqueda, sin embargo, se vería pospuesta por lo que sucedió la noche del 8 de agosto".

 Lo que ocurrió esa noche de 1969 fue una espeluznante masacre que sacudió al mundo entero. A la orden de Charles Manson, cuatro de sus acólitos se acercaron a la casa de Sharon Tate –embarazada de ocho meses y medio– y Roman Polanski –que se encontraba en ese momento en Londres ultimando un guion–, y mataron a la actriz y a los cuatro invitados que esta tenía en casa, entre ellos Jay Sebring, el peluquero de las estrellas.

 Ese mismo día en el Rancho Spahn, a las afueras del condado de Los Ángeles, Charles Manson les dijo a los seguidores de su secta hippie: «Ha llegado el momento del Helter Skelter». El término, tomado de una canción de los Beatles, se refería a una profecía de Manson referente a una inminente guerra racial apocalíptica entre los negros y los blancos. Esperaba iniciar una revolución matando a algunos blancos ricos y echándoles la culpa a activistas negros. Manson les dijo a sus jóvenes seguidores Tex Watson, Susan Atkins, Patricia Krenwinkel y Linda Kasabian: «Id a la antigua casa de Terry Melcher y matad a todos los ocupantes». (Melcher, un conocido productor musical, había despreciado a Manson, un músico aspirante). Manson no sabía exactamente quién vivía allí en ese momento, pero dijo que eran «gente del mundo del espectáculo». Entrada la noche del 8 de agosto de 1969, los cuatro seguidores de Manson condujeron hasta aquella casa, que no era otra que la de Sharon Tate y Roman Polanski.

 Aquel asesinato tocó de muy cerca a Bruce. Él había enseñado a Sharon Tate a dar patadas en La mansión de los siete placeres, y Jay Sebring era uno de los mejores amigos de Bruce en Hollywood, responsable en buena medida de haber lanzado su carrera de actor y de profesor de Kung-fu.

Bruce Lee dirige la coreografía de la pelea de Sharon Tate y Nancy Kwan
La mansión de los siete placeres, Phil Karlson (1969)

 Un mes después del brutal asesinato, Stirling y Coburn reunieron el dinero para contratar a un guionista llamado Logan, pero el nuevo guion tampoco les gustó.

«Nos trajo un guion –recuerda Silliphant– que consistía básicamente en ciencia ficción y sexo. No tenía nada que ver con la historia. De modo que lo despedimos».

 Después de eso, Bruce y Coburn le rogaron a Silliphant que escribiera él el guion, pero Stirling puso una condición:

«Vale, escribiré el maldito guion, pero no lo voy a hacer yo solo mientras vosotros os vais de pesca. Vamos a reunirnos tres días a la semana en mi oficina de 5 a 7 de la tarde. Le dictaremos las escenas e ideas a mi secretaria y lo terminaremos de una vez».

 Así fue como los tres comenzaron a reunirse a lo largo de marzo, abril y mayo de 1970.

«Bruce y Jimmy contribuyeron enormemente a darle textura al guion, hasta el punto de que podías olerlo –recuerda Silliphant–. Lo terminamos, por fin, y nos emocionamos». Cada uno aportó sabores radicalmente distintos a la mezcla. Bruce lo llenó de taoísmo, budismo zen y su filosofía de jeet kune do, Coburn lo sazonó con algunas parábolas místicas sufíes y Silliphant añadió meditaciones sobre un estado mental intemporal tomadas de los Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot.

Bruce Lee con James Coburn y Stirling Silliphant al fondo

 Al guion resultante lo titularon La flauta silenciosa. "En vez de la típica trama centrada en la venganza, era una reflexión metafísica acerca del significado de las artes marciales".

 En el texto final, el héroe, Cord, se embarca en una búsqueda de la biblia de las artes marciales, que contiene los secretos del combate desarmado. Para ello debe superar tres pruebas que representan el ego, el amor y la muerte. Su guía será Ah Sahm, un ciego que simboliza su subconsciente y toca una flauta que solo Cord puede oír. Al final del sangriento viaje, Cord rechaza la biblia, que representa a la religión sistematizada, se une con Ah Sahm y se disuelve en el nirvana.
 La estructura del guion es puro Joseph Campbell y su Héroe de las mil caras; el diálogo es molón, alucinógeno y huele a marihuana, y el nivel de sexo y violencia es extremo incluso para los parámetros actuales. Los espeluznantes asesinatos de Sharon Tate y Jay Sebring impregnan cada página. Una de la escenas incluye a una mujer crucificada y decapitada de cuyo cuello sale una rosa; en otras se ve cómo a un gigante negro se le arrancan los intestinos o cómo los sesos de un joven hermoso salen goteando de un cráneo aplastado. La segunda prueba de Cord (el amor) incluye una elaborada lección de sexo tántrico con una hermosa concubina. Parte de la descripción de la escena dice así: «Yaciendo juntos, enteramente relajados, ella abre con los dedos los labios de su vulva e inserta parcialmente el pene de él». La concubina dice después: «Estos labios son el fuego del centro. Yaceremos así un tiempo hasta que estemos preparados para la experiencia inexpresable de unidad que llamamos samsara, en la que el tiempo y la eternidad se unen».
 Y hay más. Los autores pretendían rodar la película en tres localizaciones distintas (Tailandia, Japón y Marruecos) y en seis idiomas (tailandés, cantonés, árabe, japonés, urdu e inglés). Habiendo terminado el guion, necesitaban ahora un estudio hollywoodiense lo suficientemente excéntrico para financiar una película X multimillonaria, multilingüe y mística sobre artes marciales.

 Antes de poder presentarle el proyecto a ningún estudio, Bruce Lee se lesionó seriamente en su espalda, por lo que se tuvo que retirar temporalmente de todo, pues su trabajo dependía completamente de su salud física.

 A los cinco meses, Bruce se recuperó y empezó a ejercitarse y entrenar de nuevo, "hasta que fue capaz de hacer lo mismo que antes de la lesión".

 Entonces le presentaron el guion a Ted Ashley, el nuevo presidente de la Warner Bros. "Lo habían contratado para revertir la mala situación de la productora apelando al público joven de la contracultura con películas de gran éxito, como el documental Woodstock (1970). Silliphant pretendía venderle La flauta silenciosa como el Easy rider (1969) de las películas de lucha.

 Bruce Lee fue con Silliphant a una fiesta en la mansión de Ted Ashley, y allí le demostró en vivo lo que eran las artes marciales. La exhibición de Bruce lo dejó atónito y se ganó al presidente de la Warner Bros. para la causa; aunque este solo les permitiría rodar en la India por un tema económico.

 Habiendo impresionado al jefe, Silliphant le hizo llegar el guion a Warner Bros. «Les encantó de inmediato», afirma Silliphant. Quizá, pero en Hollywood hablar es gratis; el verdadero amor se mide en dinero. Warner produciría la película, pero sin un solo dólar norteamericano. La película entera debía rodarse en la India, donde la productora tenía enormes sumas de dinero inmovilizado. El Gobierno indio no permitía a los estudios norteamericanos cobrar el dinero recaudado en las taquillas de su país; podía usarse únicamente para hacer películas en la India. El problema era que ningún productor o director americano quería rodar en un país tan pobre, de modo que el dinero estaba secuestrado. Ted Ashley le dijo a Silliphant: «Las rupias están esperando. Vosotros id y pensad qué hacer».

Bruce Lee en la India buscando localizaciones para La flauta silenciosa
Desierto de Thar (Rajasthan), febrero de 1971

 El 29 de enero de 1971, Lee, Silliphant y Coburn volaron a Bombay para buscar localizaciones durante un par de semanas, y el 11 de febrero regresaron con opiniones contrapuestas: Bruce estaba convencido de que podían rodar esquivando las malas localizaciones, Silliphant tenía dudas y Coburn estaba convencido de la imposibilidad de rodar allí. Cuando este último habló con la Warner Bros., el estudio descartó el proyecto.

 Bruce estaba furioso, amargado y desolado. Se sentía traicionado por sus amigos hollywoodienses más íntimos. «Coburn la fastidió –declaró Bruce en tono de rabia–. No quería volver a la India, de modo que le dijo a Warner Bros. que allí no había buenas localizaciones. Mató el proyecto entero. Yo dependía mucho de esa película. Era una oportunidad única. Mierda, de haber sabido que iba a hacer eso, no lo habría tenido como socio».

 Aún así, Bruce se negó a abandonar La flauta silenciosa. Tanteó a Roman Polanski y se reunió con otros productores, pero poco a poco el sueño de hacer su primera película de kung-fu en Hollywood fue muriendo.

 Sus dos proyectos siguientes, Kung-fu y Kelsey, tampoco llegaron a buen puerto y Bruce empezó a perder la fe. Sin embargo, una llamada del productor hongkones Raymond Chow, de los estudios Golden Harvest, lo cambió todo. El 28 de junio de 1971, Bruce viajó a Hong Kong y firmó con la compañía para hacer dos películas: El gran jefe (en España se tituló como Kárate a muerte en Bangkok) y Rey de los boxeadores chinos (cuyo título se cambió después por Furia oriental). Tras el éxito de ambas películas, Stirling Silliphant volvió a estar interesado en reavivar el proyecto de La flauta silenciosa, barajando rodarla en Hong Kong, pero para entonces Bruce ya tenía que viajar a Italia para rodar El furor del dragón. Esta vez en condición de protagonista, director y productor. La película también fue un éxito comercial en el mercado asiático, aunque Bruce no la consideraba lo suficientemente buena como para que se estrenara en Norteamérica. Entonces se puso a remodelar La flauta silenciosa y se la ofreció a Raymond Chow.

 El gran jefe, Furia oriental y El furor del dragón fueron películas comerciales atravesadas por el tema de la venganza, y para su siguiente película Bruce quiso centrarse en su filosofía; una película sobre el camino –no el arte– marcial. Ya lo había intentado con La flauta silenciosa y, molesto aún por su fracaso, reescribió el guion para un público específicamente chino. Descartó el simbolismo freudiano de Silliphant y se centró en referentes culturales que el público asiático pudiera entender. Tituló aquella nueva versión china Pierna del norte, puño del sur. En China, el kung-fu nórdico es célebre por sus patadas y el meridional por sus puñetazos, y un maestro capaz de dominar ambos sería el artista marcial chino completo.
 En un cuaderno de ochenta páginas, Bruce redactó a mano el desarrollo de la película, incluyendo algunos diálogos, ángulos de cámara y dibujos. La trama seguía de cerca la estructura de La flauta silenciosa y comenzaba con un enfrentamiento entre el héroe junto con sus compañeros y los estudiantes de un estilo de kung-fu rival. El protagonista y sus colegas pierden estrepitosamente, porque han sido educados en el «lío clásico». El héroe, desolado –llegando a la dolorosa conclusión de que su «estilo de lucha es artificial y restrictivo», igual que le había pasado a Bruce con el wing chun –, emprende entonces un viaje en busca de la biblia de las artes marciales para convertirse en un verdadero maestro. En su búsqueda del Santo Grial, lo acompañan la canción ¿Cuál es la verdad de las artes marciales? y una chica enamorada a la que se refiere como «nuestra chica Viernes» y a la que ignora, creyendo ingenuamente que su misión es demasiado importante para detenerse en distracciones románticas. Rápidamente se encomienda a un maestro del sur, con el que entrena durante el día, y otro del norte, con el que entrena durante la noche. Un día, un grupo de fanfarrones insultan a los maestros del héroe en un restaurante, y este los desafía a una pelea, empleando su estilo de puños sureño, primero, y después sus patadas nórdicas. El personaje de Bruce resiste los ataques de sus rivales, pero no consigue imponerse. No es hasta que un misterioso anciano sentado en una mesa cercana le sugiere que use «las manos y los pies» cuando nuestro héroe combina ambos y consigue salir victorioso. Después, persigue al anciano y le anuncia: «¡He creado un estilo propio!».
 De haber sido una película patriótica sobre kung-fu, posiblemente hubiera terminado ahí. El héroe habría conseguido unir simbólicamente el norte y el sur, la histórica línea divisoria del país. Pero Bruce tenía una nueva verdad que quería revelar, un sermón que predicar. El anciano sirve como altavoz de la filosofía del jeet kune do. «Los estilos separan a las personas más de lo que las unen», se mofa el anciano mientras suena una música de flauta de fondo. Cuando el héroe le suplica al anciano que lo instruya, este lo desestima: «No soy un profesor. Soy una señal para un viajero que se ha perdido. Depende de ti qué dirección tomar».
 La película avanza en el tiempo y nos muestra al héroe llegando a la isla donde un famoso monje custodia la biblia de las artes marciales. Al igual que en La flauta silenciosa, el héroe debe enfrentarse a otros artistas marciales y superar varias pruebas para convertirse en el nuevo guardián de la biblia. Afortunadamente, ha conseguido dominar la filosofía jeet kune do del anciano y derrota fácilmente a sus maestros sureños y nórdico. En La flauta silenciosa, el héroe rechaza el libro directamente y ni siquiera lo hojea, pero en la nueva versión lo examina. «Lentamente, el héroe toma el libro y examina cada página, todas en blanco, hasta que llega a la última, donde encuentra un espejo en el que se ve reflejado». Tras descubrir el secreto, el héroe rechaza el trabajo: «Una persona de carne y hueso es mucho más atractiva que este libro». Y, acto seguido, da media vuelta, agarra a «nuestra chica Viernes» y la besa. Los aspirantes derrotados le preguntan: «¿Cuál es el secreto del libro?». El héroe se niega a responder; prefiere acabar la película con esta floja ocurrencia: «Lo único que puedo decir es esto: presta más atención a tu novia».
 De toda la obra de Bruce, Pierna del norte, puño del sur fue la más personal y autobiográfica, la destilación más pura de todo lo que había experimentado, aprendido y creído. «Si alguna vez volvía a abrir una escuela, tenía pensada una idea. Cuando entraras por la puerta, te toparías con unas grandes cortinas rojas y una señal que diría: "Tras estas cortinas se encuentra el Secreto" –dice Bob Baker, que apareció en Furia oriental–. Y cuando descorrías las cortinas te encontrabas con un espejo de cuerpo entero. Esa sería la forma de entrar en la escuela».

 A Raymond Chow la temática le pareció poco comercial,  demasiado intelectual para el gusto del público chino, y le pidió que la aparcara para más adelante.

 Para su siguiente película, Juego con la muerte, "Bruce tenía una imagen inicial, un tema y la escena de acción del tercer acto, pero carecía de una historia. Muchas películas de kung-fu hongkonesas de la época empezaban a rodarse con menos", y Raymond Chow dio luz verde al rodaje. Pero Bruce tuvo que dejar el rodaje de Juego con la muerte, pues su ansiado sueño de protagonizar una película de kung-fu en Hollywood le acababa de llegar.

 El productor Fred Weintraub, que había visto el potencial de las películas hongkonesas de Bruce, le ofreció a este hacer una coproducción entre Hollywood y Hong Kong, proyecto que bajo el nombre de Sangre y acero (Operación Dragón) le presentaron al presidente de la Warner Bros., Ted Ashley. Para Bruce tener control sobre la calidad final del producto era más importante que el dinero, así que exigió que el guion contara con su aprobación –quería tener derecho a hacer cambios en él– y que pudiera ejercer control total sobre las coreografías de lucha. También que el título pasara a ser Operación Dragón.

 Tras el rodaje de Operación Dragón, la mejor película de artes marciales de la historia, y mientras esta se terminaba de pulir en los estudios, le llegó a Bruce una propuesta de Silliphant para realizar varias películas con 20th Century Fox, entre ellas La flauta silenciosa. Pero Bruce tenía sus dudas. "Tras haber protagonizado Operación Dragón, tenia poco interés en dar un paso atrás e interpretar al escudero de Coburn. Además, tenía en mente el proyecto Pierna del norte, puño del sur, su propia versión china de La flauta silenciosa".

 El director Robert Clouse invitó a Bruce a una proyección especial de Operación Dragón. No había música, ni fundidos, ni efectos de sonido, pero no importó. Todos sabían que estaban ante un éxito, y al acabar la película Bruce miró al director unos segundos antes de sonreír. «Lo tenemos», le dijo. Sabía que el mundo se pondría a sus pies. [...]
 Seguro de que Operación Dragón sería un taquillazo, Bruce tomó una serie de decisiones trascendentes. Se plegó a los deseos de su mujer de regresar a Estados Unidos y decidió que repartiría su tiempo entre América y Hong Kong, haciendo una película en Hollywood y otra en China cada año. De este modo lograría mantener contentos a sus fans asiáticos y expandir su fama internacionalmente. [...]
 Después llamó a Stirling Silliphant para decirle que iba a rechazar La flauta silenciosa. Bruce seguía molesto con Silliphant y Coburn por haber abandonado el proyecto cuando más lo había necesitado. «Estuvimos a punto de pasar hambre en aquella época –cuenta Linda–. Y cuando ya era enormemente exitoso, le dijeron: "Ya estamos preparados"».
 –No te puedes permitir contratarme –le dijo Bruce a Silliphant–. Me están ofreciendo un millón de dólares por película.
 A Silliphant le sorprendió y molestó el rechazo de Bruce. «Pensaba que éramos íntimos y que no tendría más que llamarlo para que aceptara –recuerda Silliphant–. Me alucinó su reacción».
 –No llevaré a Jim [Coburn] sobre los hombros –dijo Bruce, repitiendo la frase que Steve McQueen había empleado con él. La discusión continuó y Bruce le preguntó–: ¿Haréis la película sin mí?
 –La haremos –dijo Silliphant, furioso.
 –¿Dónde vais a encontrar a un sustituto que interprete las cinco partes? –le preguntó Bruce.
 –Contrataremos a cinco actores diferentes para reemplazarte –dijo Silliphant–. Si te hubieras sumado de nuevo al proyecto, pensaba sugerir que interpretaras solamente un papel. Hacer de cinco personajes sería como esa vieja práctica de Hollywood a lo Lon Chaney.
 –Sea como sea, no te lo puedes permitir –repitió Bruce.
 Al final de la acalorada discusión, acordaron verse para cenar, pero Bruce llamó al día siguiente para cancelarlo. Le escribió una nota a James Coburn: «Hablé con Stirling y le dije que os entrego nuestra flauta silenciosa».

 Bruce Lee murió repentina y sorpresivamente el 20 de julio de 1973, unas semanas antes del estreno de Operación Dragón, y no pudo ver cómo se convertía en la superestrella oriental mejor pagada de los Estados Unidos. Encumbrado por los fans y el público de todo el mundo, que lo adoraban como un semidiós, se convirtió rápidamente en leyenda, en un mito que llega hasta nuestros días.

 Si usted es uno de esos fans, habrá hecho bien en leer todo esto antes de sentarse a ver El círculo de hierro. Porque la película tiene el cebo de Bruce Lee, pero estoy seguro de que este se revuelve en su tumba cada vez que se proyecta.

Cartel de Circle of Iron (El círculo de hierro, 1978)

 Al inicio se lee una dedicatoria póstuma a Bruce Lee, pero Bruce Lee no habría aprobado lo que hicieron con su historia.

Antes de su muerte, el legendario Bruce Lee ayudó a crear la historia de una película que no solo capturaría el espíritu de las artes marciales, sino también una parte importante de la filosofía Zen de acuerdo a la que vivía. Sabía que una película de esta dinámica causaría controversia, particularmente entre los no familiarizados con las creencias Zen. Pero creía que esta misma singularidad subyugaría a los amantes del cine.
 Bruce Lee enmarcó la historia en una tierra que nunca ha existido y siempre existe. Esta película está dedicada de forma póstuma a Bruce Lee.

Dedicatoria póstuma a Bruce Lee en El círculo de hierro
Fotografía: Pedro Delgado

 Aunque puede entretenerte la tarde, la película es mala, muy mala. Falla la elección del director, Richard Moore, que hasta ese momento era director de fotografía (esta sería su única película como director), y del actor principal, un Jeff Cooper falto de carisma que interpreta a un Cord con aspecto de He-Man.

Jeff Cooper interprentando a Cord en una escena de lucha
El círculo de hierro (Richard Moore, 1978)

Jeff Cooper enfrentándose a David Carradine (el hombre mono)
El círculo de hierro (Richard Moore, 1978)

 Y la ambientación, el vestuario y los decorados dejan mucho que desear, al igual que las escenas de lucha. Así que al terminar de verla me pregunto qué habría sido de esta si Bruce Lee hubiera tenido la potestad de intervenir directamente en ella y de coreografiar y dirigir las peleas como ya hiciera en Operación Dragón; o mejor aún, cómo habría sido Pierna del norte, puño del sur (la versión china de La flauta silenciosa) si Bruce la hubiera rodado.

 La cosa es que uno lee la sinopsis y la cosa promete, pero luego no da la talla.

En una época incierta, de un mundo desconocido, un experto en artes marciales gana en un torneo el derecho a buscar el llamado libro del conocimiento absoluto que custodia el hechicero Zetan (interpretado por Christopher Lee), para lo que deberá emprender un peligroso viaje plagado de retos y dificultades, en el que contará con la ayuda de un misterioso flautista ciego (David Carradine), gran conocedor de las artes marciales.

 Y que fuera David Carradine quien sustituyera a Bruce, después de quitarle el papel en la serie televisiva Kung-fu por tener un rostro demasiado oriental, me parece de mal gusto.

David Carradine en El círculo de hierro

 Más cuando Bruce ya había ideado otro western oriental similar que llevaba por título Ah Sahm (El guerrero).

 Las llamativas similitudes entre Ah Sahm y Kung-fu (ambos son westerns orientales) ha llevado a algunos biógrafos de Bruce Lee a asumir erróneamente que ambos eran un solo proyecto o que Bruce era el autor de Kung-fu. Lo cierto es que son distintos. [...] Desgraciadamente, la propuesta de Ah Sahm no está fechada, de modo que se desconoce si Bruce la redactó antes o después de leer el guion de Kung-fu escrito por Ed Spielman y Howard Friedlander.

 En descargo de Richard Moore y David Carradine, les diré que fue este último quien compró los derechos de La flauta silenciosa a la muerte de Bruce, de ahí que se reservara para sí los cuatro personajes que interpreta, algo que, como comenté anteriormente, ya pensaba hacer el propio Lee.

 Los productores, Sandy Howard y Paul Maslansky, contrataron a Stanley Mann para rehacer a fondo el guion, eliminando grandes dosis de sexo y violencia para hacer la película apta para todos los públicos. Y decidieron rodarla en Israel.

 Dicho todo esto, les toca a ustedes ver la película y juzgarla. Pero estoy seguro de que a los fans de Bruce Lee no les va a gustar lo que hicieron con su historia.

Créditos El círculo de hierro
Story by Bruce Lee, James Coburn y Stirling Silliphant
Fotografía: Pedro Delgado

 Como existen las sincronías, a los pocos días, leyendo unas revistas atrasadas, me topé en El País Semanal con este texto que les anoto. El artículo se centraba en Toño Martín, compositor y cantante de la banda Burning hasta 1983, que dejó tres maquetas grabadas antes de morir. Una de ellas, guardada 30 años en el cajón de una mesilla, salió este mes de septiembre a la luz en forma de disco póstumo –Muerde la bala– gracias al azar y al empeño de su hija Penny.

Reportaje sobre Toño Martín, compositor de Burning hasta 1983
El País Semanal nº 2.499 (Texto: Fernando Navarro/Fotografía: Sofía Moro)
Fotografía: Pedro Delgado

Reportaje sobre el disco póstumo de Juan Antonio Martín, Toño, de Burning
El País Semanal nº 2.499 (Texto: F. Navarro/Fotografía: Sofía Moro)
Fotografía: Pedro Delgado

 Para mi sorpresa, las palabras que cerraban el reportaje –escrito por Fernando Navarro, con fotografías de Sofía Moro– estaban tremendamente relacionadas con el final de El círculo de hierro y el pretendido libro de la Sabiduría que buscaba Cord.

 El 8 de mayo de 1991, un día antes de morir, Toño Martín llegó a Briviesca. Fue a pasar la popular fiesta de la Tabera junto a su esposa y su hija. "Toño siempre encontraba la paz en Briviesca", cuenta su mujer. Esa noche, Toño leyó a su hija, Penny, el cuento de El caballero de los siete rubíes, en el que un hidalgo se marcha de su reino y deja atrás su fortuna y a su familia porque busca la verdad guardada en una piedra filosofal y, después de recorrer medio mundo, llega con su caballo a una loma y un sabio le dice que esa verdad que andaba buscando siempre estuvo en su hogar. La piedra filosofal estaba en su interior. "Te espero porque no hay espera", dijo luego Toño a su hija y le dio el beso de buenas noches. Al día siguiente apareció muerto de un infarto y no de una sobredosis como se dijo en diversos sitios. "Tenía soplos en el corazón desde joven", señala su esposa. "Siempre creí que vino a morir con nosotras. Eligió el día. Estaba ya muy herido y agotado de su guerra con las drogas", apunta Penny.
 "Te espero porque no hay espera". Su hija bien lo sabe. Más de tres décadas después de morir y medio siglo desde que fundó Burning, Toño Martín estaba ahí. El primer ángel caído del rock español aguardaba en una maqueta, dispuesto a renacer del olvido, a morder su última e increíble bala.
El País Semanal nº 2.499 (18 de agosto de 2024)

 A la gente joven quizá no les suene Burning, pero los de mi generación no podemos olvidar una de sus canciones, almacenada para siempre en el disco duro de nuestro cerebro: ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este? En el vídeo podemos verlos actuar en el programa Aplauso del año 1978.


 Pueden leer el artículo completo sobre el disco póstumo de Toño Martín clicando en el siguiente enlace:


P.D.: Este artículo está dedicado al pequeño de mis hijos, Pedro Delgado Rodríguez, con el que vi la película el 20 de septiembre sin saber el juego que me iba a dar.

Todos los textos a color están sacados de Bruce Lee: Una vida, de Matthew Polly, editado en castellano por Dojo Ediciones (traducción de Rubén Cervantes Garrido) en octubre de 2019.
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