Niebla en el Mont Ventoux, de Wilfried de Jong |
Llevaba tres años topándome con esta portada en las librerías. Unas veces en el escaparate, otras en la estantería de la sección de deportes: de cara, mostrándonos las nalgas del autor en el pavés de la Paris-Roubaix, o dejando ver su lomo amarillo huevo, apretujado entre otros tomos. En ocasiones también lo encontré coronando una pila de libros que no eran de su género, como si el libro mismo se hubiese querido dar un garbeo con su bicicleta por la librería y ascender esas cimas de papel que a veces se forman como por generación espontánea, ese desorden ordenado para el librero en el que a menudo encuentro aquello que no buscaba.
Emocionado por el inesperado desenlace del Tour de Francia de este año, por la gesta de ese chaval esloveno de 21 años que responde al nombre de Tadej Pogacar y de su compatriota Primoz Roglic, todo un señor en la derrota, decidí hacerme con el libro.
Su autor es el holandés Wilfried de Jong (Rotterdam, 1957), escritor, actor, productor de televisión y ferviente fanático del ciclismo.
Wilfried de Jong Fotografía: Stephan Vanfleteren |
Niebla en el Mont Ventoux y otras historias de ciclismo (Lince Ediciones, 2017) reúne sus 23 mejores relatos, extraídos de cuatro de sus obras, entre ellas las aclamadas Kop in de wind y Solo. Es la primera vez que se traducen sus relatos al español (excelente trabajo el de Mara Arguilé Bernal), y, tras leerlos, no puedo dejar de preguntarse por qué no ocurrió antes. Sin duda, este es el mejor libro sobre ciclismo que he leído.
La extensión de sus relatos es tan variada como las etapas de una carrera. Los hay de 3 y 4 páginas, explosiones fulgurantes como un sprint; relatos medios y precisos de 5, 6, 7, 8 y 13 páginas, como una cronometrada; y otros de largo aliento que se extienden a través de 16, 17, 18, 20 o 24 páginas, y que nos mantienen con la tensión de una escapada o de los esperados hachazos que se dan en la montaña.
En el relato que abre y da título al libro, el autor se regala por su cincuenta cumpleaños una ascensión al Mont Ventoux. Lo acompañan, desde un coche de apoyo, dos amigos y su hijo de diez años, Sonny, que va asomándose por la ventanilla para grabar la subida con una pequeña videocámara.
Mocos. Tenía que librarme de los mocos. La mano derecha me sirvió de pañuelo. Me soné. Fuerte. Volvía a tener los orificios despejados, los ojos me escocían por culpa del aire fresco de septiembre. Me sacudí los mocos que se me habían pegado a los dedos y miré con el rabillo del ojo. El valle ya quedaba muy abajo. Había subido los primeros cinco kilómetros del Mont Ventoux. Llevaba unos quince minutos pedaleando.
Tomé un trago del bidón delantero. El sabor dulzón de la bebida isotónica se me quedó pegado en la garganta. A mi lado iba el coche de alquiler, en cuyo asiento trasero estaba Sonny, mi hijo. Tenía diez años. Había abierto la ventanilla y sacaba medio cuerpo fuera.
Es el reto de un cincuentón –"una pobre alma que necesitaba demostrar a toda costa que seguía siendo lo bastante fuerte para acometer el ascenso. Que quería que su hijo viera que tenía un padre fuerte como una roca, no como otros padres que se apoltronaban delante del televisor con sus grandes barrigas"–, una apuesta consigo mismo, una fiesta particular sobre la que rondará la tragedia.
Cartel publicitario del Mont Ventoux |
Y mientras el holandés sube, con el maillot rojo bombero del Acqua e sapone, va sacando algunos nombres a la palestra: el del belga Lucien Van Impe, ganador del Tour de 1976, que en la década de los setenta conquistó en seis ocasiones la clasificación de la montaña en la ronda gala; el del británico Tommy Simpson, muerto poco antes de llegar a esta cima en 1967; el del holandés Robert Gesink del Rabobank y el australiano Cadel Evans, que se batieron en duelo en aquellas rampas durante la París-Niza en 2008; los de Marco Pantani y Lance Armstrong en aquel otro pulso de infarto en el año 2000; y por último, el del estadounidense Floyd Landis, escrito sobre el asfalto.
En el segundo relato, Cicloporno, Wilfried de Jong nos narra la vez que visitó a Bahamontes en su tienda de bicicletas en Toledo.
Tienda de bicicletas de Bahamontes en Toledo Fotografía: Blog Guadamur, ayer y hoy |
Federico Martín Bahamontes había cerrado el negocio. La tienda de bicicletas situada en el centro histórico de Toledo ya no existía. Después de casi cincuenta años, el ganador español del Tour de Francia de 1959 lo había dejado. Ahora el local tiene un nuevo dueño: un comerciante chino que vende un poco de todo.
La noticia me la dio un amigo, corresponsal en España, que en 2003 me hizo de intérprete durante el rodaje de un documental sobre Baha. Me apena que la tienda esté cerrada. Los cambios son buenos, pero algunos lugares deberían seguir existiendo siempre.
Bahamontes tiene el mejor apodo que se le haya podido dar jamás a un ciclista: el águila de Toledo. La vez que fui a visitarlo, tenía un aspecto magnífico para sus setenta y cuatro años. Esbelto. Acicalado, casi perfumado. Con una abundante cabellera blanca. Gafas de montura dorada sobre su gran nariz.
Al terminar de leer este relato, me acordé de la tienda de deportes que montó el keniata Kipchoge Keino en Eldoret. Y me pregunté si aún permanecería abierta. Kip Keino se colgó un oro en los 1.500 metros y una plata en los 5.000 metros en los Juegos Olímpicos de México en 1968, y pensé que estaría bien tener tiempo para escribir relatos así, pero ambientados en el mundo del atletismo. Tal vez algún día.
El tercer relato, Una vueltecita con Jan Janssen, cuenta una quedada del autor con el sexagenario campeón holandés Jan Janssen, ganador de la Vuelta a España en 1967 y del Tour de Francia en 1968, cuando se enfundó el maillot amarillo al terminar la carrera.
Jan Janssen Classic website |
Según Janssen, íbamos por la mitad de la vuelta. La idea era llegar hasta el parque de Kalmthoutse Heide. Era una tarde calurosa, más incluso que lo había sido la mañana. Mi bidón estaba medio vacío. Aún no había visto beber a Jan. Llevaba un bidón blanco transparente y lo tenía lleno hasta arriba.
Subimos por el brezal.
–Dos mil doscientas veinticinco hectáreas de arena. Una vista magnífica –dijo Jan.
Volví a dar un trago. Jan no.
–Jan, es solo cosa mía o qué, veo que no bebes nada.
–Así es –repuso, sin jadear. No se apreciaba en él el menor síntoma de cansancio–. Ni una gota aún. Antes solo teníamos un bidón. Si se terminaba, había que abandonar. Meterse en alguna acequia o ir a buscar agua en alguna fuente. Ya entonces era muy frugal con el agua y sigo siéndolo. ¿Sabes cuál era mi arma secreta? Ojo, puede haber arena detrás de la curva y te vas de cabeza al suelo… Cuando hacía demasiado calor en el Tour, me metía siempre un hueso de ciruela en la boca. Así seguía fabricando saliva y no se me quedaba la boca seca. Pero hoy en día, bah, ahora te pasa una moto por el lado con un bar lleno de bidones detrás, puedes beber tanto como quieras. Ellos me verán como a un viejo idiota, y es lo que soy, te acabas convirtiendo en eso sin querer, pero el ciclismo ha perdido parte de su épica. Ahora cuidan estupendamente a los ciclistas durante la carrera. Y todos llevan un casco y unas grandes gafas de sol con las que no los reconozco.
Los centímetros de Merckx nos lleva a 1976. Estamos en la víspera de la París-Roubaix, la clásica de las clásicas con sus tramos adoquinados, en el momento en el que el mecánico del equipo Molteni prepara la bicicleta de su corredor estrella: Eddy Merckx.
Dentro de poco, Eddy deberá internarse en el infierno del norte. Todo el mundo espera que gane. Como siempre. Pero para que eso ocurra el sillín debe estar perfecto. El mecánico toma una cinta métrica extensible con la que comprueba la altura y la posición del sillín.
Merckx se sienta en el banco que hay detrás de su bicicleta. Mira fijamente el sillín. Ojos oscuros de carpintero.
Eddy Merckx y sus mecánicos comprobando la altura y la posición del sillín |
En Espíritu Santo aparecen los nombres del australiano Cadel Evans y del español Carlos Sastre.
Miro con incredulidad la bicicleta de Cadel Evans. Durante la etapa decisiva del Tour de Francia, una contrarreloj, el corredor australiano llevaba una máquina valorada en casi un millón de euros. No se notaba. Seguía siendo una bicicleta: un cuadro, un manillar con frenos, un cambio de marchas, dos ruedas y un bidón.
[...] Sastre vio recompensada su valentía cuando lanzó la ofensiva en el Alpe d'Huez. No tengo ni idea de cuánto costaba su bicicleta, pero iba como un rey sobre su caballo. La palabra mágica era agilidad. El perineo bien pegado a la parte posterior del sillín durante casi toda la etapa, como debe ser.
[...] Cuando al final de la etapa Sastre cruzó la línea de meta, se persignó con exasperante lentitud. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
Quizás porque todo fluye y nada permanece, que decía Heráclito de Éfeso, ahí están los dos siguientes relatos, El desván de Bartali y Babbo Bartali, dedicados a la muerte de Il Ginettaccio. El primer relato narra la visita que el autor le hizo en su casa de Ponte a Ema, cerca de Florencia, para entrevistarlo casi tres años antes de su muerte, y el segundo cuenta una segunda visita que realizó diez años después de aquella entrevista. Entonces lo recibió el hijo del campeón.
La mano apergaminada de Gino Bartali se desliza sobre los viejos tubulares. La capa de caucho está completamente desgastada. En los neumáticos desinflados hay, aquí y allá, piedrecitas incrustadas. Piedrecitas de alguna célebre carrera, quizá grava de un descenso en medio de la niebla por un puerto de montaña del Tour de Francia. O guijas de un camino rural de la Toscana, que se llevó sin querer durante una de sus últimas salidas de entrenamiento por los alrededores.
Luigi Bartali, hijo de Gino Bartali |
Su hijo saca un álbum de fotos de un archivador. En las hojas de plástico hay toda clase de fotos familiares. Me señala dos: padre e hijo, los dos jóvenes, en el ejército. Gino Bartali mira sonriente a la cámara. Lleva la boina ladeada y unos pantalones bombachos. Vestidos de militar, padre e hijo, son idénticos.
Corbata siciliana hace referencia a una técnica empleada por la mafia para estrangular a sus enemigos, a la cortísima etapa prólogo del Giro de Italia de 2005 y al maillot rosa homoerótico que se puso el sprinter y campeón del mundo Mario Cipollini para correr en Reggio di Calabria.
Mario Cipollini con uno de sus excéntricos maillots |
Los italianos ricos siempre muestran desprecio por todo lo que esté más abajo de Roma. Más allá de la capital empieza un nuevo continente. Lo llaman África y lo consideran pobre, atrasado y peligroso. El hecho de que el Giro de Italia de 2005 empezase en la puntita de la bota de la península debió de verse como algo meramente simbólico.
El relato Estúpido, estúpido, estúpido habla del dopaje de Marc Lotz con EPO, y proyecta una sombra de dopaje, por la misma sustancia, sobre Danilo di Luca y el grueso del pelotón en el Giro de Italia de 2007. Tras ese Giro, Di Luca fue cazado varias veces, hasta que en 2013 se le suspendió de por vida por reincidente.
Marc Lotz, eso no estuvo nada bien |
Danilo di Luca, nada por lo que brindar |
A Pinchazo, que versa sobre ese molesto incidente que, más tarde o temprano, sufrimos todos los ciclistas, le sigue Bulgaria. En este relato, Wilfried de Jong nos retrotrae al Campeonato Mundial de Ciclismo de 2005 en Madrid, y se fija en el búlgaro Krasimir Vasilev, que anima la prueba en sus primeros compases.
Krasimir Vasilev ciclista búlgaro |
En Mona Lisa leemos acerca del encuentro del autor con una misteriosa mujer camino del L'Homme Mort.
El soldado sostenía una carabina en las manos. Miraba a lo lejos, más allá de mí, hacia las cumbres de las montañas. La punta de la bayoneta avanzaba al frente, lista para hundirse en el pecho de un alemán. Abrirse paso hasta oír el crujido de las costillas.
Mort pour la patrie.
Pedaleaba despacio y por eso pude observar detenidamente la estatua de piedra. ¿Cuántos monumentos de guerra debía de haber en francia? Por todas partes se veían estatuas de jóvenes, rostros duros bajo el casco. Jamás el miedo en la mirada...
El título del relato número trece lo dice todo: Fausto ha muerto.
La muerte de Coppi en la Gazzetta dello Sport |
Fausto yacía muerto en su ataúd. Tenía los ojos cerrados, los labios convertidos en finas líneas. La energía había desaparecido de su enjuto rostro. Solo la nariz daba la impresión de poder inspirar en cualquier momento el aire invernal del Piamonte.
El 4 de enero de 1960, 20.000 tifosis envueltos en sus abrigos estaban preparados en las laderas que rodeaban el pueblo de Castellania. Querían atisbar el ataúd en el que se encontraba su difunto campionissimo. El cielo se mostraba gris. El sol no quería salir.
¿Cómo había podido el alma abandonar el cuerpo supuestamente tan fuerte de Fausto Coppi a sus cuarenta años?
En Cuarenta y ocho pulsaciones acompañamos a Wilfried de Jong al médico de cabecera para que le tome la tensión en un chequeo preventivo pues, a ciertas edades, una tensión demasiado alta es un asesino silencioso.
Mi médico de cabecera me puso una banda negra alrededor del brazo. Encajó los auriculares del estetoscopio en los oídos y aplicó la membrana contra una vena hinchada.
–Permanezca relajado –me dijo el médico mientras inflaba con una perilla de goma el brazalete que me comprimía el brazo.
[...] A los ciclistas les gusta alardear de sus pulsaciones en reposo. El quíntuple vencedor del Tour, Miguel Indurain, tenía una frecuencia cardíaca de 28 latidos por minuto en reposo. Fuertes retumbos. La cama del ciclista español se sacudía cada vez que el corazón bombeaba sangre.
Miguel Induain |
Montalto trata de la visita del autor al cementerio de dicha localidad para cumplir con el encargo de su profesor de italiano. Allí conocerá a una italiana con la que descubrirá la trágica historia que los une.
La torre de la iglesia del pueblo quedaba oculta a la vista por unos cipreses que decoraban la colina como altas plumas verdes.
Estuve estudiando en el hotel la ruta en un mapa en el que había unas minúsculas flechitas dibujadas. Una sola flechita significaba que el tramo era empinado; dos, que era más empinado aún; y si veías tres flechitas sabías que el desnivel podía alcanzar hasta el 20 por ciento.
Inicié el descenso con las manos en el manillar. Durante los primeros kilómetros, la pendiente era constante y pronto cogí el ritmo.
Mi objetivo era llegar al cementerio situado junto a la iglesia del pueblo. Ahí estaba enterrado un familiar de Enzo Scorpio, el joven profesor que me daba clases de italiano en Róterdam.
Plumas negras versa sobre el atropello de una focha y, a decir verdad, es el único relato que no me ha gustado. Si realmente es autobiográfico, qué le habría costado llevarla a un veterinario. Y si no lo es, qué falta hacía tanta crueldad.
Fochas. Reconocí su torpe aleteo desde lejos. Dos fochas comunes. Señor y señora, probablemente. Cruzaban con garbo el carril bici. El asfalto solo tenía tres metros de ancho, los coches no podían circular por ahí. Las aves acuáticas tenían todo el tiempo del mundo.
En Stickers el autor nos narra su paseo por Nueva York montado en una horrenda bicicleta híbrida de mujer. En su recorrido se cruzará con un chico que lleva las manos en el teclado de su móvil, y que me recordó a una foto que había visto hacía pocos días en internet.
Luego, De Jong se topará con Trouble, un rasta con una bicicleta rosa cubierta de stickers que, como su nombre indica, le dará ciertos problemas.
El relato dieciocho se titula Calambre, y en él se pica con un chaval de 15 años.
Cuando llevaba recorridos cinco kilómetros, divisé a la primera persona que venía en dirección contraria. Un hombre que se movía rígidamente con unos palos. Nordic walking. ¿Qué idiota habría llevado a Holanda aquel pasatiempo para mayores?
El hombre parecía temer que fuésemos a chocar. Sacudió la cabeza.
–¡Eh, eh! –exclamó cuando pasé por su lado a toda pastilla.
–¡Carril bici! –le grité yo a mi vez.
[…] A mi lado, apareció una sombra en el camino. Reconocí la forma de un casco. No mires. ¿Cuánto tiempo llevaba ese ciclista detrás de mí? Seguí bien agachado y mantuve la velocidad alta. ¿Cuándo iba a pasarme? ¿O acaso esperaba una señal para tomar el relevo? Un auténtico ciclista movería el codo hacia fuera una vez. Los gregarios eran buenos en eso, sobre todo si llevaban mucho rato rodando en cabeza delante del líder de su equipo.
[…] –Chuparruedas. ¡Cuánto odio a esos tipos!
No, ahí venía. Por el rabillo del ojo, vi una rueda delantera que aparecía a mi izquierda, primero la sombra, luego la rueda. Mi perseguidor iba a tomar el relevo.
[…] Un chico me pasó de largo a bastante velocidad. Tuve que emplearme a fondo para que no me dejara atrás de inmediato. Tras algunas pedaladas fuertes, conseguí pegarme a su rueda trasera.
Le sigue Solo, sobre la bendición de pedalear en solitario y las malas pulgas de un motorista y su hijo a los que se pega Wilfried buscando el efecto rebufo.
El relato número veinte es Jim Shine Fine. Es el único que no está protagonizado por el autor, sino por un gregario que ha quedado descolgado del pelotón en plena tormenta durante el Tour de las Ardenas, y quizás por ello desentona un poco dentro del conjunto.
Tras leer Curva, con su triste final, no nos quedarán dudas sobre cómo hay que tomarlas bien y los riesgos a los que nos exponemos en caso de no hacerlo.
Un avezado corredor profesional me explicó una vez cómo había que tomar bien una curva. Nunca mires justo delante de ti, ese era el lema. En su opinión, se veían mucho mejor las irregularidades del pavimento a una distancia mayor. Si no advertías el socavón hasta que lo tenías a pocos metros de tu rueda delantera es que no lo habías hecho bien. Deberías haberlo detectado mucho antes.
El título del penúltimo relato, Addio, Marco, también es muy representativo de lo que nos vamos a encontrar en él: el funeral en su ciudad natal, Cesenatico, de uno de los mejores escaladores del pelotón: Marco Pantani.
Funeral Marco Pantini (REUTERS) |
No hay ningún mausoleo aislado para Pantani. El nicho número 262 está vacío; el 262 se convertirá en su último dorsal. Así es el sobrio final para el héroe del ciclismo. Yacerá a tres metros de altura, justo encima de Sotero Pantani, su abuelo, fallecido en 1992.
[...] El camarero pone otro canal italiano. Están dando la reposición de un partido de fútbol amistoso entre italianos y checos. Después empieza un popular programa con un panel de invitados. El presentador lleva el pelo teñido. Formula la pregunta del día: ¿quién mató a Pantani?, ¿la prensa sensacionalista?, ¿la justicia buscando una confesión de consumo de sustancias dopantes?, ¿sus asistentes médicos o el traficante de cocaína de Rímini?
[...] Pago y entro en mi coche de alquiler. Antes de ir al hotel, doy un rodeo hasta el cementerio. La Via Mazzini está oscura y vacía. Ilumino la puerta con los faros. La verja está cerrada. Nada recuerda ya el masivo funeral. Ni agentes, ni admiradores, ni flores, ni pósteres, ni velas. No hay guardia nocturna para Marco Pantani. Vuelve a estar solo, del mismo modo en que terminó su vida solo en una habitación de hotel de la costa, en Rímini, a poca distancia de allí.
Cierra el volumen Desnudo con rueda, la historia que hay detrás del posado de la portada.
Haveluy, así se llamaba aquel tramo de pavés, un estrecho camino de antiquísimas piedras irregulares, selladas con arenilla, limo y malas hierbas. Era noviembre. No había ninguna razón para estar en Haveluy en otoño. Quizá no haya razones para estar allí en todo el año. Con la excepción del segundo domingo de abril, el día que se celebra la clásica de ciclismo París-Roubaix. Entonces el arcén está lleno de aficionados que quieren ver con sus propios ojos cómo avanza el pelotón por los adoquines.
Al final de una de sus historias, Wilfried de Jong le da las gracias al Espíritu Santo por las tres semanas llenas de falso romanticismo, engaño, agotamiento, lucha y entrega que constituyen el Tour; así que yo cerraré la reseña de la misma manera, dándole las gracias a Wilfried de Jong por todas estas horas de lecturas llenas de eso mismo. Ciclismo en estado puro.
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