lunes, 2 de marzo de 2020

EL INGENUO SALVAJE, EL RUGBY AGUERRIDO DE LA CLASE OBRERA


El ingenuo salvaje, de David Storey (Editorial Impedimenta, 2019)

El último trimestre del año pasado, el rugby cobró cierta relevancia en mi día a día. Aprovechando que se disputaba el Campeonato del Mundo de Rugby en Japón, preparé cuatro o cinco sesiones de este deporte para mis alumnos, y les proyecté en la pantalla del salón de actos del instituto la película Invictus, dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Matt Damon, un film que se basa en el libro homónimo de John Carling y que toma el título de un bellísimo poema de William Ernest Henley.

 El pase fue un acierto, no ya solo porque los introdujese en este duro y caballeresco deporte, sino porque les di a conocer la figura de Nelson Mandela y el tema del apartheid en Sudáfrica. Vale que los alumnos no conociesen las reglas del rugby, pero que muchos no supieran quién era Mandela era algo que había que solucionar de inmediato, por aquello de recordar para que la historia no se repita. Me refiero a las injusticias, claro está, porque la cosas buenas, como que los Springboks volviesen a ganar el Mundial (y ya van tres), no importa que se repitan. Al contrario, se celebran.

 Por esas fechas, coincidió que llegó a mis manos El ingenuo salvaje, de David Storey, en una de esas ediciones preciosas a las que nos tiene acostumbrados Impedimenta y que convierten el libro en un objeto bello que se desea poseer. En su portada, se ve a un jugador que ha salvado un placaje y corre con el balón entre las dos manos. La fotografía* debe de ser muy antigua, y, aunque la original es en blanco y negro, le han coloreado sus dos tercios inferiores para hacerla más moderna. Aún así, sigue siendo una imagen añeja, en consonancia con el rugby y la época que retrata la novela, situada en la Gran Bretaña de los sesenta.
* Rosslyn Park vs Cambridge University. March 1960, London.

David Storey (Wakefield, 1933–Londres, 2017)

 Con David Storey (Wakefield, 1933–Londres, 2017) ocurre lo mismo que con Alan Sillitoe (autor del aclamadísimo libro de relatos La soledad del corredor de fondo). Los relatos de Sillitoe prestan atención al atletismo, al fútbol o al golf, pero detrás de ellos siempre hay una historia de amor o de lucha de clases. Y eso es lo que sucede en esta novela. Su protagonista es un jugador de rugby, sí, pero también un obrero que trabaja de maestro tornero en la fábrica Weaver en un pueblo minero e industrial del norte de Inglaterra; en lo que seguramente supondrá un homenaje al padre del autor, quien trabajó en la mina de carbón de Wakefield, Yorkshire. Aún viniendo de una familia obrera, David Storey consiguió estudiar en la Slade School of Fine Art de Londres, donde se pagó los estudios jugando en un equipo de rugby a trece; experiencia que le ayudó a hilvanar ésta, su primera novela, con la que consiguió en 1960 el Macmillan Fiction Award, convirtiéndose con el tiempo en un clásico de la novela británica de posguerra.

 Si hubiese que resumir El ingenuo salvaje en una frase, me quedaría con ésta: "La historia de un antihéroe del rugby, que experimenta en sus propias carnes los sinsabores de la fama y el amor." Una historia, por cierto, que fue llevada al cine en 1963 por Lindsay Anderson, con guión del propio David Storey, con el título original de la novela: This Sporting Life.


Richard Harris en el papel del protagonista en This Sporting Life

 La novela empieza con la resolución de una melé, o scrum si empleásemos el término británico, en la que el protagonista, Arthur Machin, recibe un buen golpe en la mandíbula que le hace perder el conocimiento y algunos dientes. Storey nos mete de lleno en la acción, y al momento nos vemos tumbados boca arriba sobre el césped.
 Lo primero que veo es la vaga expresión de disculpa en el rostro de Mellor, junto al de Dai –el entrenador–, que está inclinado echándome agua en la cara con una esponja.
 –Sal del campo un rato –me dice–. Te has hecho un buen tajo en la boca.
 Me levanto y noto sus manos en mis axilas, sujetándome como un par de nudos bien apretados. Me despacho a gusto con Mellor; mientras tanto, los demás jugadores lo observan todo despreocupados, aliviados por el interludio. Me marcho junto a Dai, que me planta un inhalador de amoniaco bajo la nariz.
 Me quedo sentado en el banco hasta que él termina de dar instrucciones en el campo y, cuando deja de chillar, me presiona la boca con los dedos y me vuelve los labios del revés.
 –Joder, tío –me dice–. Te has roto los dientes de delante.
 […] –No siento nada –le digo. Sus pulgares sueltan la solapa de mi labio superior, que vuelve rápidamente a su sitio–. Dentro de un minuto quiero entrar otra vez.
 Su equipo lleva una ventaja de doce puntos sobre "un equipo agotado" y sólo restan diez minutos de partido pero, aún así, Arthur salta al campo "para demostrar lo mucho que le importa el partido", lo mucho que le importa no perder su aura de delantero aguerrido en el City Rugby League Club de Primstone.

 Arthur y sus compañeros se evaden del trabajo en Weaver's o en la mina, sudando y embarrando la camiseta del club, pateando un balón ovalado y placando a otros semejantes.
 Jugar al rugby lo elevaba por encima del merdoso nivel general; y, para mí, que podía darme por satisfecho con solo llegar a fin de mes, eso era lo más importante.
 Junto al protagonista, una retahíla de secundarios: Dicky, el entrenador; Frank, el capitán, que "tiene esa humildad que adquieren los profesionales después de toda una vida trabajando como mulas"; Maurice Braithewaite, compañero en el trabajo y en el equipo; George Wade, el presidente con "su cara mayor, de jubilado"; Charles Weaver y Slomer, los empresarios encargados de sostener el equipo con su dinero; el viejo Johnson, su mentor para probar como delantero en el Club; y la señora Hammond con sus dos hijos.
 La señora Hammond bien podría haber sido el monstruo de las seis cabezas, que a mí me habría dado igual. Me ofrecía pensión completa y alojamiento por treinta y cinco chelines a la semana, en una habitación que era solo para mí; cualquiera habría dicho que se estaba esforzando para que me quedase con ella. Ni siquiera yo mismo habría impuesto unas condiciones más ventajosas. De todas formas, yo era el único huésped; ella, una viuda ya-no-tan-joven; y su casa estaba en una hilera de adosados: que reaccionara de esa manera resultaba totalmente natural, ya que acababa de quedar privada de una juventud feliz.
 Avanzada la lectura aparecerá la señora Weaver, cuya debilidad por las relaciones sociales informales comprometerá el futuro de Arthur; al igual que Judith, que también interferirá en su relación con la señora Hammond. Y los padres del protagonista, que aparecen en pocas páginas pero con una gran carga dramática.

 Aunque digan que el fútbol es un deporte de caballeros practicado por hooligans y el rugby un deporte de hooligans practicado por caballeros, Arthur no deja de ser un tanto salvaje, machista y macarra en algunos de sus actos. Sin ninguna duda, estamos ante un tipo duro y violento, pero también tierno y vulnerable.

Firmando un balón de rugby (Signing rugby ball)
Copyright Rugby Football Union

 El rugby no se prodiga mucho en la literatura, de ahí que haya que darle las gracias a la editorial Impedimenta por publicar esta novela; trescientas noventa y una páginas, traducidas por Consuelo Rubio, que todo aficionado al rugby y a la literatura deportiva debería leer.
 Oí mi nombre resonando desde los altavoces, y luego el rugido de la afición cuando el equipo visitante salió primero al campo. Dicky, el entrenador, nos dio las últimas instrucciones, nos alineamos y empezamos a bajar por el túnel. La parte delantera de la fila aceleró el paso. Las botas repiqueteaban sobre el cemento; luego ese ruido se convirtió en un barboteo y finalmente se hizo el silencio cuando los tacos se clavaron en la tierra desnuda que se extendía desde la boca del túnel.
 La oscuridad se disolvió. La luz nos deslumbró por un segundo y se mezcló con la conmoción que provocaba el bramido de la hinchada. Me pareció que todo mi cuerpo se inflamaba al descender al campo. Los altavoces atronaron al anunciar "la entrada de los Gladiadores", y salimos corriendo, con aires de suficiencia, hacia el centro del campo. Una vez allí, formamos en círculo. La melodía cambió y pasó a ser una fanfarria intermitente cuando los capitanes lanzaron la moneda al aire.
 Los equipos se dispersaron, fueron filtrándose por toda la cancha y luego se quedaron quietos, toda una serie de puntos rojos y azules sobre los manchurrones de marrón desgastado y verde polvoriento del campo. Esperamos, callados, a que sonara el silbato. Finalmente, el pitido estalló. La pelota se elevó en el aire.
  ¿No se les eriza la piel?

 Y para cerrar este artículo, les anoto el consejo que le da Johnson a Art, unas palabras válidas para cualquier deportista:
 [...] No hay que descuidarse nunca. La regularidad: ese es el secreto. Entrenar y seguir entrenando. Nunca es demasiado, Arthur. ¿Entiendes lo que te digo? Seguir trabajando siempre, no dar la batalla por ganada nunca. Si funcionas así, podrás con cualquier cosa. –Ahora me miraba de arriba abajo, tratando de identificar los cambios que se hubieran podido producir desde la última vez que me vio–. Hay montones de buenos jugadores que se han echado a perder..., que se han echado a perder del todo, porque les daba pereza entrenar. ¿Entiendes lo que te digo? Jugaron un par de partidazos consecutivos y se creyeron que después de eso no les hacía falta entrenar. Se les subió a la cabeza. Los ves paseándose por ahí, como si fueran los amos... –Y continuó con la monserga, dando bandazos con su cuerpo de abuelo cansado, apretando el paso para seguirme el ritmo y no quedarse atrás–.
 ¿No les parece impagable?

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