viernes, 20 de diciembre de 2024

CORRER ES UNA FILOSOFÍA. POR QUÉ CORREMOS (II)


Correr es una filosofía. Por qué corremos
Gaia de Pascale (Duomo Ediciones)
Fotografía: Pedro Delgado

Como ya les adelanté, continúo aquí la reseña de Correr es una filosofía. Por qué corremos, de Gaia De Pascale, editado por Duomo Ediciones en una traducción de Elena del Amo y Beatriz Galán Echevarría.

 Si no leyeron la primera parte de la reseña, donde comentaba los cinco capítulos iniciales, les animo a hacerlo ahora clicando sobre el siguiente enlace:

https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2024/11/correr-es-una-filosofia-el-por-que.html

 Y si ya lo hicieron, pueden continuar con la lectura por donde nos quedamos.

 El capítulo sexto de Correr es una filosofía. Por qué corremos lleva por título La vid y la llama, y en él la autora nos habla de carrera y locura. ¿Carrera y locura? Pues sí, porque a veces hay que estar un poco cuerdo para correr desnudo tal cual los antiguos corredores griegos, como hacen los participantes de la Bare Buns Fun Run, «La carrera de los traseros desnudos», que se celebra en una zona boscosa de Washington el último domingo de julio sobre una distancia de 5 kilómetros.

Camiseta de la Bare Buns Fun Run

 Esa es una de las muchísimas carreras locas que existen en el mundo. Como la retrorunning, en la que se corre hacia atrás.

Andar como los cangrejos no es nada fácil: no sólo requiere una buena dosis de equilibrio, sino que además los músculos empiezan a doler mucho antes de lo acostumbrado. De hecho, se exige la acción de puntos del cuerpo distintos respecto a los que son llamados a cumplir con su deber en las carreras clásicas, y para hacerlo conviene estar lo más posible de puntillas, cosa que, a la larga, provoca calambres.

 De esta forma de correr podría hablarnos largo y tendido el granadino Jorge Herrera, que participó en un programa de televisión en el que el reto era correr hacia atrás. He intentado buscar las imágenes, sin éxito. Seguramente se parecería a ver rebobinar la cinta de una película.

 En Sondershausen, en el estado de Turingia (Alemania), se corre en una vieja mina de sal, a 1.600 metros de profundidad, la Crystal Mine Marathon.

Crystal Mine Marathon, Sondershausen (Alemania)

 Pero para estrambótica y loca la Krispy Kreme Challenge, la K2C Run, que se celebra en Carolina del Norte: la distancia a recorrer es de 8 kilómetros, pero en el cuarto hay que detenerse para comer ¡doce donuts!

Krispy Kreme Challenge (K2C Run), Carolina del Norte (EE. UU.)

 De esta y otras carreras nos habla Gaia De Pascale. Pero no hace falta participar en ellas para que nos tomen por dementes –de hecho, durante mucho tiempo, antes de que las carreras se pusieran de moda, ya fuimos vistos como locos por el común de los mortales–. Incluso hoy día, para muchos, el mundo sigue dividiéndose en dos categorías: los que corren y los que no. Los locos y los cuerdos. Aunque para los primeros los locos puedan ser los segundos. 

No hay nada que hacer, el mundo se divide en dos categorías: los que corren y los que no. Para los que nunca han experimentado la embriaguez de la carrera, todos los corredores parecen un poco tocados. Los motivos son muchos: los apasionados por la carrera se entrenan bajo cualquier condición atmosférica, en cualquier lugar y a cualquier hora. Por eso no es raro ver personas que corren por las calles al amanecer, bajo el diluvio, en la pausa de la comida en pleno calor del verano...

 Bendita locura la mía. Bendita locura la nuestra. La autora también nos habla en este capítulo de los efectos terapéuticos de la carrera para la curación de algunas enfermedades mentales, como la depresión. El psiquiatra americano Thaddeus Kostrubala, autor del libro El placer de correr, «no se limitaba a hablar con sus pacientes: se ponía las zapatillas de deporte y salía a correr con ellos, convencido de que esta práctica podía aportar más beneficios que muchas píldoras». Casi cuarenta años después los controvertidos estudios de Kostrubala, podemos afirmar «la capacidad de la carrera para actuar de manera positiva en la psique. La carrera ayuda a eliminar la angustia y el estrés, favorece el desarrollo de un ritmo más regular del sueño y mejora el humor».

 La carrera no es solamente un paréntesis de la vida. Es un modo de entender la vida misma. Ella misma es una vida y sus «normas fuera de la norma» se vuelven borrosas, se exponen, hasta anular la distinción entre lo que es normal y lo que no lo es: cada individuo, en cada momento de su existencia, independientemente de su edad, estatus social, forma física, puede decidir empezar a correr y saltar así a la otra parte de la línea de la normalidad.

 Saltemos nosotros ahora al séptimo capítulo, Casi animales (Carrera y cuerpo).

 Aquí asoma la famosa frase que Salvador Moreno López tenía en el reverso de su tarjeta de visita, la de la añorada página web El loco que corre y su You'll never run alone:

Reverso de la tarjeta de visita de Salvador Moreno (El loco que corre)
Fotografía: Pedro Delgado

La carrera está inscrita en el ADN de los humanos por razones de pura supervivencia.
 Cuando la caza era el único medio de subsistencia, no quedaba más remedio que ser más rápidos que las propias presas para procurarse el alimento.
 «Cada mañana, en África, una gacela se despierta. Sabe que debe correr más deprisa que el león o acabará muerta. Cada mañana, en África, un león se despierta. Sabe que deberá correr más deprisa que la gacela o morirá de hambre. Cuando sale el sol, no importa si eres un león o una gacela; lo importante es que empieces a correr».
***
 Un artículo aparecido en la revista Nature en 2004, firmado por Dennis Bramble y Daniel Lieberman, ambos biólogos evolucionistas, analiza con detalle el paso del Australopithecus al Homo habilis, llegando a considerar la carera un elemento fundamental en la evolución humana. Para ellos no fue la adquisición de la posición erguida la que hizo del ser humano lo que es. El Australopithecus era capaz de sostenerse sobre dos piernas ya desde hace más de cuatro millones de años y, sin embargo, el aspecto de este homínido aún era totalmente semejante al de un simio. Fue solamente en el momento en que «aprendió» a correr cuando pudo dar comienzo a su evolución a Homo habilis.
 Es verdad, dicen los estudiosos, que lo mismo que los simios, el hombre no está estructurado para carreras rápidas comparables a las de muchos cuadrúpedos, pero puede contar con características anatómicas que se prestan perfectamente a carreras de resistencia.
 Para los estudiosos, en resumen, hemos nacido para correr: no como velocistas, sino como corredores de resistencia.

 Gaia De Pascale nos habla en este capítulo de nuestros ancestros, pero también menciona tribus antiguas, como los tarahumaras o los hopi, grupos nativos americanos que tuvieron que arreglárselas sin la ayuda de los caballos durante un periodo mucho más largo que las poblaciones europeas.

 Los hopi siempre han sido pacíficos y se han dedicado a la agricultura más que a la caza. Y, sin embargo, para ellos la carrera es una verdadera y auténtica panacea, un tratamiento para el humor y para la salud, hasta el punto de ser ritualizada en uno de los momentos más álgidos de su contacto con lo divino: la Danza de la Serpiente. Se trata de un ritual que dura varios días, entre baños ceremoniales, reuniones amistosas para fumar y caza de serpientes. El propósito es congraciarse con los dioses de modo que hagan llorar al cielo todas sus lágrimas, apagando la sed de sus áridas tierras. El octavo día de la danza se celebra una carrera en la que los participantes deben demostrar su velocidad y su resistencia física. El ganador recibe como premio un don de gran valor simbólico: un vaso de agua, el bien más preciado, y los palos necesarios para la oración.

Corredores Hopi en la línea de salida de una carrera en Oraibi Pueblo
Arizona, 1902. Fotografía: Jesse H. Bratley

***
 Y, sin embargo, hay algo que actúa dentro de nosotros exactamente con la fuerza de un reclamo atávico. Es el deseo de recuperar nuestro cuerpo corriendo, saliendo ahí afuera haga el tiempo que haga, escuchando solamente a nuestras necesidades primarias: tengo hambre, tengo sed, qué recorrido será el más apropiado para dosificar lo mejor posible las fuerzas, adónde me llevará esta cuesta, cómo debo desplazar las rodillas para afrontar esa bajada. El mundo entonces se convierte solamente en el espacio que tenemos enfrente, el universo entero encerado en un trecho de camino, un sendero, una pista que, por muy angosta que sea, puede encerrar en sí misma los vastos horizontes de la sabana.

 La suiza Gabriela Andersen-Schiess, con la que tanto sufrimos viéndola caminar hacia la línea de meta en la primera maratón femenina de los Juegos Olímpicos, en Los Ángeles 1984, también aparece en este capítulo. Su tesón y determinación para completar el recorrido en unas condiciones extremas de calor, exhausta y deshidratada, hace que no podamos olvidarnos de ella. Imposible no volver a emocionarnos al ver de nuevo las imágenes de su entrada al estadio.

 El capítulo octavo lleva por título La soledad del corredor de fondo, y el subtítulo Carrera y soledad. Como no podría ser de otra manera, la autora nos habla aquí de la novela de Alan Sillitoe, llevada al cine por Tony Richardson en 1962. Por ese motivo y porque tengo pensado escribir una reseña sobre el libro de relatos de Alan Sillitoe, me van a permitir que me salte cualquier referencia a este capítulo y deje los comentarios de De Pascale para ese momento.

Portada de la edición de Impedimenta

 Igualmente, tampoco les hablaré de la película Carros de fuego, que también aparece en este capítulo, y de la que algún día espero hablarles largo y tendido.

Carátula DVD Carros de fuego

 Llegamos así al penúltimo capítulo, el noveno: La carrera de la pereza (Correr y sufrir), donde se habla del castigo que les espera a los perezosos, los «que no escogen nunca entre el bien y el mal, los que no toman partido y que, tras haberse comportado como villanos durante toda su vida, se convierten también en parias tras su muerte». El castigo para ellos es correr detrás de una insignia blanca, una bandera que corre veloz sin cesar, a la que están obligados a seguir.

Pero esta insignia no hace más que girar sobre sí misma, sin ir a ninguna parte, como hicieron estos pecadores cuando aún estaban en el mundo.

 Todo eso lo recoge Dante en la Divina Comedia, en el canto III del Infierno.

Los perezosos corriendo por toda la eternidad
Óleo de Giovanni Stradano

En el canto III del Infierno, Dante abre la puerta de la «ciudad doliente» y empieza su viaje por el reino del «eterno dolor».
 La primera imagen de castigo ejemplar que encontramos en la Divina Comedia es la de una carrera. Los perezosos han quedado al margen de toda gracia, ya divina ya demoniaca, y merecen la peor de las suertes.
 La pena corporal que estos individuos deben sufrir es relativamente blanda respecto a la gran cantidad de cuerpos desgarrados, rotos, destrozados o quemados que Dante encontrará a continuación. Aquí el castigo viene de las picaduras de unos insectos que «estimulan» a los desgraciados y les dejan el rostro ensangrentado, pero sin mutilarles el cuerpo como sucede en otros lugares.
 El verdadero dolor de los perezosos es otro. Lo que les martiriza no es tanto la mortificación del cuerpo cuanto la obligación de seguir corriendo siempre, sin detenerse, tras un icono sin significado. Los perezosos deben correr y punto. Para ellos no habrá meta ni descanso.
 En un paisaje confuso, a su vez incapaz de mostrar una apariencia clara, envuelto en una atmósfera que no permite reconocer siquiera si la escena tiene lugar de día o de noche, los condenados hacen esto: afanarse sin descanso tras la nada.
 Aquí, en este antiinfierno rechazado incluso por Lucifer, no sólo correr provoca dolor o asume el dolor que provoca; aquí la carrera es el dolor en sí, el castigo dado a los hombres de la peor calaña.

Quizás de aquí venga esa idea compartida de que cuando correr no es una elección voluntaria, se convierte en un castigo.

El vínculo entre la carrera y el castigo es histórico. En todas las universidades y centros deportivos, en todas las estructuras de adiestramiento militar, en todas las escuelas en cuyos campos de fútbol se reúnen varios grupos de chavales, siempre hay alguno que vive bajo esta eterna amenaza: «Si no haces esto, si no alcanzas los objetivos del grupo... Diez, veinte, treinta vueltas a la pista».
***
 Y es que el acto de correr implica un sufrimiento, y el sufrimiento toca todas las teclas del ser humano. Sufre el físico por la fatiga implícita en la carrera, que es tanto más rigurosa cuanto menos entrenado está el individuo, o cuanto más alto pone sus objetivos, y sufre la mente porque ejecutar un ejercicio que en apariencia no tiene ninguna finalidad puede resultar de lo más desalentador.

 Lo que sí podemos corroborar es que el sufrimiento está intensamente relacionado con la actividad del corredor, tanto si queremos llegar el primero a la meta como si somos de los últimos. Y para la mayoría, si no lo han dado todo y no han sufrido es que no han corrido de verdad.

 En este capítulo, De Pascale menciona a algunos ultramaratonianos, como Francesco Prossen que narró en La grande corsa sus vivencias personales en el Tor des Géants, que con sus 330 kilómetros de recorrido y un desnivel total de 24.000 metros está considerada la carrera más dura del mundo. En estas pruebas, «la carrera es la caja de Pandora que saca a la luz los miedos y las angustias enterrados en la cotidianidad. Se corre también contra estos espectros. Siempre más lejos. Siempre más rápido. No para huir de ellos, sino para atravesarlos».

 ***
 El tiempo tiene una presencia eterna en las carreras y simboliza el arco de toda una existencia: se empieza a correr de niño, se crece zancada a zancada para encontrarse viejo y agotado en los últimos kilómetros.
 Y se muere, al alcanzar la meta.

 El famoso muro de la maratón también asoma en estas páginas:

Los músculos se endurecen. Las piernas empiezan a pesar como bloques de mármol. La cabeza, hasta hace poco clara y ligera, se llena de pensamientos confusos. Con un poco de suerte, sólo una parte del cuerpo estará tentada de tirar la toalla. Ora al cerebro, ora las articulaciones o el aparato digestivo. Aunque lo normal es que se vea afectado todo.
 Es lo que se conoce como «el muro del maratoniano». Se presente hacia el kilómetro treinta y cinco y es la bestia negra de cualquier corredor.
 Desde el punto de vista técnico, es una crisis metabólica fruto del agotamiento del glucógeno. A menudo sucede de repente y con tanta violencia que la expresión «chocar contra el muro» resulta perfecta para dar una idea del tipo de conmoción física que provoca.

 Un muro que hay que romper, que hay que atravesar si queremos llegar a meta.

 El último capítulo del libro lleva por título Alicia se seca las lágrimas, y hace referencia a la novela Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, al capítulo III, cuando el pájaro Dodo propone una carrera para que Alicia y los animales puedan secarse con el aire, pues el llanto de la niña, que ha creado una balsa de agua, los ha empapado a todos. La carrera de Comité o carrera loca.

Carrera de Comité, capítulo III Alicia en el País de las Maravillas
Fotografía: Pedro Delgado

 Llegados a este punto el dodo traza una pista, quizá circular o quizá no. Eso no es lo importante. Después, todos empiezan a correr cuando les parece, ya que no hay nadie que diga «¡Preparados, listos, ya!». Al cabo de media hora aproximadamente, cuando el dodo anuncia que la carrera ha terminado, algunos de los participantes ya estaban descansando tan tranquilos.
 En resumen, cada uno ha hecho lo que le ha venido en gana, y en el momento en que se plantea la más obvia de las preguntas («¿Pero quién ha ganado?»), al dodo no le queda más remedio que responder que no ha ganado nadie, o, mejor dicho, que han ganado todos y que por eso todos merecen un premio.
 Alicia y el resto de los animales ya están secos, y ésta es su verdadera victoria. Han conseguido su objetivo: drenar la balsa de agua y continuar su viaje por el País de las Maravillas.
***
 La carrera ayuda a Alicia y al resto de los animales porque encarna el enfrentamiento al dolor y, por ende, su superación. Es así como se secan las lágrimas y se aparta el llanto.

 No se trata de ignorar el dolor, sino de asumirlo y superarlo. Atravesar el muro de sufrimiento del que hablábamos en el capítulo anterior para salir renovado del trance.

 Gaia De Pascale nos habla aquí de la historia de Adriano Berton y de los obstáculos que tuvo que superar con una alta dosis de resiliencia, una palabra que parece haberse puesto de moda en los últimos años. Antes decíamos «Tienes que adaptarte a esa situación o afrentar y superar ese problema u obstáculo». Ahora decimos «Tienes que ser resiliente».

El término resiliencia viene de la metalurgia. Se llama resilientes a los metales capaces de resistir cualquier fuerza sin romperse.
 Si nos quedamos en las imágenes de carreras, que son las que aquí nos interesan, podríamos decir que los resilientes son todos aquellos que logran salir indemnes del golpe contra el muro. Que se trate del muro del corredor de maratones y de su implicación física, o bien de un muro exclusivamente psicologico no supone ninguna diferencia: en ambos casos, para superar los obstáculos con los que se encuentran debe tenerse una gran voluntad y una mente fuerte y sana.
 La palabra resiliencia deriva del latín resalio, iterativo de salio, que significa «pasar de dentro a fuera» o «sobrevenir». En esta acepción la palabra resiliencia mantiene el sentido de un cuerpo que choca contra un muro pero es lo suficientemente fuerte para sobreponerse al golpe y seguir avanzando sin desintegrarse.

 Es obvio, que el deporte implica un ejercicio de resiliencia.

 Correr magnifica el estrés y obliga al individuo a reestructurarse y redefinirse continuamente. Es imposible correr sin haber ejercitado también una actitud lo suficientemente templada para afrontar las dificultades. En muchos deportes, poseer una técnica óptima puede ser suficiente; para correr, simplemente, no basta.
 [...] no se puede recorrer todo el camino sin sufrir. Es decir, esto sólo puede suceder si el trayecto es demasiado breve o si lo hemos recorrido sin esforzarnos.

 La importancia de la resiliencia en las carreras es que nos ayuda a reforzar la resiliencia de la vida. «La resistencia de los maratonianos va más allá de lo que parece humanamente lógico, del mismo modo que la vida misma va poniéndonos obstáculos que a la mayoría les parecen insoportables». Como decía el escritor japonés Haruki Murakami: «El dolor es inevitable. El sufrimiento es opcional».

 Cierra el libro un epílogo titulado Correr no sirve para nada (o la felicidad del correr), donde la autora recopila todas las respuestas a la pregunta de por qué corremos. Y ese cierre, magnífico, me lleva a pensar en aquel artículo que escribí hace casi diez años, y que titulé ¿Por qué seguimos corriendo?  Me alegra saber que coincido con la autora.

[...] y la mayoría acaba respondiendo la verdad más simple: «Porque me gusta».
 Esto es. Corremos porque nos gusta.

Pedro Delgado Fernández
Mini Maratón Peña el Bastón
Málaga, 28 de marzo de 1981

https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2016/05/por-que-seguimos-corriendo_26.html

 Como ven, el libro toca tantos palos que merecía la pena dedicarle dos entradas. Lean, corran y vuelvan a leer.

Nota: Esta entrada está dedicada a Gaia De Pascale, a la que desde aquí le agradezco el tiempo que dedicó a escribir este libro y le envío un afectuoso saludo.

Gaia De Pascale (Génova, 1975)

sábado, 30 de noviembre de 2024

CORRER ES UNA FILOSOFÍA. EL PORQUÉ CORREMOS DE GAIA DE PASCALE


Correr es una filosofía. Por qué corremos
Gaia De Pascale (Duomo Ediciones)

Desde que aprendí a andar me gusta correr.
Friedrich Nietzsche

La barselonesa Duomo ediciones –la primera editorial del grupo editoriale Mauri Spagnol fuera de Italia– publicó en 2015 un longseller de la profesora y escritora genovesa Gaia de Pascale sobre el correr, un libro que sabía acabaría leyendo más tarde o temprano.

 Correr es una filosofía. Por qué corremos es un poliedro de muchas caras, pues sus páginas tocan muchísimos temas, repartidos en diez capítulos a los que acompaña, a modo de cierre y conclusión, un epílogo.

Índice Correr es una filosofía. Por qué corremos
Gaia De Pascale (Duomo Ediciones)
Fotografía: Pedro Delgado

 El primer capítulo, De los orígenes del mundo. Carrera y valor, subdividido en varios apartados numéricos, empieza con la  historia de cómo Kuafu salvó al mundo, gracias a que corrió hasta alcanzar el sol cubriendo toda la longitud de la Tierra en tan solo un día, un cuento tradicional que nos llega desde la antigua China y que se ha transmitido de generación en generación hasta nuestros días.

De cómo Kuafu salvó al mundo

 El sol había debilitado a Kuafu hasta dejarlo seco, hasta convertirlo en la sombra reseca del joven valiente que había sido.
 Ahora que estaba próximo a la muerte, Kuafu lanzó hacia el cielo su bastón en un gesto desesperado, y éste se transformó como por arte de magia en un bosque de melocotoneros que permanecerían verdes para siempre, ofreciendo a los hombres y a los animales sombra y fruta fresca. Su pelo se convirtió en hierba y su sangre en un largo e impetuoso río.
 Así fue como Kuafu salvó a su gente, y desde aquel día nadie volvió a padecer ni hambre ni sed.

 Si no conseguimos revertir el cambio climático, si perdemos la capacidad de habitar el planeta, quizás necesitemos de otro corredor, de otro Kuafu, de otro milagro para permitir a los hombres continuar su camino en la Tierra.

 Son muchas las leyendas y los mitos «que apelan al acto de correr para definir lo indefinible o para encontrar una motivación al estado de las cosas. Las culturas antiguas están llenas, a lo largo y a lo ancho, de historias que tienen la función de legitimar, o instituir, el orden existente. Y la carrera es a menudo el fil rouge de los relatos». Como ejemplo, De Pascale nos trae el cuento cheyenne de la carrera a la que se retaron Doña Búfala que Corre Veloz y la lenta pero perseverante Doña Urraca, que tenía el corazón resistente. Un duelo convertido en leyenda que explicaba el origen de la caza del bisonte a todo un pueblo.

Sitting Bull, de Michael Gnatek. Lápices de colores, 24 x 29
Contemporary Western artists (Peggy & Harold Samuels)

 En ese mismo capítulo, De Pascale nos habla de lo épico que hay en las carreras de largas distancias.

 Actualmente se define como «épica» cualquier hazaña que lleve consigo el sentido de lo grandioso y de lo heroico, como las de un campeón de nuestros tiempos: su nombre es Kilian Jornet y es el indiscutible rey español del skyrunning, la mayor carrera de montaña con un recorrido a gran altitud, entre los 2.000 y los 4.000 metros.

 Kilian Jornet, el indiscutible rey del skyrunning, solo corre para sí mismo y para alcanzar algo tan evanescente como la gloria.

 En su biografía, el atleta español cuenta cómo, de pequeño, antes de ir a entrenarse, leía siempre el Manifiesto del sky runner, que había colgado en la puerta de su vieja vivienda. Todos los días, antes de cruzar el umbral de la casa, se encontraba, pues, con frases como «cuerpo ligero, piernas ligeras. Sentir cómo la presión de tus piernas, el peso de tu cuerpo, se concentra en los metatarsos de los dedos de los pies y ejercen una presión capaz de partir rocas, destruir planetas y mover continentes».
 Una fuerza épica que parte de la cabeza, llega al corazón y embiste a todos los músculos del cuerpo. «Porque perder es morir. Y no se puede morir sin haberlo dado todo, sin echarse a llorar a causa del dolor y las heridas, no se puede abandonar. Se debe luchar hasta la muerte».

 Paradójicamente, es esa mentalidad la que lo acerca a la épica de Kuafu, el héroe chino. Basta ver la película de la edición del año 2010 de la Western States, donde Kilian atravesó la meta aquejado de dolores y calambres. Entró detrás de Geoff Roes y Tony Kupricka, pero cumplió con creces su sueño de acabar tan dura prueba. Al año siguiente, él sería el primero en la línea de meta.

 Como demuestran las escenas de caza de la pintura rupestre, el hombre corre por deber, placer o necesidad desde la prehistoria. Tal vez, esas escenas puedan considerarse las primeras manifestaciones del tema deportivo en el mundo del arte.

Uno de los arqueros hallados el año pasado en La Hoz de la Vieja
Fotografía: Aragón (La Comarca.net)

 Sabía que fue en la cultura griega cuando la competición empezó a ser una característica fundamental de la vida social, de la que hay documentación literaria e iconográfica. Corrían incluso las mujeres, que al menos en Esparta y en otras localidades dóricas aparecían en competiciones de carreras reservadas a ellas.

Anfora de "los corredores", 530 a.C.
Metropolitan Museum, Nueva York

 En el libro XIII de la Ilíada, Homero describe las competiciones organizadas por Aquiles para acompañar los ritos fúnebres en honor de Patroclo, que había sido asesinado por Héctor. El cuerpo del héroe caído en la batalla debe siempre ser honrado: el cometido de los dioses y de los hombres es tanto salvaguardarlo del ultraje como glorificarlo. Entre las competiciones en honor de Patroclo hay también una prueba de carrera en la que toman parte los nobles guerreros al mando del ejército griego. Concretamente se trata de Áyax, Antíloco y Ulises, que saldrá vencedor.
 Probablemente Homero vivió antes de la institución de los Juegos Olímpicos, que datan en torno a 776 a.C., y sin embargo, el poeta griego consiguió describir con gran realismo muchas de las competiciones que tendrían lugar en el acontecimiento deportivo más famoso de todos los tiempos. Sobre las fechas exactas de aquella época siguen siendo muchas las incertidumbres, pero es cierto que, entonces como ahora, las competiciones de las carreras eran consideradas uno de los momentos álgidos de los juegos.

 Lo que no sabía o no recordaba, porque seguramente lo estudiaría en la asignatura de Historia de los deportes del INEF, es que los antiguos egipcios también se ejercitaran en la carrera.

 Los antiguos egipcios dedicaban mucho tiempo a esta actividad y los propios faraones practicaban la carrera ritual: Zoser, perteneciente a la III dinastía, durante la fiesta llamada sed, una especie de jubileo real, corría para demostrar a los hombres y a los dioses que era lo bastante valiente para poder seguir reinando.

 Y aquí vuelve a aparecer el tema del valor, porque esta es la cualidad más común e importante en los corredores de larga distancia. Valor para enfrentarse a una prueba agónica en la que pueden incluso perecer, como le ocurrió a Filípides, el mensajero más ilustre, que corrió desde los campos de batalla de Maratón a Atenas para llevar la noticia de la victoria sobre los persas.

Filípides dando la noticia de la victoria en la Batalla de Maratón
Óleo de Luc-Olivier Merson
Fotografía: Creative Commons Wikipedia

Con Filípides volvemos a encontrarnos frente a un personaje, real o legendario poco importa, que con su valor lleva a cabo su propia misión hasta el sacrificio supremo. Para Filípides y Kuafu la muerte, como la vida, no tienen gran valor. Son solamente otros tantos accidentes, pues una podría dejar paso a la otra y viceversa. Lo que importa es correr hasta la meta. Cuando Filípides llega de Maratón o Kuafu alcanza el sol, el juego ha terminado. Lo que ocurre después es un detalle totalmente irrelevante.

 Nos dice De Pascale que «la victoria, para los griegos, acercaba a los hombres a los dioses y la gloria del primer puesto los llevaba a alcanzar la perfección. Ganar una competición deportiva tenía que ver con lo absoluto y rompía las barreras de la caducidad humana». En la antigua Grecia, los atletas actuaban como si fueran dioses. Porque también los dioses, mostraban dotes físicas prodigiosas. Para los atletas, el más destacable de ellos sería Hermes, el dios-mensajero de pies alados.

Hermes

 En un instante Hermes es capaz de aparecer, y después, una vez cumplida su misión, desvanecerse en la nada. Hábil, astuto, inteligente, veloz, Hermes es el amigo de los caminantes. El dios del viento.

 Y qué decir de Aquiles, el héroe de los pies ligeros.

 Según lo que cuenta Apolonio de Rodas, en las Argonáuticas, la madre de Aquiles, Tetis, para hacer invencible a su hijo, todas las noches, a escondidas, le quemaba las partes del cuerpo que suponía vulnerables. Pero una noche Peleo se despertó de improviso. Asustado por los gritos de su hijo, que oyó a lo lejos, se levantó de la cama y corrió a averiguar qué ocurría. La escena que se le presentó era terrible: Aquiles se estaba retorciendo envuelto en llamas. Tetis huyó y Peleo, ayudado por el centauro Quirón, reemplazó inmediatamente el talón quemado de Aquiles por el astrágalo de un gigante. Damiso, ése era su nombre, no era un gigante cualquiera: era el más veloz de todos.

 Pero para héroes los corredores paralímpicos, que nos demuestran a diario que correr es una cuestión de tenacidad, coraje y valor, simbolizados por De Pascale en la figura de la velocista italiana Giusy Versace.

La velocista paralímpica Giusy Versace
Fotografía: Össur.com

 Con su fuerza de voluntad, Giusy Versace ha decidido corregir una anomalía en el curso de los acontecimientos. Ha decidido correr hasta sus orígenes, cuando cada cosa aún estaba en su sitio. Ha decidido restablecer el orden y luchar por apresarlo todo: el sol de Kuafu, las alas de Hermes, la perseverancia de la urraca, el valor sin tiempo de Aquiles, la fuerza de seguir en pie.

 El segundo capítulo de Correr es una filosofía. Por qué corremos lleva por título ¡Corre, muchacho! Siendo italiana la autora, pensaba que versaría sobre Orzowei, el protagonista de la novela que Alberto Manzi publicó en 1955 y que una serie televisiva vino a poner de moda en España en 1978. Por entonces yo tenía doce años, y me hice muy fan de la serie. Vamos, que cantaba aquello de «Corre muchacho ya, no te detengas más. La noche caerá, el frío llegará. Pero no pienses que todo está contra ti. El amor y el sol brillante sonreirán...».

 Quizás por ser una década más joven que yo, Gaia De Pascale se olvida de Orzowei y dedica esas páginas a la figura de Forrest Gump. Al Forrest Gump niño, que corre para escapar de las piedras y las burlas de los tres abusones al principio de la película, y al Forrest Gump adulto que cruza Estados Unidos de océano a océano arrastrando con él a multitudes.

 De Pascale dice que Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) es la película más famosa inspirada en el tema de la carrera, pero ahí, aunque tengo una camiseta de Forrest Gump y un vaso del Bubba Gump de cuando estuve en Nueva York, discrepo con ella, pues ese galardón creo que le corresponde a Carros de fuego (Hugh Hudson, 1981).

 En el mismo capítulo, subtitulado Carrera e infancia, aparece el velocista italiano Pietro Mennea, cuya biografía, La corsa non finisce mai [La carrera no termina nunca], aún está por publicar en castellano. Pietro Mennea, campeón olímpico en Moscú en 1980, cuenta en ella cómo con dieciséis años vio a Tommie Smith batir el récord de los 200 metros en los Juegos de México 68, sin imaginar que él mismo, veintiún años después, en esa misma pista, batiría precisamente el récord de ese mismo atleta.

«Con la perspectiva que da el tiempo, aquella noche hace de línea divisoria: primero está el atletismo como juego, luego empieza el camino de trabajo que servirá para confinar el sueño dentro de los límites de mi vida».

Autobiografía de Paolo Mennea

 También aparece el nombre de Marco Olmo, una leyenda italiana del ultratrail, aunque de ser española la autora seguramente habría hablado del murciano Mariano García, que encierra la infancia en ese gesto de arrancar la moto cuando compite en los 800 metros.

 Sorprendentemente, el personaje de Pinocho asoma a estas páginas. Y es que Pinocho, en la novela de Carlo Collodi, siempre corre.

Las aventuras de Pinocho, Carlo Collodi
Editorial Blume

Giovanni Gasparini, en La corsa di Pinocchio [La carrera de Pinocho], demuestra cómo, a lo largo de los 34 capítulos en los que se desarrolla la historia de la marioneta (desde el capítulo III hasta el XXVI), el verbo «correr» y el sustantivo «carrera», refiriéndose a Pinocho, aparecen cuarenta y dos veces. Demasiadas para que se trate de una simple coincidencia.

 La historia de Henry Rono, el gran fondista keniata que batió cuatro récords del mundo en los 3.000, 5.000, 10.000 y 3.000 metros obstáculos en un periodo de sesenta días en 1980, y que nunca pudo ser olímpico por el boicot de Kenia a los Juegos de Montreal 76 y Moscú 80, sale a la palestra en el tercer capítulo: Olvidar las barreras. Escalofriante la historia del keniata, que merecería ser llevada a la gran pantalla.

Henry Rono
Fotografía: wikipedia

 Henry Rono, que falleció en febrero de este año en Nairobi a los 72 años, fue encarcelado en 1986 por una acusación falsa al ir a un banco para abrir una cuenta y depositar el cheque que había ganado en una carrera. Después de seis días detenido, en los que corre por la celda, fue puesto en libertad. Tras ello, el corredor olímpico se precipitó en el alcohol y tras retirarse del atletismo se convirtió en un sin techo. Afortunadamente, en el año 2000, Henry Rono fue recuperando poco a poco su vida gracias a que lo contrataron de entrenador en una escuela de atletismo, logrando desengancharse del alcohol.

 A quien entra en la cárcel, lo primero que se le quita es la libertad de ir a donde quiera, la libertad de correr, de ahí que De Pascale ponga el foco en algunas iniciativas, con fines educativos, que se están dando en Italiana, donde se promueve la carrera en el interior de los centros penitenciarios, con competiciones en las que también pueden participar los atletas de la ciudad.

 Dar a los presos la posibilidad de correr significa regalarles una sensación de libertad, el bien supremo al que no se puede dejar de aspirar.

 En este capítulo, Gaia también nos habla de algunas películas: Alguien voló sobre el nido del cuco, El expreso de medianoche, Evasión o victoria y Cadena perpetua; sin embargo, no menciona Hombre libre (The Jericho Mile).

Cartel de Hombre libre, de Michael Mann

 Esta película de Michael Mann, del año 1979, debería figurar con letras mayúsculas en estas páginas dedicadas a la relación de la carrera con la libertad, y desde aquí animo a De Pascale a incluirla en el libro si se da el caso de una segunda edición. Por cierto, que el otro día volví a verla al encontrármela en Filmin y pronto escribiré una reseña sobre ella en este blog.

 El cuarto capítulo está dedicado a Caballo Blanco, del que no voy a hablarles aquí porque ya le dediqué una entrada completa cuando reseñé Nacidos para correr, de Christopher McDougall.

Reseña de nacidos-para-correr en Calle 1
Fotografía: Lucía Rodríguez

 De este capítulo me gusta especialmente la relación simbólica que establece la autora entre la carrera y la vida.

 En el caso de la carrera y de la vida las semejanzas son más de una y superan con diferencia las posibles relaciones entre la vida y cualquier otro deporte: la carrera, como la vida, tiene un principio y un fin. Tanto en una como en otra el trazado está punteado por una serie de obstáculos, unas veces puramente psicológicos, que son afrontados de manera diferente según la predisposición del carácter de aquel que se dispone a afrontarlos. En muchas competiciones los corredores se encuentran en gran número en la salida y, algunas veces, llegan a la meta a una distancia aproximada, pero a lo largo del recorrido se está fundamentalmente solo. Se puede pedir ayuda, nos podemos apoyar en el juego limpio de los adversarios, pero la victoria o la derrota, la felicidad o la decepción, dependen solamente de uno mismo, de cuanto hemos sido capaces de dar. Y además: mientras se corre, igual que mientras se vive, se puede adelantar a alguno para ser, poco después, a nuestra vez adelantados. El entrenamiento cuenta en la carrera del mismo modo que en la vida cuenta el estudio, el esfuerzo y la abnegación, pero el destino nos pondrá siempre la zancadilla para desbaratar todos los planes en el momento menos oportuno, y entonces prevalecerá sólo aquel que es más flexible y está dispuesto a enfrentarse a lo imprevisto y a seguir adelante a pesar de todo. Al final, tanto en la carrera como en la vida, hay días buenos y días malos, los desafíos se alternan con los momentos de reposo, las decepciones con los éxitos, y este alternarse las situaciones y los sentimientos es en el fondo el aliciente para seguir adelante y no aburrirse nunca de lo que se está haciendo.
 Al fin y al cabo, lo que une la carrera y la vida por encima de todo es esto: cuando se corre para uno mismo, sin especiales objetivos competitivos, o considerando la competición sólo un aliciente para ponerse en marcha, no cuenta el resultado final. No se corre para llegar a la meta. En la carrera vivida como liberación y plena expresión de uno mismo, lo único que realmente cuenta es el recorrido.
 Del mismo modo, vivir es exactamente lo que ocurre entre el nacimiento/salida y la muerte/meta. Es un trazado, una línea, un camino.
 Ya se sabe cómo va a terminar y, sin embargo, no se puede hacer otra cosa que recorrerlo. O sea, como lo dice la propia palabra, correr a través.

 Correr por amor se titula el quinto capítulo, centrado en el tema Carrera y emociones, donde Gaia De Pascale nos habla del mito de la bella y veloz Atalanta, que solo se casaría «con aquel que fuera capaz de ganarla en una carrera a pie», estando condenado a muerte quien no tuviera éxito en la empresa.

 Con frecuencia el deporte femenino se considera algo relativamente reciente, pero las cosas no son así, como lo demuestra que uno de los héroes de la mitología griega más vinculados a la carrera fuera una mujer.

Hipómenes y Atalanta, óleo de Jacob Peeter Gowy
Museo Nacional del Prado

 Aquí De Pascale también saca a relucir el tema de las endorfinas, con sus propiedades analgésicas y excitantes.

 Cualquiera que tenga la experiencia de correr sabe que la relación con esta actividad no está destinada a agotarse, sino a hacerse cada vez más fuerte con el paso del tiempo.
 Desde luego, no a todo el mundo le gusta correr. Los hay que lo prueban y lo dejan después de una semana, un mes, un año. Pero existe un límite más allá del cual es difícil volver atrás. Es el límite del placer. Cuando se empiezan a sentir ciertas emociones, se sigue siendo corredor para siempre.

 El olímpico Ron Hill, campeón de Europa de maratón de 1969, nunca faltó a su cita diaria con la carrera durante 52 años y 39 días, una racha que sólo se vio interrumpida por un fuerte dolor en el pecho cuando tenía 78 años de edad. A pesar de esos problemas cardíacos que empezó a tener, el fundador de la empresa textil deportiva que lleva su propio nombre, falleció el 23 de mayo de 2021 a los 82 años a causa de una urosepsis, un tipo de sepsis que se origina a partir de una infección en el tracto urinario; dato que no nos pudo dar De Pascale en el libro por la sencilla razón de que este se editó en 2015, seis años antes del deceso de Hill.

Ron Hill. 50 Years RunEveryDay
Fotografía: @Ronhill_UK

 La carrera sabe cómo hacerse indispensable y, una vez que se ha probado, si se vive con total abandono, puede convertirse en la compañera fiel y necesaria de toda la vida. Como una droga, para algunos. O como un amor, para todos los demás.

 Y como esta reseña se está alargando mucho y no quiero abusar de su paciencia, he decidido, repartir mis palabras en dos entradas. Así que si quieren seguir leyendo sobre los otros cinco capítulos y el epílogo de este libro, tendrán que hacerlo en mi próximo artículo. Mientras tanto, siéntanse libres de hacer comentarios y de compartir la reseña. Y, por supuesto, los animo a hacerse seguidores del blog.

 Lean, corran y vuelvan a leer.

Nota: Pueden leer la segunda parte de la reseña clicando en el siguiente enlace:

https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2024/12/correr-es-una-filosofia-por-que.html

domingo, 27 de octubre de 2024

ALGO DE DEPORTE EN LAS MEMORIAS DEL CINEASTA WERNER HERZOG


Las memorias de Werner Herzog junto a la figura de su admirado Franco Baresi
Fotografía: Pedro Delgado

Recientemente reseñé Cada uno por su lado y Dios contra todos (Ed. Blackie Books, 2024) en mi otro blog. Se trata de las memorias del cineasta y escritor Werner Herzog, y en sus páginas, además de hacer referencia a su vida y a su trayectoria cinematográfica, nos habla de su práctica deportiva, del fallido documental sobre el boxeador Mike Tyson y del que sí hizo sobre los saltos de esquí: El gran éxtasis del escultor de madera Steiner.

 En Wüstenrot empezamos a jugar al fútbol con los chicos del barrio y siempre llevábamos la ropa sucia. Mi padre consideraba que era un deporte demasiado ruidoso y opinaba que teníamos que practicar algo más distinguido, como la esgrima con florete o el hockey sobre hierba. Nos apuntamos a un club de hockey de Heilbronn para probar y en uno de los primeros entrenamientos recibí un pelotazo directo en la espinilla. Las pelotas de hockey sobre hierba no son propiamente pelotas, sino piedras del tamaño de un puño. Me dolió muchísimo y se me formó un ganglio en el hueso. Así que no quise volver a intentarlo. Para que mi padre no se enterara de que seguíamos jugando al fútbol, llevábamos los pantalones cortos de gimnasia escondidos bajo la ropa limpia, que nos quitábamos nada más salir del colegio para jugar en los campos de coles.
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Werner Herzog en uno de los partidos de la Hofer Filmtage
Celebrado durante el Hof International Film Festival (Hof, Baviera)
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Tengo asumido que ya no puedo saltar con el pie derecho. La verdad es que fue un accidente estúpido y descuidado el que sufrí al saltar por aquella ventana [...]. De todos modos, al ser el mío el tobillo izquierdo pude seguir jugando al fútbol en Alemania. Mi hermano Till me metió en el Schwarz-Gelb de Múnich, donde jugaba tanto de portero como de delantero. Los jugadores eran taxistas, panaderos u oficinistas, y yo los adoraba.

El Schwarz-Gelb no competía en ninguna liga oficial, pero quizá nos habríamos mantenido en quinta división. Mi hermano era mejor portero que yo. Cuando tenía catorce años, llamó la atención de un cazatalentos del 1860 Múnich, que era el club dominante en la ciudad antes del Bayern, pero mi madre lo disuadió de hacer carrera como deportista profesional. El Schwarz-Gelb había sido fundado por un pastelero, Sepp Mosmeir. Nunca había conocido a un hombre tan entrañable.

Sepp Mosmeir
Fotografía: FC Schwarz-Gelb
 Sepp irradiaba una calidez incondicional y amaba profundamente la ópera, además de poseer extraordinarias dotes de liderazgo. Siempre nos conmovía. Al mismo tiempo, sin embargo, una sombra oscurecía todo su ser. Uno de sus recuerdos de infancia era que él y sus amigos treparon a un poste eléctrico en el terraplén del ferrocarril, en Tirol del Sur, y que uno de los chicos consiguió agarrar la línea de alta tensión. El niño se agitó y sacudió durante varios minutos hasta que empezó a echar humo. Sepp describió el ruido del cuerpo carbonizado al caer finalmente al suelo: sonaba como un saco lleno de briquetas golpeando la vía del tren. La esposa de Sepp, Moosin, murió de cáncer tras una larga agonía y luego le sucedió lo mismo a él. Lo visité poco antes de que muriera. Dejó un vacío en mí que durará para siempre.
 Pasé de portero a jugador de campo. En el festival de Cannes, creo que fue en 1973, cuando se proyectó Aguirre en la sección independiente de la Quincena de Realizadores –el festival oficial había rechazado la película–, se programó en el estadio un partido de fútbol de actores contra directores, y yo jugué de portero. La mayoría de los directores eran muy poco deportistas –algunos estaban tan gordos que apenas podían andar–, mientras que los actores estaban en su mayoría en buena forma. La verdad es que su dominio era aplastante, pero yo atajaba todos los balones que  me llegaban. Los actores cambiaron entonces de táctica: pasaron a dejar que los directores llegaran hasta su campo y luego chutaban el balón hacia mi solitaria portería, donde de repente aparecían solos frente a mí de dos en dos y de tres en tres. Entre ellos estaba Maximilian Schell, que había jugado en la selección amateur de Suiza. Lo vi correr hacia mí tras un pase largo, completamente solo. Me alejé del punto de penalti, llegué primero al balón y lo despejé una fracción de segundo antes de Schell, pero este no pudo evitar chocar contra mí con todas sus fuerzas. Podría haberlo esquivado, pero yo quería ganar siempre, incluso en un partido amistoso. Vi las estrellas. El codo se me dislocó y se dobló adelante: tardé un año entero en recuperarme. Schell y yo nos hicimos amigos a raíz de aquella colisión, y en su película nominada al Oscar El peatón hago una breve aparición como figurante mudo.

 A partir de entonces jugué de delantero, aunque casi todos los jugadores del Schwarz-Gelb eran más rápidos o mejores que yo a nivel técnico. Pero yo entendía más rápido los movimientos al espacio y sentía una intensa necesidad de marcar. Mi instinto goleador solía atraer a más de un defensa rival, lo que abría huecos para mis compañeros. Sabía leer las jugadas, como los futbolistas a los que más admiro. El italiano Franco Baresi, por ejemplo, era un defensa de los años ochenta capaz de adivinar las intenciones colectivas de todo un ataque contrario. Nadie tenía una comprensión del juego tan profunda como él.
Franco Baresi

Palabras de Herzog sobre Baresi:
«Non ci sarà mai nessun altro capitano come Baresi»

Thomas Müller, el delantero del Bayern de Múnich, también es de la misma estirpe: aparece solo, como un fantasma, ante la portería rival, ve los espacios como nadie y es imposible decir de dónde ha salido.
Thomas Müller
Fotografía: Gol Olímpico Wordpress

Mi abuelo estaba cortado por el mismo patrón, sabía interpretar las jugadas. Sepp Mosmeir era defensa y su sueño de marcar un gol nunca se hizo realidad. En su partido de despedida, de repente nos pitaron un penalti a favor. Todos insistimos para que lo tirara él, que se mostraba reticente a hacerlo. Sepp Mosmeir marcó. Lo sacamos del campo llorando. El árbitro detuvo el partido durante varios minutos.
 Jugando al fútbol sufrí algunas de las lesiones típicas de este deporte, como una rotura de ligamentos. Una vez, cuando aún jugaba de portero, un delantero me golpeó el mentón durante un partido contra el gremio de carniceros bávaros, una horda de fortachones que se abalanzaban sobre nosotros a lo bruto, como si fuéramos ganado. Había parado un balón y me desplomé al suelo. Cuando desperté, no quería abandonar el campo e intenté hacerle comprender al árbitro que la expulsión era errónea, que no era yo quien había cometido la falta, sino mi adversario. Pero el árbitro gritó varias veces algo que no comprendí porque me retumbaba la cabeza. al final me tiró de la camiseta y señaló toda la sangre, que solo podía ser mía. Eso sí lo entendí. Me dieron catorce puntos en la barbilla, y como entonces no tenía seguro y no podía permitirme ningún lujo, me cosieron a pelo. Del mismo modo me sacaron una muela sin la inyección habitual para adormecer el dolor. Definir aquello como masoquismo sería sin duda un error. Formaba parte de mi forma de entender el mundo y vivir la vida.
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Rudi Gutendorf (1926-2019)
Entrenador que más equipos y selecciones ha dirigido en la historia (38)

Allí le conocí [se refiere a Werner Janoud, uno de sus mejores amigos] a través del entrenador de fútbol Rudi Gutendorf, que había entrenado a cinco equipos en los primeros tiempos de la Bundesliga y desde entonces había viajado por todo el mundo como seleccionador de varios países. Cuando estuve en Lima para la preparación de Aguirre, participé en el entrenamiento físico de su equipo, el Sporting Cristal de Lima. Un día en que el equipo A jugaba contra el equipo B del club profesional, les faltaba un hombre, así que Gutendorf me puso en el equipo B. ¿En qué posición quería jugar? Le dije que no me importaba, pero que quería jugar contra Gallardo. Este era un extremo de la selección peruana que la prensa internacional había elegido parte del once ideal del Mundial de México, junto con Pelé y todos los grandes jugadores de la época.
Alberto Gallardo, mito peruano
Foto: https://www.gloriosoceleste.com

Gallardo era un velocista, un maniático que siempre hacía lo inesperado en el campo. Yo quería al menos darle trabajo, ser un estorbo para él, y por eso intenté seguirle el ritmo. A los diez minutos me pasaron el balón: para entonces ya no sabía qué camisetas llevábamos ni cuál era la portería contraria. Al cabo de un cuarto de hora salí del terreno de juego a rastras con calambres en el estómago y vomité durante horas en los arbustos de adelfas que bordeaban el campo. Janoud me sacó de uno de los arbustos y nos hicimos amigos de inmediato. En Aguirre se le ve en la balsa, dando vueltas sin parar en los rápidos hasta que Aguirre la destruye de un cañonazo.
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Werner Herzog haciendo toques con un balón de fútbol en 1982
Fotografía: Instagram thenyff

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 Me gustaría dirigir una película con Mike Tyson sobre los primeros reyes francos. Nos conocimos porque un productor de Hollywood quería hacer un documental sobre él. En la reunión había gente de la productora y cinco abogados. Tyson estaba visiblemente incómodo y lo invité a salir a la terraza. Queríamos hablar a solas, de hombre a hombre, y enseguida conectamos. En lugar de hablar de su documental, lo hicimos de su infancia. De niño vivía en una habitación individual con su madre. Cuando ella tenía compañía masculina, él solía estar presente y robaba dinero de los pantalones tirados por el suelo. Antes de cumplir los doce años ya lo habían detenido unas cuarenta veces. Cuando tuvo edad suficiente para delinquir, aprendió a boxear en un reformatorio y se convirtió en el campeón mundial de los pesos pesados más joven de la historia. Más tarde, tras cumplir tres años de prisión por un cargo de violación que él niega categóricamente, empezó a leer con afán, movido por la curiosidad intelectual. Conoce la República de Roma y la dinastía franca temprana de los merovingios: Clodoveo, Childerico, Childeberto, Fredegar y el carolingio Pipino el Breve. Tras el fin de su carrera de boxeador, Tyson perdió trescientos millones de dólares y tenía una montaña de deudas, por lo que supongo que exigió unos honorarios tan altos que el documental no se materializó. Como boxeador era temible. Después de arrancar de un mordisco parte de la oreja de su oponente Evander Holyfield en un combate por el título, recibió el sobrenombre de «El hombre más malo del planeta». Mike Tyson, sin embargo es más bien un hombre tímido que parece un niño. Habla en voz baja y ceceante. Aconsejé a Paul Holdengräber que invitara a Tyson a una de sus charlas abiertas en la Biblioteca Pública de Nueva York. Resultó ser una velada memorable a la que asistieron seiscientos cincuenta intelectuales, académicos, escritores y filósofos. Paul, a quien yo había puesto al corriente, preguntó primero al público si había alguien que hubiera oído hablar de Pipino el Breve, pero nadie lo conocía. Pipino fue el primer rey carolingio, hijo de Carlos Martel y padre de Carlomagno. Mike Tyson hizo entonces una disertación sobre él y el nuevo comienzo de la Europa moderna.
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Pueblo montañero de Sachrang (Aschau), Alemania
Fotografía: www.aschau.de/bergsteigerdorf
Desde muy pequeño he querido volar. Pero no con un avión, sino así, sin más, con mi cuerpo, sin material complementario. Todos esquiábamos desde pequeños, pero en el valle de Sachrang no hay pistas dignas de mención. Por eso empezamos a hacer saltos de esquí: construimos nuestras propias rampas y sufrimos memorables aterrizajes forzosos. En una ocasión, mi hermano aterrizó en la nieve con las puntas de los esquís, que se hundieron y quedaron atascadas hasta tal punto que perdió ambas botas. Bajó dando tumbos por el resto de la pista sin esquís ni botas. El hijo de un vecino, Rainer, probó conmigo la rampa de saltos que había lejos del pueblo. Entonces nos parecía un gran salto, pero cuando lo veo hoy es patético, diminuto. Soñábamos con convertirnos algún día en campeones del mundo, así que tomamos prestados unos esquís de verdad. Pero medían 2,20 metros de largo y eran mucho más altos que nosotros, además de ser anchos, con cinco ranuras en la parte inferior para mantener los esquís rectos en la línea de salida. La rampa tenía una entrada natural, no era una torre construida artificialmente sino una pendiente empinada. En la cima había un gran abeto en el que nos apoyábamos en posición perpendicular a la pista, para saltar luego a la rampa helada con aquellos esquís demasiado grandes. Un día, mi amigo sufrió un accidente. Yo estaba debajo de la rampa y lo vi saltar, pero no consiguió colocar bien los esquís y no había forma de pararlo por la empinada cuesta. Aún puedo verlo, como si fuera hoy, luchando para frenar durante todo el descenso. Pero acabó precipitándose por la ladera de la colina hacia el bosque, de cabeza, donde había algunas rocas. El ruido del impacto todavía me estremece. Lo encontré con graves heridas en la cabeza, tan terribles que no puedo ni describirlas. Estaba seguro de que estaba muerto o agonizando. Intentó decir algo, pero había perdido todas las muelas. Tardó unos minutos, que se me hicieron insoportablemente largos, en perder el conocimiento por una providencia misericordiosa. Me encontré en el dilema de correr al pueblo en busca de ayuda y dejarlo solo o quedarme con él aunque no pudiera auxiliarlo. Finalmente decidí cargar con él, aunque pesaba más que yo. La pendiente hasta la línea de meta era muy pronunciada. Pero yo (o más bien él), tuve suerte porque pasó un granjero con un caballo y un trineo enganchado. Lo ingresaron en el hospital, estuvo tres semanas en coma, quizá menos, y al final se despertó y su estado fue mejorando. Apenas tuvo secuelas, salvo por las muelas, que tuvieron que sustituirlas por piezas de plata. Además, sufrió jaquecas toda su vida, que aparecían con los cambios de tiempo. Décadas después del accidente, tras haber perdido completamente el contacto con él, recibí una extraña señal de vida. En el programa deportivo de la ZDF, que emitía los resúmenes de los partidos de fútbol de la liga alemana, siempre hacían un sorteo en la sección del Gol del Mes. Esto debía de ser a principios de los ochenta. Elegían el gol que había recibido más votaciones por parte de los telespectadores y lo emitían de nuevo en el programa. Entonces, un invitado en el estudio extraía a ciegas una postal de entre las aproximadamente doscientas mil recibidas, y el remitente recibía como premio un viaje y dos entradas para el siguiente partido de la selección alemana. Las postales estaban dispuestas en un semicírculo de grandes bolsas en el suelo del estudio, y el invitado hurgaba en una de ellas y sacaba una tarjeta. Después de esta fórmula rutinaria se leyó en voz alta el nombre del afortunado: Rainer Steckowski, de Sachrang. La anomalía estadística es tan extraordinaria que nadie me creerá, pero yo sé que fue real. En cualquier caso, mi sueño de dedicarme a los saltos de esquí y volar se borró de un plumazo con el accidente de Rainer. Pasaron muchos años hasta que pude acercarme de nuevo a una rampa.

Documental de Herzog sobre los saltos de esquí

 Más tarde, en 1974, dirigí un documental sobre saltos de esquí, El gran éxtasis del escultor de madera Steiner. Había visto saltos de esquí en televisión muchas veces. Incluso había tomado fotos en gran formato en blanco y negro con una cámara de aspecto primitivo, de madera de caoba, con trípode, fuelle y placa. Para ajustar el enfoque, tenía que colocarme debajo de una tela negra, como los fotógrafos del siglo XIX. Me convertí en un bicho raro entre los cientos de fotógrafos profesionales con sus modernas cámaras y enormes teleobjetivos, aunque yo no quería fotografiar a los atletas en pleno vuelo, como los demás, sino justo antes del momento en que se lanzan a la pista, cuando ya no hay vuelta atrás. Hay un miedo secreto en todos, pero nadie habla de ello; como mucho, hablan de respeto. De hecho, los que saltan más alto nunca son los más atléticos y musculosos: suelen ser chavales de diecisiete años, de rostro lívido y granulado y mirada insegura. Uno de ellos me llamó la atención alrededor de 1970. Era el suizo Walter Steiner, escultor de madera de profesión, un artista que trabajaba y vivía en Wildhaus, Appenzell. A veces subía solo a las montañas y tallaba grotescos rostros en los troncos de los árboles gigantes caídos, normalmente con una expresión de horror, pero nunca revelaba las ubicaciones de sus esculturas, y solo a veces las encontraba algún excursionista. En sus primeras competiciones internacionales, siempre acababa muy por detrás del resto de los participantes, pero vi algo en él que me impresionó. Aquel joven tranquilo tenía algo extático en sus vuelos, tan solo le faltaba técnica. Les dije a mis amigos:
 –Estáis viendo al futuro campeón del mundo.
 Su estatura era fuera de lo común: muy alto, flaco, con las piernas demasiado largas. Parecía torpe en tierra, como una grulla que camina sobre piernas delgadas de rodillas nudosas, pero en el aire también volaba como un pájaro. Daba la impresión de que su elemento fuera el aire, no la tierra.
El suizo Walter Steiner
***

 Sentía una profunda afinidad con Walter Steiner. En 1973, durante el tradicional Torneo de las Cuatro Colinas, que se celebra entre finales de un año y principios del siguiente, iba en una posición muy por detrás de sus rivales porque arrastraba las secuelas de una lesión, una costilla rota. Cuando surgieron dudas sobre si había apostado por un caballo cojo, lo apoyé incondicionalmente. Le dije que en Planica, en Eslovaquia, volaría más alto que los demás. Eso podría haberle dado un poco más de confianza, pero a veces, en mi trabajo con los actores o los protagonistas de mis documentales, se trataba de algo más: necesitaban contacto físico. Con Bruno S., el protagonista de dos de mis películas, El enigma de Gaspar Hauser y Stroszek, fueron momentos táctiles. Cuando estaba fuera de sí por el mundo tan horrible que había vivido durante su infancia y adolescencia, simplemente lo cogí suavemente de la muñeca y eso lo calmó. El día antes de saltar, Steiner estaba decaído y tenía dudas sobre su estado de forma. Tenía a cuatro camarógrafos allí. Fuera, de camino a su habitación, nos pusimos de acuerdo para subirlo a hombros y llevarlo por la solitaria calle nevada. Alguien hizo una foto borrosa que he redescubierto hace poco. Pero recuerdo ese momento con diáfana claridad, porque fue un simple gesto físico a partir del cual empezamos a confiar los unos en los otros. Al día siguiente, durante los primeros saltos de prueba, Steiner estuvo extraordinario. Nadie había volado jamás como él. Yo había encontrado en su álbum de fotos una imagen, que pasaba más bien desapercibida, en la que parecía un cuervo. Él se limitó a descartarla con un comentario superficial. Pero después de haber ido sobre mis hombros, se sinceró. Cuando tenía unos diez años, encontró un cuervo joven que se había caído de su nido y lo crio con mucho cuidado. El pájaro sobrevivió y se convirtió en su mejor amigo, porque Steiner siempre fue un niño solitario. Le gustaba posarse en su hombro y, al salir de clase, lo esperaba fuera, en las ramas de un árbol. Steiner silbaba y el cuervo acudía a él volando y se posaba en su hombro mientras él volvía a casa en bicicleta. Pero el ave iba perdiendo cada vez más plumas y los demás cuervos lo picoteaban y atormentaban, era insoportable ver aquello. Finalmente, Steiner no pudo aguantar más y le disparó con la escopeta de su padre. Ahora que su cuervo ya no volaba, él, Steiner, lo hacía por él.
 En Planica, Steiner destacó tanto que estuvo a punto de volar hacia su propia muerte varias veces, pues la infraestructura de entonces no estaba diseñada para un saltador como él. Para entendernos: cuando aterrizas en una pendiente pronunciada después de haber volado por los aires, la energía cinética se va disipando gradualmente hasta que alcanzas el rellano. Incluso las malas caídas suelen terminar sin consecuencia. Pero si aterrizas en el rellano tras haber hecho un vuelo demasiado largo, cosa que nadie concebía posible por entonces, la pérdida de velocidad hasta cero se produciría de golpe y sería tan peligroso como saltar desde el vigésimo piso de un rascacielos a la calle. Las gigantescas instalaciones de Planica y casi todas las que había por el mundo tenían un radio circular que cambiaba rápidamente a horizontal, como transición de la pendiente pronunciada al rellano. El comienzo de ese radio era el punto crítico y siempre estaba marcado con una línea roja en la nieve. Si un saltador rebasaba ese punto, la dirección técnica tenía que detener la competición de inmediato y continuar con un recorrido más corto para que los saltadores no pudieran alcanzar la zona roja de peligro. Steiner, sin embargo, sobrevoló el punto crítico hasta batir por diez metros el récord mundial vigente; allí ni siquiera había marcadores de distancia. Cuando aterrizó, la compresión era ya tan fuerte que el impacto lo desequilibró y se cayó.
 Sufrió una conmoción cerebral, le empezó a sangrar la cara y durante una hora no sabía dónde estaba ni qué había pasado. Pero en los siguientes dos días de competición, los jueces yugoslavos continuaron dejando cuatro veces que Steiner arrancara desde demasiado arriba y volara hacia la zona de la muerte. Querían ver un nuevo récord mundial, costara lo que costase. Sus saltos atrajeron a cincuenta mil espectadores.
 –Quieren verme sangrar, quieren que me haga añicos –dijo Steiner.
 Ganó la competición por una distancia sin precedentes en la historia de este deporte. Steiner exigió entonces –ahora tenía autoridad para hacerlo–, que se reconstruyeran los saltos de esquí en insistió sobre todo en una transición desde la pendiente hasta el rellano con una curva matemática calculada de forma diferente. Actualmente, que yo sepa, las grandes rampas ya no tienen un radio circular, sino una curva calculada según la sucesión de Fibonacci, es decir, una parte de una curva de espirales, como los amonites fosilizados. La curvatura de este radio es mucho más alargada y no se puede volar hasta el final del rellano.
 Hoy en día, las competiciones de saltos de esquí son pruebas sintéticas y estandarizadas en comparación con los días del éxtasis de Steiner. Los perfiles de las rampas se adaptan a las curvas balísticas de los saltadores, que nunca vuelan tan alto como las copas de los árboles, sino que siempre están cerca de la pista en altura de vuelo. En la época de Steiner, nadie usaba cascos protectores y no había monos como los de hoy. Ahora toda está regulado al milímetro, incluso la distancia de los hombros a la entrepierna que debe tener el traje en relación con la altura del deportista, porque una entrepierna demasiado baja sería una pequeña vela adicional. Los comités miden con dispositivos especiales la permeabilidad al aire entre la parte delantera y la trasera, porque durante los Juegos Olímpicos de Invierno de Innsbruck el equipo austríaco llevaba trajes cuya espalda apenas era permeable al aire, lo que resultó en la formación de una joroba artificial que tenía el mismo efecto que las alas de un avión. Creo que Austria ganó todas las medallas de oro. El cambio más visible es la posición de los saltadores. Hoy todos saltan con los esquís en posición de uve, lo que proporciona un vuelo más estable y aerodinámico. Steiner todavía volaba con los esquís en paralelo porque los jueces lo recompensaban con puntuaciones más altas. Pero ya hacía tiempo que se sabía, por pruebas en el túnel de viento, que la postura en uve era mejor. De repente, un solitario esquiador de Suecia empezó a saltar en esa postura. Era el testarudo visionario Jan Boklöv. Los jueces lo penalizaban en todas las competiciones, pero él persistió sin inmutarse, y por eso ocupa un lugar destacado en mi lista de héroes secretos.
Jan Boklöv entrenando en Calgary en 1988 antes de los Juegos
Fotografía: Jan Collsiöö / TT
El invierno posterior, otros saltadores siguieron su ejemplo y, de repente, todo el mundo lo hacía y el sistema de puntuación tuvo que cambiar. Los esquís que nos prestaban de niños no eran ni de lejos tan anchos ni tan flexibles como plumas de águila, y no tenían fijaciones para que el talón pudiera desengancharse del esquí. Hoy los atletas vuelan en posición horizontal, como si cabalgaran sobre un colchón de aire, y los más atrevidos tienen las orejas literalmente entre las puntas de los esquís.

 Como bien dice el crítico cinematográfico Javier Ocaña, El gran éxtasis del escultor de madera Steiner es «mucho más que un documental deportivo, que también. Una película sobre el miedo y el arrojo de un pionero, un aventurero casi demente, y personaje típicamente 'herzogiano'».

 Mientras les copiaba este último texto a color de Herzog –el libro está traducido por Marina Bornas Montaña–, me acordaba de Anu Roiha, la finlandesa de alma latina que nos acogió a mi hijo Enzo y a mí en Rovaniemi cuando fuimos a visitar a Papá Noel allá por diciembre de 2009. La primera noche con ella nos llevó a visitar las pistas de esquí de la ciudad, pero era muy tarde y ya no había nadie en las instalaciones, iluminadas por algunos focos. Era una noche muy fría, y estando allí nos veíamos obligados a hacer respiraciones muy pequeñas para que no nos afectara el aire helado. Desde lo alto de la colina, donde aparcó el coche, se veían también las luces de la pista de saltos. Anu nos señaló la enorme rampa con el índice, y nos dio algunos detalles técnicos. Yo había visto saltar por una de aquellas rampas en la televisión, y admiraba la pericia y el valor de aquellos saltadores que volaban más de 100 metros antes de pisar la nieve. Mentalmente me deslicé por aquella superficie y sentí el vértigo y el pavor a la caída. Y eso que aún no había visto el documental de Herzog. Afortunadamente, Enzo no tenía vértigo ni miedo a volar y ya está surcando los cielos como piloto de líneas aéreas. Quién sabe si alguna vez llevará en su avión a otros pequeños a conocer a Santa Claus Papá Noel*, o a la mismísima Anu a veranear a la Costa del Sol.

Película completa en alemán con subtítulos en inglés


Inicio de la película en alemán con subtítulos en castellano

 Y llegados al final, no puedo más que recomendarles la lectura de Cada uno por su lado y Dios contra todos, así como la reseña que escribí sobre el libro en mi otro blog.

Cada uno por su lado y Dios contra todos. Memorias, Werner Herzog
Editadas por Blackie Books
Fotografía: Pedro Delgado

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2024/09/las-memorias-de-werner-herzog.html

*https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2014/12/sos-navideno.html