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domingo, 4 de agosto de 2024

EL SUEÑO CUMPLIDO: ALBERTO GONZÁLEZ, DIPLOMA OLÍMPICO

Un proceso judicial kafkiano me impidió ver en directo la final del triatlón masculino de los Juegos Olímpicos de París, donde competía el malagueño Alberto González, al que, por la amistad que me une a su padre, he visto crecer física y deportivamente. Así, lo primero que hice al volver a casa fue buscar la prueba en Rtve play –qué gran invento de la pública– y sentarme a verla.

 Increíble de inicio el impacto visual, ese marco excepcional en medio del Sena que, por muchas bacterias que esgriman los más agoreros, es un regalo para los triatletas, un presente que ha costado 1.400 millones de euros, destinados a sanear el río para permitir de nuevo bañarse en él.

 Hace menos de dos años, Alberto peleaba con siete triatletas españoles por hacerse con una de las tres plazas posibles para estar aquí, terminando la temporada en el puesto 18º del ranking mundial, y hoy, tras colocarse esta temporada el 9º en dicho ranking, se lanzaba al agua, bajo el majestuoso puente de Alejandro III, para luchar por un diploma olímpico. La progresión de Alberto y su adaptación a la distancia olímpica había sido meteórica. Le aguardaban 1.500 metros de natación, 40 kilómetros de bicicleta y 10 kilómetros de carrera a pie. Y a mí un rato inolvidable enfrente de la tele.

Salida de la prueba de Triatlón masculino de los Juegos Olímpicos de París 2024
Fotografía: Ignacio González Franco

 Nada más darse la salida se ve que va con el cuchillo entre los dientes, sabedor de que la mejor táctica para alcanzar ese diploma olímpico es competir por las medallas, de ahí que no dude en nadar con el grupo de cabeza. En la ida, con la corriente a favor, van realmente rápidos, y tras girar en la enorme boya amarilla, retornan al puente Alejandro III con las aguas en contra. Alberto sale del agua en 6ª posición, sube unas escalinatas, recorre la pasarela azul eléctrico de la salida y vuelve a lanzarse a la corriente para completar una segunda vuelta algo más corta que la primera. Alberto sale de nuevo del agua en la misma posición para hacer la transición a la bicicleta, y eso me hace presentir que estoy ante algo inolvidable. Pero es la hora del almuerzo y el hambre aprieta, así que contengo la emoción, le doy al botón de pause y me voy a la cocina a prepararme algo de comer.

 Cuando vuelvo a la mesa del comedor, reanudo la prueba. Alberto ha hecho la primera transición –salir del agua y subirse a la bicicleta para los profanos– más rápido que los demás, y ha ganado un puesto: sale de «boxes» en 5º lugar y se lanza a por los de delante. No tarda en alcanzarlos y al poco, en un derroche de valentía y audacia, se pone a tirar del grupo de cabeza, lo que me hace removerme en la silla.

Alberto González en el segmento de bicicleta (Triatlón París 2024)
Fotografía: Ignacio González Franco

 Alberto, un joven talentoso, trabajador y humilde que ha sabido lidiar las dos últimas temporadas con todo tipo de obstáculos y que este año ha reencontrado la confianza que le faltaba, parece estar en estado de gracia, y mira a los compañeros de cabeza reclamando el relevo. El grupo viene rezagado y pueden poner tierra de por medio, pero, salvo él, nadie parece querer verlo. Alberto, contrariado, desiste de su pedaleo enérgico y cuando el pelotón los engulle se deja caer a la cola. Como Sísifo después de empujar la enorme piedra cuesta arriba para volver a verla rodar hacia abajo, Alberto ha visto dilapidada su ventaja y su esfuerzo. Pero conocedor del mito griego, no hay muecas en su cara, ni crispación en sus movimientos. Parece tranquilo, sereno. Irse a la retaguardia parece más un acto lúcido, táctico. Sabe que cierra un grupo de 32 triatletas y que, como el rey de Éfira, tendrá que trabajar duro de nuevo para llevar la piedra a lo alto de la montaña y alcanzar la cabeza. Mientras llega ese momento, se siente ahí, a rebufo, a resguardo y a salvo de caídas.

 Tras la comida, el sopor, los ojos que se empiezan a cerrar reclamando una siesta y la mano que busca de nuevo el mando para paralizar el momento, dejando a Alberto en ese impasse.

 Como dijo Camus en El mito de Sísifo, «uno debe imaginar a Sísifo feliz». Así que cuando despierto y pongo de nuevo en la pantalla a Alberto en acción, lo veo remontar puestos desde la cola cuando falta poco para la finalización de la prueba de ciclismo. En un último esfuerzo, Albertini –como lo llamaba su abuela María– entra en la moqueta azulona en el puesto número 13 para bajarse de la bicicleta, quitarse las zapatillas de ciclismo y ponerse las de atletismo. Y lo hace tan rápido como Hermes –Mercurio para los romanos–, el de los pies alados.

Alberto González cuando iba en 3ª posición (Juegos Olímpicos París 2024)
Fotografía: Ignacio González Franco

 Alberto, bravísimo, gana siete puestos en la segunda transición y es el 5º en ponerse a correr en el segmento de la carrera. Y lo hace como Heracles –el Hércules romano– en pos de su último trabajo. Valiente, va a por la medalla, reduciendo rápidamente la distancia con los primeros. Se sitúa en 3ª posición y me hace saltar del sofá y mirar con incredulidad la pantalla. Una ola de emoción recorre mi cuerpo por dentro. Cada poco me froto los ojos y Alberto sigue ahí, corriendo entre los cinco primeros. Sin embargo, en el kilómetro 5 el calor, la humedad y el derroche de energía empiezan a hacer mella en él y va perdiendo comba hasta caer al puesto 15º.

 Va el 14º en el kilómetro 8.5, y el pensamiento «Alberto, quedes como quedes, por como me has hecho sentir y por la valentía que has demostrado, ya eres mi ídolo» se cruza por mi mente. Pero por la cabeza de Alberto se cruza otra imagen, tan poderosa como la de Sísifo: la del picapedrero, ese tipo tantas veces visualizado por él que taladra una piedra enorme sin saber en qué momento la mole se quebrará y se romperá del todo. Así que Albertini, lejos de rendirse, aprieta los dientes y pone el acelerador para completar el último 1.500 en 4'20", el parcial más rápido de todos, incluido el del campeón Alex Yee (4'26"), y realizar una remontada espectacular. Entra en meta y se lleva las manos a la cabeza mirando sonriente al cielo, incrédulo como un resucitado, conocedor de que ese 8º puesto le otorga un diploma olímpico que le sabe, nos sabe, a medalla. A corona de olivo. A gloria. Una instantánea, una imagen que aparecerá al día siguiente en la portada del diario Sur de Málaga.

Portada del diario SUR del jueves, 1 de agosto de 2024

 Alberto ha competido con una madurez exquisita, valiente en los momentos tensos de la prueba y frío y analítico a la hora de leer cada compás de la misma. Una prueba que se ha vuelto loca en el último tramo, ya que el neozelandés Haydeen Wilde, que parecía escapado hacia la gloria, entró en barrena en los metros finales hasta ser rebasado antes de la curva de meta por el británico Alex Yee, que sumaba a la plata de Tokio el oro parisino. El bronce sería para el francés Leo Bergére. 1h 43' 33", 1h 43'39" y 1h 43"43 por 1h 44'22" de Alberto. Y el dato no es baladí, porque tan solo 39 segundos separaron a Alberto del bronce.

 Estoy solo en casa, pero descorcho una botella de champán para celebrarlo. Ojalá Alberto nos siga haciendo felices regalándonos días como estos. Y ojalá su hermano Ignacio, lastrado estos años por las lesiones y las operaciones de rodilla, pueda acompañarlo en los próximos Juegos Olímpicos de Los Ángeles 2028. Hasta entonces, Alberto se ha ganado el sueño de una medalla olímpica. La consiga o no, tras lo alcanzado en París Alberto ya será feliz el resto de su vida.