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lunes, 22 de abril de 2019

LA BICI LO ES TODO: LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD SOBRE DOS RUEDAS




—Dirección, setenta y tres grados; sillín, setenta y cuatro grados –musitó para sí, como si se tratara de un conjuro.

Nada más empezar a leer el prólogo supe que este no sería un ensayo al uso sobre el mundo de la bicicleta, pues el autor, Robert Penn, me hablaba en el arranque de aquella memorable y romántica escena de Dos hombres y un destino en la que Butch Cassidy  monta en el manillar de su bicicleta a Etta Place mientras suenan los acordes de Raindrops Keep Fallin' On My Head. Volví a ver aquel wéstern de George Roy Hill en 2008, el día antes de viajar a Bolivia en busca de la tumba de Butch Cassidy y Sundance Kid, aquellos forajidos del Salvaje Oeste que interpretaban en la película Paul Newman y Robert Redford. Ya no se hacen películas como estas, con ese ritmo tan pausado, fue lo primero que pensé al terminar los créditos y volver a la escena de la bicicleta para escuchar una vez más la canción compuesta por Burt Bacharach, quien, por cierto, se llevó dos Óscar aquel año 1969: a la mejor canción original y a la mejor banda sonora original de una película (no un musical).

Música: Burt Bacharach.
Letra: Hal David.
Intérprete: B. J. Thomas.


 Leyendo me entero de que el tipo de bicicleta que le muestra Butch a Etta ("Te presento al futuro") se llamaba "de seguridad".
Fue la primera bicicleta moderna, y la culminación de la larga y escurridiza búsqueda de un vehículo impulsado por el hombre. Fue "inventada" en Inglaterra en 1885. 
[...] Se la llamó safety ("de seguridad") porque las ruedas eran pequeñas y del mismo tamaño, el centro de gravedad del ciclista recaía en la parte central de la bicicleta y se podía llegar al suelo con ambos pies. En pocas palabras, rodar con ella era seguro. [...] Este modelo borró del mapa cualquier otro tipo de bicicleta previo: los velocípedos, los biciclos, el biciclo enano, la Facile, la Kangaroo, los triciclos, los triciclos tándem y los cuadriciclos quedaron obsoletos en pocos años. La forma definitiva de la bicicleta había llegado.
[...] Cuando Butch y Sundance partieron hacia Sudamérica, la bicicleta ya había conquistado una amplia aceptación social y había golpeado con fuerza en el nexo de la sociedad. En una sola década, ir en bicicleta había pasado de ser una ocupación recreativa pasajera, exclusiva de una pequeña minoría de hombres ricos y atléticos, a convertirse en la forma de transporte más popular del planeta. Y lo sigue siendo.
 El título del libro viene dado por una afirmación del escritor estadounidense Stephen Crane, autor de la magnífica novela El rojo emblema del valor, quien decía eso de "La bicicleta lo es todo".

La bici lo es todo, El rojo emblema del valor y Dos hombres y un destino
Fotografía: Pedro Delgado

 Nos cuenta Robert Penn en el prólogo que en 1990 se compró su primera bicicleta de montaña, "una práctica y rígida Saracen Sahara de fabricación británica", y que con ella fue desde Kasgar (China) a Peshawar (Pakistán) atravesando la cordillera del Karakórum y el Hindi Kush. Ese es uno de mis viajes soñados y siempre postergado por la conflictiva situación que vive la zona, así que sentí como afloraba la envidia al leerlo.

Robert Penn con su Saracen Sahara en su viaje por la Karakórum y el Hindi Kush
Fotografía: Archivo personal de Robert Penn facilitado por la editorial Capitán Swing
 
De vuelta en Londres donde trabajaba como abogado, la Saracen hacía mucho más que llevarme de un lado a otro: simbolizaba la vida más allá de los trajes de raya diplomática.
 Y al seguir, la envidia ya me invadió por completo:
Una invernal tarde de sábado de 1995 fui a Roberts Cycles, un renombrado fabricante de cuadros del sur de Londres, y encargué un cuadro para un cicloturismo hecho a medida. Lo llamé Mannanan, por Mannanan mac Lir, la mítica figura celta que protege la isla de Man, donde yo crecí. Con esa bicicleta crucé Estados Unidos, Australia, el sudeste asiático, el subcontinente indio, Asia Central, Oriente Medio y Europa, es decir, el mundo entero. "Fúndete con el universo. Si no puedes hacer eso, al menos sé uno con tu bicicleta", escribió el mecánico de bicicletas estadounidense Lennard Zinn. Después de tres años y cuarenta mil kilómetros lo había logrado. 
 Ahora Mannanan está colgada en la pared de mi cobertizo.
 No me dirán que no es para menos. A los que amamos la aventura nos hubiera gustado leer páginas y páginas sobre las peripecias del autor alrededor del mundo con unas alforjas, pero La bici lo es todo se centra más en otro tipo de viajes, los del autor en busca de la bicicleta de sus sueños, un verdadero "Meccano" construido a base de los mejores componentes y el mejor cuadro que, a la postre, es el alma de la bicicleta. 
Los mejores artistas que se dedican a la construcción de cuadros tienen más en común con los artesanos que hacen relojes Patek Philippe, guitarras Monteleone o camisas Borelli que con el grueso de fabricantes que producen cuadros de carbono y aluminio como churros en las fábricas del Extremo Oriente. [...] El cuadro de mi bici solo se hará una vez y será de acero. [...] No serán los componentes más ligeros ni atractivos del mercado, sencillamente serán los mejores.
 Así, visitamos de la mano de Robert Penn fábricas y talleres en Italia, Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña a la búsqueda de esos componentes, y asistimos al proceso de fabricación de los mismos, una peregrinación que me recordó a esos extranjeros que viajan a Andalucía en pos de las manos de tal o cual artesano guitarrero. Precisamente, recuerdo ahora a un couchsurfer que pasó por casa, Marc Eithien, un virtuoso de la guitarra que antes de regresar a Canadá después de dar vueltas por el mundo iba a la Alpujarra Granadina a por una guitarra que había encargado: su guitarra, la suya, la mejor guitarra del mundo.

El canadiense Marc Eithien tocando la guitarra* en casa, 21 de mayo de 2017
*Esa es la guitarra mala, la buena le esperaba en la Alpujarra
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Algo así mueve a Robert Penn. Frente a las bicis industriales, el lujo de las bicicletas hechas a mano. El placer de la búsqueda de cada pieza para el ensamblaje final.
La clave de por qué alguien querría una bicicleta hecha a mano es precisamente esta: porque se acoplará a la perfección, como un traje hecho a medida en Savile Row. 
*** 
[…] construir ruedas es como afinar guitarras: cada uno de los radios tiene que vibrar a la perfección. 
*** 
Las máquinas de troquelado, plegado y remachado martillaban, moldeaban, enrolaban y cortaban acero. Sugerí que la banda sonora de la fábrica –antaño la banda sonora de toda la ciudad– apenas debía de haber cambiado en un siglo. 
 –Así es –repuso Steven con ojos centelleantes–. Algunos de los empleados llevan aquí casi tanto como la propia fábrica. Te presento a Bob. 
 […] –Sí, llevo cincuenta años trabajando aquí, aunque con un capataz como este tengo la sensación de llevar muchos años más. Lo único que hay más viejo que yo es esta máquina. Es de los años cuarenta. Por suerte, todavía podemos conseguir piezas de repuesto para ella. Ojalá pudiera decir lo mismo de mí. 


Carreras anuales de los seis días
Madison Square Garden
Mediados de la década de 1890, principios de la de 1920

 Y mientras acompañamos al autor en sus idas y venidas, este aprovecha para contarnos la evolución del ciclismo.
John Boyd Dunlop, un veterinario escocés residente en Belfast, inventó el neumático en 1888. Con el fin de mejorar la salud de su hijo de nueve años, un médico le había aconsejado que montara en bicicleta y había puntualizado que la actividad resultaría aún más beneficiosa si se pudieran reducir las sacudidas de los ásperos adoquines de granito que cubrían las calles de la ciudad. […] Durante el auge de los velocípedos –que eran conocidos, con razón, como "agitahuesos"– las llantas eran de hierro macizo. Cuando en 1885 se introdujo la bicicleta de seguridad, las llantas eran de tiras de caucho sólido y estaban clavadas o pegadas al borde de la rueda. Esto suponía una mejora con respecto al hierro, pero, aun así, un simple paseo podía hacer repiquetear los molares de un ciclista hasta que se le salieran disparados. 
 Dunlop clavó tiras de lino a las ruedas de madera del triciclo de su hijo, insertó unos tubos de goma inflables muy rudimentarios con una válvula de retención y los llenó de aire comprimido. Era como tener un cojín flexible sujeto a la rueda. Funcionó. Dunlop lo bautizó con la palabra "pneumático", patentó la idea y comenzó a producirlos a pequeña escala en Dublín. 
*** 
"Sobre el remache" es una vieja expresión ciclista de la época en la que todos los sillines estaban hechos de cuero y se fijaban al cuadro con remaches de metal. Retrata a un ciclista encogido en la bicicleta, agarrándose con las manos a la sección de caída del manillar y con las nalgas precariamente posadas sobre la nariz del sillín mientras trata de aprovechar al máximo la potencia de la máquina con cada golpe de pedal, yendo lo más rápido que puede. Tengo la sensación de que "sobre gel" no transmite la misma intensidad.
 Otra cuestión importante que tendrá que resolver el autor es la elección del color de la bicicleta: ¿El amarillo intenso Van Gogh?, ¿el negro?, ¿el azul Bianchi o celeste de Fausto Coppi?, ¿el naranja-Malteser de las bicicletas de Eddy Merckx?, ¿el gris foca?, ¿el gris perla?, ¿frambuesa, azul cielo, carmesí, zafiro, verde mar y mirto…?
–No. Ese color no puede ser –dijo Jason dejando un bote de pintura. Se volvió hacia mí, apoyó las caderas en el banco de trabajo y se cruzó de tobillos y brazos. Estábamos en su taller de pintura. 
 –¿Qué quieres decir con que "no" puede ser? 
 –Pues que no. Eso mismo. No. 
 –No me puedes decir eso. Yo soy el cliente. Y dijiste que podía elegir el color que quisiera. 
 –Rob, algún día me lo agradecerás, incluso puede que hoy mismo. Pero de ninguna manera voy a pintarte esta bici de color púrpura. No estamos en 1973. No vamos a ir a un concierto de Slade esta noche. Te lo prometo, si la pintas así, volverás dentro de seis meses para rogarme que vuelva a pulverizarla, así que no. 
 El púrpura había surgido al final del viaje. En mi cabeza visualizaba un púrpura imperial: púrpura de Tiro, el tinte que descubrieron los fenicios, el color de la sangre coagulada. 
 –Tú no eres Ziggy Stardust -dijo Jason–. Eres Rob Penn.

David Bowie como Ziggy Stardust
Fotografía: Mick Rock

 No voy a desvelarles el color o los colores elegidos por Rob, para no quitarles la sorpresa, pero sí, para abrir boca, alguna de las anécdotas que incluye el libro, como la de la historia de Campagnolo, la mítica empresa de Vicenza o la del propio autor cuando se mudó de la ciudad al campo.

Tullio Campagnolo en el taller de Vicenza
El fundador de la compañía, Tulio Campagnolo, era un consumado ciclista amateur. En cierta ocasión competía en una carrera llamada Gran Premio della Vittoria durante la época de brutal frío que coincide con la fiesta de San Martino. Las distintas biografías ofrecen fechas dispares, aunque el 11 de noviembre de 1927 parece la más probable de todas ellas. Cuando Tullio alcanzó la cima del paso de Croce d'Auné en los Doloridas, al norte de Vicenza, era líder de la carrera. En aquellos tiempos, las bicicletas de competición aún no tenían desviados o cambios de marcha: los mecanismos acoplados a la mayoría de las bicicletas modernas para mover la cadena de un piñón dentado a otro, cambiando así de marcha. La palabra original derailleur, es francesa con pronunciación anglosajona ("de-rail-er") y significa desviar el curso o descarrilar. 
 La bicicleta de Tullio tenía dos velocidades en un buje trasero de doble cara con dos ruedas dentadas –un engranaje fijo habitualmente alto para los recorridos planos y uno corto de piñón libre para las subidas–. Para cambiar de marcha había que desmontar la rueda trasera y darle la vuelta, pero para ello primero había que aflojar las tuercas de mariposa que sujetaban la rueda en las punteras del cuadro.
Tullio Campagnolo
 En la cima helada y nevada del paso, con los dedos entumecidos y congelados, Tullio forcejeó para aflojar las pesadas tuercas y así poder voltear la rueda. Muchos de sus rivales le adelantaron, sin duda burlándose bajo sus alientos helados. Se cuenta que al finalizar la carrera Tullio declaró: Bisogna cambià qualcossa de drio ("Algo debe cambiar en la parte trasera"). Hablaba en serio. 
 El 8 de febrero de 1930, Tullio Campagnolo patentó la palanca de liberación rápida, un pestillo de acero dentro de un eje hueco con una tuerca en un extremo y una palanca con una leva para fijarla en el otro. Era sencillo y genial: operaba en todo tipo de condiciones metereológicas. En lugar de desatornillar tuercas para sacar la rueda, simplemente se tiraba de una palanca. Durante ochenta años se ha mantenido básicamente inalterado. Hoy en día, el cierre rápido es un accesorio universalmente estándar en casi todas las bicicletas que se fabrican. Cada día, decenas de miles de ciclistas en todo el mundo dan la vuelta a sus bicicletas para sacar una rueda –para reparar un pinchazo o meter la bici en el maletero de un coche–. Con los dedos en las palancas de liberación rápida, honran en silencio la memoria de Tullio Campagnolo, el ingenioso gurú. 
Palanca de liberación rápida de la rueda inventada por Campagnolo

Interior del  Warwicks Country Pub en Abergavenny, Brecon Beacons (Gales) 
Mudarme a Brecon Beacons, en Gales, hace siete años supuso una nueva revelación en la percepción cultural de la bicicleta. Para entonces, en la ciudad había cuando menos un número creciente de personas que reconocían los beneficios de la bicicleta en materia de salud y transporte. En el campo, el único motivo razonable para tener que desplazarse en bici era la pérdida del carné de conducir; para un agricultor galés no podría existir otro motivo. Y punto. Los lugareños me observaban entrar y marcharme pedaleando de Abergavenny y se quedaban muy sorprendidos. 
 A los cinco meses de haberme mudado, un viernes por la noche estaba en el pub local, que se encontraba en lo alto de una colina. Un viejo del que únicamente conocía el nombre de su granja me agarró por el codo y me condujo muy amable hasta una esquina del bar. Me miró fijamente y me dijo: "Veo que vas en bici. ¿Hace cuánto que perdiste el carné, hijo?". Le expliqué que no me había quedado sin carné, sino que elegía ir en bici a diario porque, bueno, simplemente porque me encantaba. Me guiñó un ojo y se dio unos golpecitos con el dedo en la nariz reseca. Un año después, otro viernes por la noche, el granjero volvió a apartarme a un lado en el mismo pub. Aquella vez su mirada fue aún más severa: "Veo que sigues yendo en bici, hijo –me dijo–. Ya es mucho tiempo sin poder conducir. A mí me lo puedes contar… ¿Hiciste algo horrible? ¿Mataste a un crío?".
 Ja, ja. No me negarán que tiene su gracia. Yo cada vez que lo imagino no puedo evitar reírme.

 "Aprender a montar en bicicleta es fácil. Y una vez que se aprende, jamás se olvida", nos recuerda Robert Penn, algo que les repito todos los años a los alumnos que me encuentro que no saben montar por culpa de la sobreprotección de sus padres. Y menos mal que son minoría, porque sin duda uno de los recuerdos más bonitos que todos atesoramos es el de nuestro padre guiándonos en nuestras primeras pedaladas; en esas bicicletas a las que les íbamos quitando poco a poco los ruedines hasta conseguir descender la cuesta menos pronunciada que hubiera cerca de casa, sin ayuda de ellos primero y luego también sin que nuestro padre corriese al lado tratando de equilibrarnos con sus manos. Recuerdo con cariño aquella época en la que, "ya expertos", íbamos todo el santo día en bicicleta por el simple placer de hacerlo: el componente lúdico de las dos ruedas. Uno de los sitios preferidos por mí y por mis hermanos era el espacio que hoy ocupa el centro de salud, el campo de fútbol del Mortadelo y el colegio Christian Andersen, una extensión de montículos de tierra y matojos por entonces en la que podíamos sentirnos pilotos de motocross. Junto a ella estaban los mercancías de Renfe y las pirámides de piedras sueltas que transportaban, y, a ratos, deteníamos nuestras bicicletas junto al pequeño apeadero para ver pasar los trenes. ¡Qué tiempos aquellos!

 Hoy día me sigo subiendo a la bicicleta casi a diario, pero sólo para ir al instituto en el que trabajo, no como Robert Peen que la usa para todo:
[...] la uso para ir al trabajo, a veces por trabajo, para mantenerme en forma, para empaparme de aire y de sol, para ir de compras, para escapar cuando el mundo me está rompiendo las pelotas, para saborear el compañerismo físico y emocional de pedalear con amigos, para viajar, para mantenerme cuerdo, para saltarme la hora del baño de mis hijos, para divertirme, para tener un momento de gracia, en ocasiones para impresionar a alguien, para asustarme y para escuchar la risa de mi hijo. A veces monto en bici por el simple hecho de montar en bici. Hay una amplia variedad de razones emocionales, físicas y prácticas, y un lazo que las une: la bicicleta.
 Mi bicicleta es una extremadamente rara, una Mountain Bike de 1992 de la casa Swatch, la de los relojes, una edición limitada a 500 ejemplares que se adjudicaron en riguroso sorteo entre los miembros del Club Swatch. Creo que su precio era de 115.000 pesetas, unos 690 euros. Con el tiempo ha perdido los tapacubos que era el elemento más vistoso de la bicicleta, pero me sigue llevando al instituto como el primer día. Y cuando trabajaba y vivía en Olvera también me di mis buenas cabalgadas por la Vía Verde hasta Coripe, eran los tiempos en los que los túneles todavía no habían sido acondicionados y estaban medio obstruidos de tierra y agua.

Pedro Delgado con su Mountain Bike Swatch de 1992
Málaga, Carrera Urbana Ciudad de Málaga 2012
Fotografía: Pepe Chinchilla

 El escritor H. G. Wells decía que siempre que veía a un adulto en bicicleta recuperaba la esperanza por la humanidad. No quisiera ser pesimista, pero pierdo un poco la esperanza en esa humanidad ahora que el patinete eléctrico ha irrumpido con tanta fuerza en la ciudad. Ojalá que nadie arrumbe su bicicleta por no tener que pedalear, más en estos tiempos en los que es tan necesario que todos realicemos ejercicio físico y combatamos la obesidad.

–¿Sabes cual es la palabra que más gente relaciona con "libertad" en los experimentos tipo asociación de palabras? –preguntó a modo de conclusión. Y él mismo se respondió–: "Bicicleta".
Antonio Columbo, propietario de Columbus y Cinelli

Nota: Los textos a color están extraídos de la primera edición de La bici lo es todo: La búsqueda de la felicidad sobre dos ruedas, de Robert Penn, publicado por Capitán Swing en una traducción de Lucía Barahona.

 Y para mañana os deseo un ¡Feliz Día del Libro!

viernes, 12 de abril de 2019

ANTONIO JURADO: FISIOTERAPEUTA Y ESCRITOR


Antonio Jurado con su primera novela: El árbol de la cucaña (Letrame Editorial)
Fotografía: Lucía Rodríguez

No hay ni un solo atleta en Málaga, al menos de los de mi época, que no se haya puesto alguna vez en manos de Antonio Jurado para solucionar una lesión. Mi talón de Aquiles durante mi etapa atlética siempre fue la espalda: contracturas musculares y pinzamientos del nervio espinal por un prolapso de disco en la zona lumbar. Recuerdo haber entrado más de una vez en la consulta del Centro de Rehabilitación Larios tieso como un Madelman, doliéndome hasta al respirar, y salir a la hora en perfectas condiciones para poder entrenar. De ahí que, como muchos otros, tenga a Antonio en un altar, y cuando alguien me comenta cualquier lesión, a San Antonio Jurado que lo mando.
 Yo he vuelto a él ahora para tratarme un rebrote de mis fascitis plantar, y hablando con él de libros (es lo que tiene que nos guste leer) me enteré de que había publicado una novela: El árbol de la cucaña (Letrame Editorial). Sus páginas se ambientan en  el Torremolinos de los años sesenta, cuando ese pequeño pueblo de pescadores se convirtió en la meca de la modernidad, "refugio de un nomadismo cosmopolita"; de ahí que Alfredo Taján se la hubiese presentado hacía unos días en La Térmica, pues el argentino afincado en Málaga desde hace un decalustro ya dirigió la edición de un número especial de la revista Litoral sobre el municipio: Torremolinos, de pueblo a mito, donde firmó un artículo en el que aseveraba que "Cuando los dinosaurios dominaban la tierra, Torremolinos ya existía y se comunicaba con los dioses del Olimpo". Amén de ser autor de Pez Espada, donde el famoso hotel de Torremolinos es el eje principal de la novela.


Presentación del último libro del escritor y fisioterapeuta Antonio Jurado, El árbol de la cucaña, junto al poeta y escritor Alfredo Taján. Fotografía: @latermicamlg, 13 de diciembre de 2018.

 Antonio me regaló un ejemplar de El árbol de la cucaña, y mientras me ponía ondas de choque para tratar mi fascitis plantar, comencé su lectura. Ya no lo pude soltar.

Pedro Delgado leyendo la última novela de Antonio Jurado en el Centro de Rehabilitación Larios
Fotografia: Lucía Rodríguez

 Durante la historia acompañamos a Falito Aranda desde Peñarrubia (hoy día cubierta por las aguas del embalse de Guadalteba) a La Tralla, y de allí a Torremolinos.

Peñarrubia, Málaga
Fotografía: Blog Málaga en Blanco y Negro

Peñarrubia, Málaga
Fotografía: Blog Málaga en Blanco y Negro

 El barrio de la Tralla era una herida abierta sobre aquella tierra olvidada de Dios desde tiempo inmemorial. Perdido en el recuerdo, su caótico origen al calor de las fábricas cercanas, surgió como un aluvión de chamizos y casas bajas habitadas por menesterosos obreros y pescadores de boliche, que sobrevivirían al tiempo encajonados entre el mar y las vías del tren. La fortuna esquiva los sometió a una realidad que aceptarían primero con asombro, con rabia más tarde y al final con la sumisión con que se soporta un destino imprevisto e inevitable. Algo indescriptible los anclaba a lo largo de la ancha orilla para compartir parejos un sentimiento cotidiano de fracaso, también la compartida frustración los igualó –todos los hombres se asemejaban en algún punto a su fracaso– y apretó como gavillas, hombro con hombro, para hacer más fácil eso del vivir.
La barriada El Perro, entre el mar y las fábricas la Cros y los Guindos
Fotografía: La Opinión de Málaga
 La Tralla en los primeros sesenta era una cadena de casas que, partiendo del lado de Levante, corría paralela al mar, hasta quebrarse por la parte de poniente donde entroncaba con otra doble fila más corta, ambas hileras se unían en vertical formando una gran L. A espaldas del brazo corto de la L estaba la factoría de Los Guindos, un complejo metalúrgico dedicado a la obtención del plomo. Desguaces del infierno semejaban sus enormes hornos donde se fundía la galena, cuyos líquidos residuos, color rojo incandescente, se vertían directamente al mar por medio de una grúa con forma de cono. Cuando la piedra fundida se enfriaba, el rojo magma se concretaba en azarosos trozos de escoria. La playa con el paso del tiempo se llenó de curiosas figuras de color oscuro. El resto de las fábricas eran químicas y, entre todas, delinearon un horizonte poblado de chimeneas muy altas, así diseñadas para que sus venenosos gases aterrizaran más diluidos.
Chimenea de la fundición "Los Guindos"
Fotografía: Blog Málaga en Blanco y Negro

 Con la ayuda de Antonio, al darme los nombres de la Estación del Perro y el Carril de la Chupa, localicé mentalmente La Tralla, en la que el propio Antonio se crió.

El tren a su paso por La Tralla, Málaga. Fotografía: Suburbio, conciencia social y militancia (Ediciones del Genal, 2018), de Pedro Andrés González.

 De entre los personajes que vivieron en ese lugar, Antonio nos recuerda a Doña María Terrón, quien "siguiendo el modelo ateniense", había hecho de la antepuerta de la casa de su hija una escuela.
 Muchas veces me he sorprendido a lo largo de mi vida recordando la mirada de María Terrón. A pesar de mis seis o siete años, siempre encontré algo de misterio en los ojos de aquella anciana, parca de palabras y de gesto adusto, pero había algo en ella, cuando se quitaba las gafas y miraba al mar, la ropa flameada por la brisa, que transmitía a la vez cansancio y paz interior. Creo que ella esperaba justa probidad al otro lado del viento, sabía que su justicia no la encontraría en este mundo.Con los años descubrí que María Terrón había sido directora de una escuela de la Institución Libre de Enseñanza, en tiempos de la república, y que en 1941 su marido fue fusilado por confundir los símbolos y ella apartada del magisterio. Nunca se supo más. Nunca ella quiso que más se supiera. Cuando murió, de su baúl sacaron libros que eran verdaderas joyas y de un pozo, excavado en el patio de su casa, seco y olvidado desde muchos años atrás, un arsenal de pistolas, fusiles y munición: obsoletos despojos de una guerra perdida. Su yerno una noche cargó aquella herrumbre en un bote y la arrojó al mar. Un turista de Madrid compró todos los libros al peso en el verano de 1969.
Pescadores del barrio de la Tralla, Málaga. Fotografía: Suburbio, conciencia social y militancia (Ediciones del Genal, 2018), de Pedro Andrés González. 
[...] En invierno las cosas en La Tralla eran muy distintas, el color del cielo se tornaba en gris espeso y las levantaras no era raro que durasen semanas, con olas grandes y marrones que alcanzaban las casas, rodeándolas a veces. El viento ululaba, soplando con tal fuerza que era capaz de arrancar los anuncios de chapa clavados en las paredes. Al presagio de levante duro con mar gruesa, las casas defendían sus puertas del mar sobreponiendo compuertas de madera por fuera del marco, las cuáles se sellaban con pegotes de yeso, mientras tanto, se habilitaba la puerta trasera, que daba a la vía del tren. Los inviernos en La Tralla tenían olor a salitre y a caldillo de pintarroja, y se sobrevivía del fiado en alguna de las dos tiendas del barrio. El fiado era un acuerdo tácito entre el tendero y el cliente, una promesa de pago sin más sustento que la palabra dada, que suponía aval suficiente. [...] El levante, a menudo, obligaba a que los marineros estuvieran en tierra tres o cuatro días y como este descanso se alargara, en cuanto el oleaje se amansaba un poco, empujados por la precisa hambre, de noche, se echaban a la mar, manteniendo al barrio en vilo. Al atardecer, el tenue sol abandonaba a La Tralla a su suerte, guiñándole en su huida un destello de terror. Principiaban largas noches de mariposas encendidas y trasiego de escapularios de la Virgen del Carmen.
 Describe Antonio en la página 55 un corralón perchelero que me trajo recuerdos del corralón de la calle Cerrojo en el que vivía mi abuela paterna, detrás de la Iglesia de Santo Domingo, unos corralones que podían haber quedado como vestigio de la arquitectura de una época y que fueron echados abajo en los años noventa para construir esa mole fea que constituye el edificio del Conservatorio Superior de Danza, un pegote incomprensible adherido a un templo del siglo XV.

Corralón de Calle Cerrojo, Málaga
 El 20 de febrero de 1965, Falito comenzó a trabajar con cinco hombres más y una reata de veinte burros en la extracción de arena del inmenso playazo virgen existente en el margen izquierdo del río Guadalhorce. La demanda del preciado material se disparó de tal manera que el descuaje de arena de la playa se hizo mucho más intensivo, de modo que, poco tiempo después, se incorporaron ingenios mecánicos y cintas transportadoras para dar abasto. En aquellos años Málaga entró en una espiral de desarrollo y las viviendas, hasta entonces un bien escaso, se multiplicaron como por milagro bíblico, creando colmenas humanas en una ciudad acostumbrada a las casas de una sola altura. El cielo de repente se llenó de grúas y andamiajes que no cesaban de parir cemento y ladrillos, creando colmenas verticales que cambiarían por completo el horizonte y la manera de convivir. La aclimatación de los vecinos conllevó una nueva convivencia de puertas cerradas y tabiques de cemento que acabó con la vecindad altruista y solidaria, además los nuevos pisos había que llenarlos de objetos y la publicidad trabajó a destajo para saturarlos de modernidad: fue la primera invasión de los electrodomésticos, indefectiblemente comprados a plazos, que hicieron algunas tareas más fáciles, pero que también llevaban dentro un caramelo envenenado: encerró a la gente cada vez más en su casa y a las puertas, antes abiertas, se les pusieron cerraduras dobles. Por primera vez los vecinos de toda una vida tuvieron, en no pocos casos, la consideración de ladrones en potencia. Ya había un baluarte al que proteger: por primera vez se tenía algo y había miedo a perderlo.
***
 Durante los años que duró la extracción de arena se retiraron miles de metros cúbicos, creando enormes socavones en la playa, que los levantes de invierno rellenaban en parte. Los daños que se perpetraron sobre el ecosistema que poblaba los humedales del Guadalhorce fueron irreparables con la desaparición para siempre de muchos animales. Se perdieron las colonias de nutrias, se esquilmaron las anguilas que cada noche de invierno se cogían por baldes –los pescadores las mataban con tabaco: simplemente le desliaban un par de Ideales en el cubo– y desaparecieron multitud de especies de aves. Nadie dijo nada al respecto, el pastel era demasiado goloso, se vislumbraba demasiado de todo como para pensar que la extinción de cuatro bichos podría poner freno a aquella orgía. Al tiempo comenzó a florecer el turismo en la vecina Torremolinos, cuyos huertos junto al mar se fueron sembrando sin descanso de hormigón, sometiendo a sus playas a una sobreexplotación que a la larga le darían gloria y muerte.
 También aparecen por sus páginas locales o establecimientos emblemáticos de Torremolinos: el Pedro's, bar de copas pionero en una de las esquinas de la plaza de la Costa del Sol; la Vaca Sentada, en plena Nogalera; el Top-Ten del Pasaje Pizarro; el Bossanova; el Pasaje Begoña; el Blue Note; el Harry's; el Pussycat; Le Petit Bilboquet, por donde pasaron la Bardot, la Cardinale, la Montiel y otros personajes del papel couché.

Pedro's bar, Torremolinos
 La Nacional 340 partía Torremolinos en dos, en el lado sur quedaban los barrios pesqueros y la calle San Miguel que desde la carretera se prolongaba en vertical hacia la playa. En aquel cruce se levantaba la plaza de la Costa del Sol y en una de sus esquinas estaba el Pedro's, bar de copas pionero, con amplio interior y dos filas de mesas en la terraza dispuestas como observatorios del ir y venir, era un lugar para ver y dejarse ver. Desde la esquina de la barra que daba a la plaza, Paco Corpas llevaba el control del establecimiento, siempre con un vaso y una bayeta entre las manos pendiente del detalle, mientras con la mirada y sutiles movimientos de cabeza dirigía a su cuadrilla de camareros, todos con casaquilla granate y palomita negra. Llevaba allí desde 1958 y ya era todo un referente en Torremolinos. Paco Corpas era un ilustrado de la barra, se manejaba con soltura en varios idiomas, conocía los códigos del grupo jaranero y el tempo del trago solitario, a ambos les daba el toque exacto y, más aún, sabía cuando convenía el palique o el mutis. En temas de algún compromiso siempre callaba y, si era interpelado, era maestro en desinflar el asunto con vacuas palabras rematadas con algún agudo comentario que desataba la risa de la concurrencia. Era infalible en fechas y onomásticas y capaz de dar razón con cierta solvencia sobre las cuestiones más peregrinas que pudieran plantearle.
 Y junto a ellos el Frankie's; el Madrigal, sala de fiesta de referencia de la Costa del Sol; el King's Club; el night club El Lago Rojo; el hotel Stella Polaris; El Clavo Ardiendo o el Casablanca, club de ambiente gay en la zona alta de Montemar que dirigió el escocés Peter Langley.
Langley había dirigido una sala de fiestas en la bella Agadir de finales de los cincuenta. En aquellos años, la ciudad marroquí era la meca del turismo homosexual llegado de cualquier rincón del globo, con una tolerancia desconocida en otros lugares del mundo. El 28 de febrero de 1960, la ciudad sufrió un devastador terremoto. La intolerancia encontró su momento y de inmediato difundió el suceso como una anunciada maldición bíblica: la tierra se abrió como una granada expiatoria, las deudas de la carne debieron ser incalculables, pues Agadir quedó totalmente destruida. A la vista del desastre, la comunidad gay se trasladó a Torremolinos, un pueblecito del sur de España, que les ofrecía la suficiente discreción.
 También menciona la crepería El Goloso, con sus crepes de frambuesa y azúcar, que dio nombre al pasaje que une la Plaza Costa del Sol con la Plaza de la Gamba Alegre. Recuerdo que nos gustaban mucho aquellos crepes a mí y a mis hermanos, y que después mis padres nos llevaban a pasear por la calle San Miguel, aunque el recuerdo es de otra década (los setenta).

Abierta en 1963, la crepería El Goloso daría nombre al pasaje que unía las dos plazas, Torremolinos
Fotografía: www.aqueltorremolinos.es

Calle San Miguel, años sesenta. Fotografía: www.aqueltorremolinos.es
 Un poco más abajo resistía el barrio de La Carihuela, reducto de los últimos pescadores, donde la mayoría de sus vecinos habían desertado de la dureza de la barca para reciclarse en camareros. Ya entonces eran las mujeres quienes marcaban el pulso de aquella amalgama de casas bajas, mientras respiraban con el estigma del luto encima, combinando el negro de mil formas distintas durante toda una vida. Los días se sucedían implacables, sin dejarles tiempo para tener clara conciencia de la irreversibilidad de los cambios. Confundido por el estupor del calor y sin oponer resistencia, aquel Torremolinos transmutó mansamente del blanco y negro al color y, cuando quisieron saber qué pasaba –si alguien quiso saberlo–, la veda ya estaba abierta al hedonismo. Los nativos de repente fueron invitados, como mano de obra, a la gran metamorfosis, e improvisaron lo que no pudieron aprender, bien es verdad que tampoco los pilotos de aquel cambio tenían claro a dónde querían llegar ni cómo hacerlo, todo se reducía a caminar hacia delante con un sentido único, económico para unos, voluptuoso para otros. 

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 ¿Cómo pudieron conjugar una vida que se iniciaba de madrugada yendo por agua a la fuente, salpicada de rezos y partes en la radio, con aquella perenne e impía verbena? 

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 El roce producido por el trasiego entre unos y otros, nativos y forasteros, iba dejando arañazos en el existir de aquellas gentes. Las heridas en muchas ocasiones tuvieron doble sentido, como el alambre de espino. A cuántos escandinavos pasados los años los asalta un recuerdo, aunque sea mínimo, de aquellas estancias en España, cuando el viento de poniente les empujaba en largos paseos con los pies desnudos por la inacabable playa. Entonces les invade la nostalgia del sueño imposible, de revivir lo que una vez conocieron en aquel país extraño, de raras costumbres, salpicado de cal y de sal marina, aquel lejano pedazo de tierra, de calles recónditas y plazuelas con latas de geranios, de estrechas calles llenas de pregones, de pozos hondos, de cuadras y aparejos, de pinos con tablillas con el nombre de sus ahorcados, de sandías abiertas como enormes corazones, de olor a pan caliente y a pescado frito.
 Antonio Jurado mezcla en su novela personajes reales (Rafael Aranda lo es) con ficticios, como Dino Galarza o el pintor Maxence Ceulemans de Villa Theo ("Aunque conocí a muchos pintores como ese que exponían en la galería de arte que había en el Pasaje Zacatín", me apunta Antonio). Y hablando de pintores, comentar que en las páginas de El árbol de la cucaña aparece la célebre anécdota del Pedo de Dalí, pintor y personaje, a partes iguales, que también pasó por Torremolinos. Y, como no, el episodio de la famosa redada en el Pasaje Begoña la noche en que la dictadura quiso acabar con el ambiente gay de Torremolinos, un hecho que tuvo eco hasta en la prensa extranjera.
 Quien no sepa lo que es una cucaña y de dónde viene el título de la novela, tendrá que esperar a la página 219.
[...] Le pareció extraño la original situación de un viejo tronco de árbol, cuyo extremo coincidía con el centro de la alberca. Giró la cabeza y Palomeque, que procesaba tras él, le explicó que había aprovechado aquel madero, que llevaba años junto a la tapia del patio, para hacer una cucaña. 
 El pintor no supo con certeza a qué se refería, entonces Palomeque le completó el relato: se unta el tronco de jabón y aceite y se coloca una banderita en la punta del mismo, los contendientes han de andar descalzos sobre el tronco hasta coger la bandera. Si resbalan, van al agua.
 Además de fisioterapeuta, Antonio es un gran amante de la música, con una colección de discos inmensa y un libro escrito sobre el tema: Historia de la música pop a través de sus canciones (Siníndice Editorial, 2017).


 Quizás por ello, la música aparece por las páginas de su primera novela a modo de banda sonora. Aquí les dejo algunas de esas canciones.

Vino Amargo (Rafael Farina)


Le falta un clavo a mi cruz (La Consentida)


Espérame en el cielo (Antonio Machín)


Capullito de alhelí (Nat King Cole)


El Pirata (Ennio Sanguino)


Sapore di sale (Filippo Carletti y su orquesta)


Sympathy (Rare Bird)


Achilipú (Dolores Vargas)


Windmills of your mind (Alison Moyet)


La Pared (Bambino)


Puro teatro (La Lupe)


Tú me acostumbraste ( Frank Domínguez)


Strangers in the night (Frank Sinatra)


You really got me (The Kinks)


Aquarius (Hair)


Good Morning Starshine (Hair)


Hallelujah (Leonard Cohen)


Blowind in the wind (Bob Dylan)


Let the sunshine in (Hair)


 Por último, quiero dejarles aquí el enlace a Librerías Proteo y Prometeo por si no encuentran el libro en su librería habitual.

https://www.libreriaproteo.com/libro/ver/id/2264551/titulo/el-arbol-de-la-cucana.html

Y cuando lo tengan pásense por calle Pinzón, 10 para que se lo dedique.

Antonio Jurado con su novela El árbol de la cucaña (Letrame Editorial)
Fotografía: Lucía Rodríguez

martes, 2 de abril de 2019

HOMENAJE A TOMÁS CHINCOA GALLEGO


Tomás Chincoa Gallego

Desde hace un año me sorprendo viendo los partidos de fútbol que televisan del Betis, incluso sufro cuando el equipo no logra clasificarse para una final que merecía y que se va a jugar en su propio estadio, como ocurrió hace un mes en Valencia –y mira que jugaron bien Joaquín, Sergio Canales y compañía, pero cuando la pelota no quiere entrar...–. Y muchas veces, al cruzarme en el instituto con algún alumno que lleva la camiseta verdiblanca, se me escapa un "¡Viva er Beti manque pierda!". Al principio me resultó insólito todo esto, y qué decir a mis amigos, quienes me preguntaban cómo era posible que hubiese sumado un nuevo equipo a los de siempre (Málaga, Real Sociedad y Juventus), pero en cuanto me puse a pensar encontré la explicación. No había nada de extraño en ella, era simplemente mi forma de honrar al amigo fallecido, a Tomás Chincoa, con el que antaño tantas horas había compartido en la pista de atletismo de la Ciudad Deportiva de Carranque. Chincoa, que además de buena gente era policía municipal, hacía muchos años que no corría por su enfermedad, pero cuando nos veíamos era como si volviésemos atrás en el tiempo. Los años habían caído como losas, pero nosotros seguíamos viéndonos como aquellos dos chiquillos que daban vueltas sin parar en pos de un récord o una medalla, de la gloria que ya sabemos es efímera. Tomás, como su padre Gabriel, era muy bético, y yo había empezado a guardarle las chapas del Betis que me iban saliendo en los paquetes de pipas de Grefusa.

Chapas del Betis de las pipas Grefusa (GrefuLiga 2017-2018)
Fotografía Lucía Rodríguez

 Me las eché al bolsillo la última tarde que fui a visitarlo al hospital. Esa mañana le habían dado el alta, así que las guardé en el cajón del escritorio pensando en llevárselas el día que fuese a verlo a su casa, pero entre no querer molestar y la vorágine diaria, la visita no se produjo. "El tiempo encuentra formas peculiares de pagar deudas", así que cada vez que el Betis juega algo importante me acuerdo de Tomás y me siento frente al televisor con unas cañas. Durante casi dos horas es como si estuviese a mi lado, como cuando corríamos por Carranque, por el circuito del Scalextric o por los terrenos de la feria o de la Laboral.
 Hoy, que se cumple un año de su fallecimiento –el tiempo siempre pasa más rápido de lo que parece–, he querido escribir estas líneas y acompañarlas de esta fotografía que me ha conseguido el amigo Manuel Espárraga. "La fotografía se tomó en una academia militar de Toledo en el año 1985. En las camisetas pone F.M.A (Federación Malagueña de Atletismo), por lo que no era un campeonato por autonomías, pero sí que estaban representadas las provincias*. Tenía que ser de un campeonato de España. Teníamos todos 16 y 17 añitos y unas ganas de correr y unos cojones como toros".
*En esta época no había campeonatos autonómicos y se competía por federaciones provinciales.

Arriba a la izq. Salvador de Coín, y los malagueños Jorge y Tomás Chincoa
Abajo a la izq. Manuel Espárraga de Antequera, Diego López de Coín y Carlos Salcedo de Nerja
Campeonato de España de cross en Toledo, 1985

 Junto a la fotografía, le envío un abrazo a su familia y a sus amigos.


“¿Y cómo pueden los muertos estar realmente muertos si siguen viviendo en el alma de aquellos que dejaron detrás?”. 
El corazón es un cazador solitario -Carson McCullers-