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miércoles, 24 de diciembre de 2014

S.O.S NAVIDEÑO




Queridos amigos y lectores, ésta no es la típica felicitación navideña en la que se os desea unos días entrañables en compañía de la familia, y salud, dinero y amor para el nuevo año 2015. Por supuesto que suscribo todas esas palabras, pero junto a ese ¡Feliz Navidad! os mando un S.O.S navideño.

 En 2009 viajé hasta el Círculo Polar Ártico con mi hijo mayor, que por entonces tenía 9 años, para ver a Papá Noel. Fue un largo viaje en tren desde Málaga, 31 días inolvidables que quedaron plasmados en un manuscrito que lleva por título No subestimes el poder de Santa Claus (Santa Claus va tachado en el título y debajo lleva anotado con letra de niño Papá Noel). Creo en la magia de la Navidad y en que con vuestra ayuda ese libro podría estar en las librerías las próximas navidades. Para ello necesito que compartáis este post en vuestro facebook, que lo tuiteéis, que lo reenviéis a vuestros amigos..., a ver si así le llega a la persona adecuada, de la editorial ídem, y el sueño se cumple.

 Y por supuesto, para que veáis que la historia merece la pena, os anoto aquí la sinopsis y los primeros seis capítulos. ¡¡FELIZ NAVIDAD!! Y RECUERDA: NO SUBESTIMES EL PODER DE SANTA CLAUS.



NO SUBESTIMES EL PODER DE SANTA CLAUS
(Santa Claus va tachado y debajo, con letra de niño, pone Papá Noel)

Pedro Delgado Fernández
pedrodelgadof@gmail.com

   “Bueno, ya sabes cómo son estas cosas: un amiguito en el recreo te desvela el secreto de Papá Noel, y a partir de ahí comienza a fastidiarse la cosa. Uno empieza a dudar, y la más tierna de las inocencias se va al garete”.
   Esta es la historia de un padre empeñado en salvar la magia de la Navidad, en demostrarle a su hijo que Papá Noel existe, y también es la crónica de un viaje en tren de más de 9.500 kilómetros, una aventura en la que tuvieron que atravesar Europa desde el sur de España hasta el norte de Finlandia, allá donde el Círculo Polar Ártico traza una curva y vive el más maravilloso de los personajes. Y sobre todas esas cosas, es una hermosa manifestación del amor de un padre por su hijo.


1
La Navidad llegó a nuestra casa aquel invierno antes que nunca. Normalmente montábamos el árbol y decorábamos la casa en la primera semana de diciembre, pero aquel año queríamos dejarlo todo preparado antes de nuestro gran viaje.
   Íbamos a viajar durante un mes con el InterRail. Aquel billete, mítico para mi padre, era una especie de pase mágico que le había permitido recorrer en su juventud toda Europa. A él, a mamá, y a millones de mochileros que habían hecho del pase un modo de vida. Así que hablaba de él con la misma devoción con la que lo hacía de Arconada, de Elvis Presley o de sus antiguos cómics de la Marvel.
   Nuestro destino iba a ser la ciudad finlandesa de Rovaniemi, allá en Laponia, donde el Círculo Polar Ártico trazaba una curva. Aquel viaje había sido largamente postergado: desde que tenía 7 años más concretamente. Un día, cerca ya de las vacaciones de Navidad, alguien me dijo en el colegio que Papá Noel no existía. Que eran los padres. Cuando se lo conté a papá, éste abrió los ojos todo lo que pudo, arqueó las cejas y me dijo muy serio: “Que va Enzo. Lo que pasa es que esos niños se portan tan mal que Papá Noel no les trae nada. Y sus padres, para que no lloren, les tienen que poner algunos juguetes. ¿A que esos niños son los más traviesos de la clase?” Asentí con la cabeza. “Enzo, muchas cosas de Papá Noel son difíciles de creer: trineos tirados por renos voladores, el recorrer todo el mundo en una noche, el asunto de la chimenea, que los juguetes los hagan los duendes pero pongan made in china… Es lógico que, a cierta edad, los niños empecéis a pensar que todo es una broma; pero créeme que existe. Y vive en Rovaniemi. En Finlandia. A cuatro mil kilómetros de aquí”. Entonces, papá me dio un fuerte abrazo, y dijo las palabras mágicas: “Yo te llevaré a verlo”.
   Aquella promesa quedó mucho tiempo en el aire, pero finalmente, papá demostró ser un padre de palabra, alguien en quien se podía confiar.

2
Yo vivía con mis padres y con mi hermano Pedro en la Colonia Santa Inés, en una calle que llevaba el nombre de un cantero y que hacía esquina con la de un político y militar chileno a un lado y con la de un famoso escritor inglés al otro. Papá era profesor de Educación Física, pero en realidad lo que quería ser era escritor, y si hubiese podido, creo que de buena gana habría cambiado nuestra puerta de Alonso de Higuera a Charles Dickens. En el pasado, el barrio llegó a tener una fábrica de ladrillos, y aún quedaban las casas bajas de los antiguos trabajadores, alguna que otra chimenea y la laguna que se formó donde antes extraían el barro. En el colegio tuvimos que hacer el curso anterior un trabajo sobre el pasado industrial del barrio: La Colonia St. Inés, mi barrio. Mi padre decía que, después de vivir en el centro, esto le parecía un pueblo. La verdad es que yo también echaba de menos la casa del centro. Creo que todos la echaremos de menos siempre.
   Mi casa de ahora quedaba a 189 pasos del colegio. A 189 pasos míos, porque mi hermano necesitaba 91 pasos más. Era algo normal, ya que Pedro tenía 3 años menos. En la hora de tutoría, papá había consultado el asunto del viaje con mis maestros. Afortunadamente, yo era un buen estudiante, así que ninguno puso inconvenientes. Es más, ambos estaban seguros de que aquel viaje iba a ser de lo más instructivo. “Una experiencia enriquecedora”, dijeron más concretamente. Pero claro, también estaba el tema burocrático: obtener el permiso de la directora y del inspector de la zona. Papá pensó que si les decía a éstos el motivo real, pondrían pegas, por lo que decidió no solicitar permiso alguno. Ya justificaría mis faltas a la vuelta con un socorrido “Asunto familiar inexcusable”. De hecho, pensándolo bien, no se trataba más que de eso, pues ¿no era un asunto familiar llevar a un hijo de viaje? Mi padre también decía que era inexcusable, porque pronto cumpliría 10 años. Creía que, de aguardar algún año más, no viajaría con la misma ilusión. Yo estaba algo preocupado por tener que ocultarlo todo, pero papá lo tenía muy claro. El primer día de tutoría nos habían dicho que lo que se buscaba en 5º de primaria era que los alumnos fuesen autónomos, responsables, que adquiriesen hábitos y que tuviesen una actitud respetuosa y tolerante, y aquellos cuatro puntos iban a regir según él nuestro viaje. Amén de todo lo que decía que iba a aprender durante nuestro recorrido.
   Otro asunto distinto fue en el instituto de mi padre.

3
Papá trabajaba en un instituto al que yo iba de visita en algunas ocasiones. Más que nada para jugar con el ordenador, pues en casa no teníamos internet. Tampoco consolas. Mi padre decía que le restaban tiempo a los juguetes y a la lectura. Hablaba de una balanza imaginaria: en un platillo estaban todos los juguetes y libros que teníamos, y en el otro la Nintendo DSi, la Wii o la play. Según él, este segundo platillo, a pesar de abultar menos, pesaba mucho más que el otro. Como si se tratase de una maldición bíblica, tener una maquinita equivalía poco menos que a abandonar los juguetes y la lectura, algo que podía empobrecer nuestra imaginación. “Nuestra creatividad”, decía más concretamente. Así que ahora, que iba a llevar en persona la carta a Papá Noel, esperaba conseguir por fin la ansiada DSi. Papá decía que no le importaba mucho si me la traía, pues el gusanillo de la lectura ya estaba inoculado en mí, y, aunque la mayoría de los niños de mi clase ya no jugaban con juguetes, yo todavía no había renunciado a ellos. El objetivo, decía como si se tratase de una acción bélica, ya estaba conquistado. Lo que no estaba conseguido era lo de su permiso. Papá lo había solicitado para un mes en el trabajo, pero éste le había venido denegado. Él decía que la culpa la tenía la coletilla, según necesidades, que figuraba en el cuadrante de licencias y permisos, junto al apartado que recogía que todo trabajador tenía derecho a pedirse tres meses sin sueldo cada dos años. El director había firmado su consentimiento con otra coletilla: siempre y cuando envíen a un sustituto. Pero debido a la crisis, la Delegación no tenía intención de mandarlo, con lo que denegó el permiso. Papá me lo dijo el mismo día que se lo comunicaron. Me quedé triste y mudo durante un buen rato, y ambos nos pasamos una semana dándole vueltas a aquellas palabras: Atendiendo al informe emitido por la dirección del Centro. Para mí aquello suponía una putada, y eso que la palabreja estuvo a punto de costarme un castigo. En realidad para él también lo era. Estaba tan cabreado que hasta le costaba dormir. Rovaniemi nos parecía entonces un lugar imposible, una ciudad lejana adonde yo no llegaría nunca.

4
Papá decidió pelearlo. Habló con el jefe de personal de la Delegación, y convenció al director para que volviese a escribir otro informe sin la dichosa coletilla. Ansiedad, tila y valeriana fueron las palabras más escuchadas en casa aquellos días. Y mientras esperábamos la nueva resolución, los folletos de las oficinas de turismo de los distintos países por los que íbamos a pasar seguían llegando al buzón. Papá no quería ni mirarlos, y los fue acumulando sobre la mesita del teléfono.
   Nos tuvieron en vilo hasta la última semana, pero en cuanto recibimos la aprobación telefónica, volvimos a sonreír. El nudo que sentíamos en la garganta y el estómago se deshizo de pronto, y, esa misma tarde, con la sonrisa aún dibujada en la cara, nos fuimos a comprar los billetes.
   Mi padre se había criado en calle La Unión, muy cerca de las vías del tren, y de pequeño solía jugar entre los mercancías y las pirámides de piedras sueltas que transportaban, así que el pitido de las locomotoras, el traqueteo de las ruedas de los vagones y el chirrido de los frenazos estaban en su memoria y podía sentirlos de una forma muy clara.
   La estación quedaba cerca de la casa de la abuela, pero ahora que la habían reformado no se podía llegar a ella andando desde las vías. Papá sentía cierta aversión por aquella nueva estación, a la que calificaba de megamoderna e impersonal. Me explicó que la habían tenido que retranquear unos centenares de metros para adosarle aquel monstruoso centro comercial, y que no tenía comparación con la antigua, toda recogidita, en la que uno podía acceder a los andenes sin problemas, y no como ahora que sólo podían pasar los que tenían billete. Lo único acertado, según él, era el nombre: Estación de tren Málaga-María Zambrano, que hacía honor a una escritora y filósofa malagueña: una mujer mayor, con grandes gafas, en la foto del recorte de prensa que guardaba mi padre en la biblioteca.
   Cruzamos por delante de los escaparates de las tiendas y entramos en la sala donde despachaban los billetes. Cogimos número y aguardamos a que éste apareciese en la pantalla. Entonces nos detuvimos delante de la ventanilla sobre la que parpadeaba nuestro número. “Buenas tardes”, dijo papá. “Veníamos a por dos billetes de InterRail”. Al oír aquellas palabras, sentí un estremecimiento y un agradable cosquilleo inundó mi cuerpo. Entonces comprendí que una aventura estaba a punto de empezar.

5
El día antes de partir era el tipo más feliz que había en el colegio. Mi padre me pidió que lo mantuviese en secreto para que no llegase a oídos de la directora, así que sólo se lo conté a dos amigos de confianza. De todas formas, no me creyeron. Dijeron que era un cuentista. Así que decidí mantener la boca cerrada. Si mis mejores amigos no me creían, cómo me iban a creer los demás. Además, temía que se pudiesen reír de mí; pues yo era el más pequeño de la clase y ninguno de mis compañeros de pupitre creía en Santa Claus. Papá siempre decía lo mismo, que esos niños estaban creciendo más rápido de la cuenta, “demasiado rápido”, y que nadie debía subestimar el poder de Santa Claus. Pensé que a la vuelta tampoco me creerían.
   Aquella misma tarde, para sorpresa mía y de mis padres, algunos niños del cole comenzaron a pasarse por casa. La mayoría eran de la clase de mi hermano Pedro, que estaba en 1º de primaria, y venían con una carta en la mano acompañados de sus padres. Estaba anocheciendo cuando dejaron de pegar a la puerta. Papá miró nervioso el montón de cartas que había en el recibidor y se sirvió una copa. “Sólo hace falta que salga en los periódicos”, resopló. Mamá sacó de su bolso unas cuantas cartas más. “Son de los primos”, dijo añadiéndolas al montón. “Y ésta de tu hermano llévala aparte, con la tuya”. “Como la pierdas te mato”, dijo Pedro frotándose un puño mientras impostaba la voz. Papá me miró con cara de resignación. “Enzo…, me parece que vas a tener que llevar una mochilita para las cartas”.
   Esa noche me fui a la cama pronto, aunque sabía que iba a costarme mucho conciliar el sueño. Todos estábamos nerviosos en casa, menos papá, que estaba acostumbrado a aquello de viajar. Para él el mundo empezaba y terminaba en nuestra casa, a la que regresaba después de cada viaje para convertir en literatura sus experiencias. Recuerdo que de pequeño temía que no volviese, que se quedase por ahí enredado en algún río o alguna montaña. Mientras me arropaba, papá me explicó que cuando uno llega a viejo, no se recuerdan los días, sino los momentos. Y que dentro de esos momentos, los vividos en la infancia tenían un cariz especial. “Todas las personas mayores”, decía, “tienen imágenes de su infancia que siempre les acompañan, y por ello esas imágenes deben ser lo más felices posibles”. Quizás era eso lo que él también pretendía con aquel viaje: llenar mi cabeza de futuros recuerdos.

6
Partimos de MÁLAGA la mañana del 21 de noviembre de 2009. En la estación nos esperaban los abuelos. Los abuelos eran en esta ocasión los padres de mi padre. Papá les dio un fuerte abrazo, y a punto estuvo la abuela de ponerse a llorar. Pedro se pegó a papá, puso esa vocecilla infantil que tan tierno le ponía, y le recordó las últimas instrucciones sobre su carta: quería que le añadiese algunas cosillas. Mi padre lo cogió en brazos y lo estrujó, llenándole la cara de besos.
   Antes de pasar el control de seguridad de acceso a la estación, y mientras la abuela nos repetía unas cuantas veces que tuviésemos cuidado, papá besó a mamá en la boca y volvió a estrecharla entre sus brazos. Pedro quería acompañarnos hasta el andén, pero el guarda le dijo que no estaba permitido pasar sin billete. Papá se quejó de que las estaciones de tren se pareciesen cada vez más a los aeropuertos. Mamá se cameló a Pedro diciéndole que nos despidiera desde el ventanal de la estación, la cristalera que la separaba de una de las galerías comerciales, y allá que se fueron mientras nosotros colocábamos el equipaje en la cinta transportadora y pasábamos por el arco de seguridad. La maleta, la mochila en la que papá había metido nuestros chaquetones y los pantalones de esquí, y mi mochilita atravesaron renqueantes el túnel del escáner, y, durante unos segundos, apareció en la pantalla del monitor una radiografía de todas nuestras pertenencias.
   Cuando volvimos a ver a Pedro, corría y brincaba diciéndonos adiós con las dos manos. Todos habíamos pensado en una despedida a lo grande, con medio cuerpo fuera de la ventanilla mientras agitábamos un pañuelo, pero nuestro vagón estaba al fondo, muy lejos de donde terminaba el ventanal, así que tuvimos que conformarnos con saludarles con la mano desde el hall antes de arrastrar nuestra maleta. Mamá llegó corriendo hasta la altura de Pedro, y nos sonrió nerviosa. Nos detuvimos unos instantes. Papá les tiró unos besos, y ellos nos los devolvieron desde detrás del cristal. Agitamos una vez más nuestras manos; y allí quedaron, apoyados el uno en el otro, mirando cómo nos alejábamos.

viernes, 19 de diciembre de 2014

NO SIN MIS ZAPATILLAS

De sobra es conocida la relación tan estrecha que uno mantiene con sus zapatillas de atletismo. La elección de un modelo u otro, una vez cumplidos los parámetros técnicos, casi siempre se debe a un flechazo tan intenso como los de Cupido. Llegados a ese extremo, es lógico que nos cueste desprendernos de ellas una vez agotado su ciclo. A veces, con la excusa del por si hay barro o por si voy al río Chíllar, quedan un tiempo en el limbo del zapatero, hasta que uno de esos días de limpieza general, tras mucho repensarlo, acaban en la basura.

 Por eso, si queréis que sobrevivan en el tiempo o rendirles homenaje por los servicios prestados, os recomiendo que hagáis como mi cuñado y le encarguéis un "retrato" de ellas a mi mujer. Así podréis lucirlas en la pared de vuestro salón o de vuestro cuarto, acompañadas de la mejor marca que hicisteis con ellas en tal o cual prueba.


Mi primera maratón, obra de Lucía Rodríguez Vicario (óleo sobre tabla, 30 x 40 cm)


 Y quien quiera ver el currículum y la obra de Lucía Rodríguez Vicario, no tiene más que entrar en su blog de arte, Manchando lienzos manejando colores, del que aquí os dejo un enlace.



miércoles, 10 de diciembre de 2014

CAMISETAS CON CAUSA

Julián Ruiz Molina con su camiseta reivindicativa en la maratón de Málaga

Sólo hay que abrir un poco los ojos al salir a la calle para ver que se llevan las camisetas y sudaderas con mensaje, bien fruto del merchandising de algunas organizaciones o de la inventiva e iniciativa del personal. Las hay antifracking, de apoyo a la educación pública, a Femen, a Podemos o a Julian Assange; incluso he visto una con las cuentas de Bárcenas (qué arte tiene la gente).


Camiseta con la caligrafía de Barcenas de los pagos en negro del extesorero del PP
Diseñada por gazpachoblog.com de Moe de Triana (Foto: D.R)


 Sin embargo, la camiseta que más ha llamado mi atención es la que se ha puesto Julián Ruiz este pasado fin de semana para correr la maratón de Málaga.


Julián Ruiz Molina con su camiseta SIN GLUTEN


El dorso de la camiseta


 Uno de los hijos pequeños de Julián es celíaco, es decir que tiene intolerancia al gluten, una enfermedad genética que te obliga a mirar con lupa casi todo lo que comes. Con el gesto de enfundarse esa camiseta, este padre reclama una ley para el etiquetado de los alimentos en la que aparezcan claramente sus componentes y si estos tienen o no gluten; que los productos sin gluten tengan un IVA reducido, pues actualmente  los precios de estos productos son disparatados; y concienciar a la población de que ésta es una enfermedad y no una moda o un acto de esnobismo.


Julián Ruiz Molina con sus hijos Hugo y Marcos al termino de la Maratón de Málaga
7 de diciembre de 2014


Aquí os dejo el enlace de la entrada de Julián en su blog de atletismo (zorzales.blogspot.com), donde lo explica todo mejor:





jueves, 4 de diciembre de 2014

LA MEDIA DISTANCIA

Portada de La media distancia, novela de Alejandro Gándara

"La cuerda del cronómetro me araña la muñeca. Ya falta poco. Después de los veinte kilómetros se pisa un umbral en el que la fatiga pierde el ímpetu, los sentidos se adormecen, los músculos empiezan a soñar por su cuenta. Los accidentes del terreno se vuelven muelles como neumáticos. Sólo los giros y los cambios de horizonte producen malestar. En línea recta, con un paisaje inmóvil, podría durarse días enteros con este ritmo fácil y mecánico que ni el corazón advierte. El roce de la muñeca es el único aviso, enrojecido por el sudor. Se podría durar siempre. Quizá sea la verdadera aspiración, la carrera eternizándose y el transcurrir de los años, haciéndose viejo con las piernas en movimiento, que el corazón se detenga primero que el pie".

Nada más empezar a leer esta novela supe que me iba a llevar tiempo acabarla, pues las palabras de Alejandro Gándara hacían aflorar continuamente en mi cabeza imágenes que creía tener olvidadas, escenas y sensaciones que me asaltaban vívidas y claras desde tiempos lejanos, frases o párrafos que me hacían detener a menudo la lectura ensimismado en mis propios recuerdos. Y es que Gándara fue atleta en su juventud. Y eso se nota. Se nota y se agradece, porque uno puede disfrutar del libro por partida doble. Por un lado la lectura de las aventuras y desventuras de Charro, un mirobrigense (gentilicio que reciben los habitantes de Ciudad Rodrigo) que tras ganar una segunda vuelta pedestre a su pueblo es instado por el delegado de la Unión Deportiva Salamanca a correr un mil en el Helmántico para ver si ficha por la Unión, y por otro la lectura de esas cosas con las que, de un modo u otro, te puedes sentir identificado. Lugares comunes como la gente que se picaba hasta en los entrenamientos,

"Ahí viene otra vez. Ni siquiera el calentamiento es una tregua para él. ¿Por qué no le dejo pasar? ¿Estoy tan loco como él?"

las series en pista con las leyes de este deporte,

"Sonó la primera serie. Gazapo en el estómago: síntoma reconocible. [...] Salida y zapatazos. Marca el ritmo Bilbao, en evitación de vagancias. Mogollón. Voy a salir por fuera. Corro por el cielo, alegre y diáfano, sin el peso de las suelas. Los brazos bajos, intangibles, como haciendo rebaño de nubes. Doscientos metros. Bilbao se queda. Estrecho vigilancia y me cruzo hacia adentro. Sale un juvenil que no sabe dónde va. Otro. Me pego discretamente. Por el cielo, con los brazos bajos, sin barro, sin invierno, sin Lucio, sin músculos. No pensar en nada, porque eso es trabajo, el trabajo un peso, el peso mayor que altera el ritmo. Trescientos. ¡Lucio, como una bala! Los juveniles atrás, zombis totales, con el pulmón agarrado. Nos vamos cinco con Lucio. No resopla; yo, en cambio, me siento como un fuelle antiguo. Me quedaría, pero me empujan desde atrás. Lucio cambia, el animal, y se va solo. Me entra una desesperación pequeñita, porque la asfixia es mayor. Debería seguirle. Sin querer le estoy siguiendo. A cincuenta está Barbeitos. Tiene un crono en cada mano. Los dos cronos son nuestros dos corazones y empiezo a escuchar el mío, que se va emparejando con el de Lucio. El suyo no lo oigo. Ahora sí. Le he pescado a veinte metros. No es cuestión de picarse: regla de oro de este deporte. Hay que llegar juntos, hermanados, en un tiempo único. Cruzamos y suena el clic. De pronto, estoy mirando el suelo como si me fueran a enterrar en él. Lo miro fijamente y alguien me da por detrás. La ley dice que hay que moverse. Trotando, veo el cielo otra vez. Hasta dentro de siete minutos".

las maneras que cada uno tenía de enroscar los clavos en las zapatillas o de sopesar, tras unos años, si realmente merecía la pena seguir corriendo por la fuerza de la costumbre;

"Algunos ya se han desnudado. Afuera llueve. Hoy no habrá series rápidas: no serán necesarios los clavos. A veces, un entrenamiento de esta angustia muerta de cambiarse de ropa es desenroscar clavos de las zapatillas y volverlos a enroscar. Cada uno tiene su manera. Es parte del estilo. Lucio los enrosca con la mano hasta casi el final, es el método más rápido, para después ajustar con la llave. Mientras lo hace, no mira a nadie. Bilbao los trae preparados de casa. Si el tiempo o el plan cambian, y se precisan de otras medidas, siempre tiene zapatillas preparadas. Yo uso la llave desde el principio y empiezo a darle vueltas y vueltas y vueltas. Tardo mucho y siempre soy el último en salir del vestuario. En los demás no me he fijado. Pero cada uno tiene una manera diferente. Cada uno piensa algo distinto de lo que nos espera afuera. Hay en cada uno una forma distinta de sentir el futuro inmediato y de acercarse a él. ¿Seré el único que piensa en ideas como "afuera", "inmediato", "angustia"? ¿Todo lo que está sucediendo le sucede a alguien más que a mí? ¿Me hago estas preguntas tan repentinas sólo para demorar más el tiempo, cuando sería tan sencillo colgar las zapatillas por el resto de los inviernos? También sería sencillo no pensar, y sólo correr. Correr contra el tiempo para no tener que demorarlo. Cada cual, enrosque los clavos como los enrosque, tiene más inteligencia que yo. Ellos saben que demorar el tiempo no elimina la pesadilla de tener que correr contra él".

también la carga psicológica de retirarte en un entrenamiento (y no te digo nada en una competición),

"El domingo abandoné. Era la tercera vez. La primera Barbeitos dijo que faltaba rodaje. Y lo mismo la segunda. Después de la tercera, me quejé de la rodilla. Ni siquiera me tomaba el tiempo de cansarme. Un pinchazo, que era menos que un dolor tenue y, plaf, me venía abajo, miraba el suelo y me marchaba andando hasta la línea de meta. Él me veía llegar. No preguntaba nada. Metía un cronómetro en el bolsillo de la gabardina y seguía controlando a los otros. Es lo más duro de todo. No podía deshacerme de esa imagen fija, de un cronómetro metido en el fondo de un bolsillo. Tenía algo de vudú. El tictac se detiene y algo fundamental de uno mismo se detiene también. Después, cuatro expresiones parcas, casi epitafios. "Vete a rodar." "No sigas el plan estas dos semanas; alterna rodaje y descanso." "No te preocupes más de las pruebas de invierno." "El lunes nos vemos.""

y la gente que entrena por épocas, que van y vienen como el Guadiana.

"Ese Víctor es de los que entrenan por épocas, después desaparecen, hacen un viaje o se casan y aparecen de nuevo con gesto de venir a demostrarse algo; y tanto si se lo demuestran como si no, vuelven a esfumarse lo mismo".

 Alejandro retrata la España de los años setenta, pero mi cabeza, por mi fecha de nacimiento (qué cosecha la del 66), se me iba a los ochenta. Imposible remediarlo.


Pedro Delgado Fernández encabezando un 800
Ciudad Deportiva de Carranque, Málaga 1983


 Como el protagonista, yo también me había pagado los estudios con el atletismo,

"Sabía que era un atleta del Real Madrid y a veces me había mostrado algún periódico en el que salía  mi nombre. "Es lo ideal", comentó una vez, "pagarse los estudios con el deporte sin dejar lo uno ni lo otro"".

e incluso había ganado un par de medallas en las pistas del Helmántico: un bronce y una plata en los Campeonatos de España Universitarios de Atletismo en los 3.000 metros obstáculos y los 10.000 metros, en 1989 y 1991 respectivamente.

"El Helmántico estaba plantado contra los tesos pardos y los campos amarillos, a la derecha de la carretera de Zamora. Era una construcción rara en aquel paisaje. Por fuera enseñaba el hormigón deslucido, propio del que tiene clientela asegurada. El club de fútbol había ascendido a Primera División y el Salamanca vivía un renacimiento futbolero. A todo ello había contribuido aquel nuevo estadio que, además de campo de fútbol, contaba con pistas de atletismo, lo que no era frecuente ni siquiera en la imaginación de clubes más poderosos. Estaba todavía la palabra "Helmántico", con su eco nigromántico, como señalando a la catedral de un culto recién instaurado. Alrededor, el campo pelado y limpio que rodea las ermitas".

Estadio y Pistas del Helmántico, Salamanca

"Salí por el corredor de tribuna, encima del túnel de salida al campo. El césped tenía un brillo de ilusión que yo no había visto en los prados. El pistoletazo había sido la señal de una prueba corta que terminaba ahora. Los jueces estaban subidos en una escalera, en el punto de meta, como en una pirámide. Lucían en sus chaquetas brillantes escudos y en sus manos brillantes cronómetros. No sabré nunca si tanto brillo estaba sólo en mi imaginación o si fue la impresión de la primera vez, en la que yo iba dispuesto a que las cosas brillaran y a zambullirme en ese mar de fulgores como Ivanhoe en la marisma. También brilló un martillo, lanzado desde su jaula, cruzando la diagonal del campo como una bola de cañón. Los corredores hacían el calentamiento por un borde de la pista, en un margen de césped con bordillo. De los pequeños grupos de corredores saltaban también lentejuelas de sudor, que se esparcían como lluvia. Había muchachas que realizaban ejercicios cerca del listón de altura. Todo daba la impresión de ser distinto a las carreras pedestres. En Ciudad Rodrigo, como mucho, las chicas jugaban al escondite". 
"[...] Allí había movimientos precisos, todo lo que se podía sentir parecía haberse calculado antes. Un lanzamiento o un salto duraban un instante de nada en comparación con la quietud que los rodeaba. Correr o saltar eran actos instantáneos de un trabajoso pensamiento que duraba mucho más que la carrera o el salto".

 La novela de Alejandro está ambientada en el mundo del ATLETISMO, y lo escribo con mayúsculas porque tiene poco que ver con esa moda del running, esa campaña de marketing que ha hecho que mucha gente confunda los términos. Para lo segundo basta con calzarte unas zapatillas, salir a correr a la calle y participar en algunas carreras populares sin la presión del puesto o del crono, pero para lo primero hay que calzarse los clavos en el cross y en la pista. El Atletismo de verdad no se puede entender sin el campo a través y el anillo de 400 metros de la pista, sin la exigencia de la clasificación y del tiempo cronometrado, ni sin las zonas de saltos y lanzamientos.

"[...] Para eso tenía que evitar el fallo, aunque fuera incapaz de prever lo que podía ocurrir en una pista de tierra batida, compitiendo contra unas buenas zapatillas de clavos, con jueces, pistoletazo y todo ese solemne aparato tan distinto de las soledades de la alameda y el piso duro donde oía mis pisadas. Yo tenía la carrera cómoda de los que marchan según su instinto y que después supe que en el argot llamaban "trotones", como a los caballos libres de la madrugada en el campo. La pista era diferente. Al atleta se le marcaban los tiempos parciales y se le advertía durante la prueba, y de esta manera podía acomodar su ritmo a sus posibilidades. Ir más lento o más rápido de lo que se puede, es buscarse la ruina de un tipo de competición donde lo que cuenta es tiempo con décimas y centésimas. El atleta, desde la línea de salida, conocía a sus rivales. Sabía su tiempo y sabía hasta dónde podía seguirles o en qué momento debía dejarles. Conocía también a las liebres, y sabía lo que iba a hacer la suya, si la tenía. Las liebres marcan un ritmo de muerte por razones que hay que conocer antes de salir: quemar a algún trotón; marcar el parcial del galgo que la ha colocado para buscar el récord; trabajar para el equipo; lanzarse a tumba abierta y aguantar la pájara final, fiando en el trecho que puso en medio con su salida a la locura. El atleta tiene una estrategia para el tiempo y otra para ganar la prueba. A veces tiene las dos. A veces le falla una y se queda con la otra. En cualquier caso, sabe lo que tiene que hacer al final, conoce su prueba metro a metro y segundo a segundo, y mucho antes de que acabe ya tiene un veredicto que se parecerá bastante a los resultados. Cuanto más corta es la distancia mayores son las consecuencias del error y la ignorancia. También hay un lugar para la intuición, pero sólo después de que uno haya conocido sus límites. [...] Todo lo que sabía sobre una prueba de mil metros es que había que correrla deprisa y, al final, intentar algo parecido a un sprint, como decían en el Instituto. "El sprint es lo fundamental", me dijo uno que leía el Marca todos los recreos, al sol de la plaza. Yo tenía quince años y escuchaba embelesado sus conocimientos".  

 Pero no piensen que La media distancia es un tratado de atletismo, no, La media distancia es una novela que llamó la atención del mismísimo Juan Benet, quien dijo de ella que era la mejor novela que había leído en los últimos quince años en España. En la contraportada del libro, en la edición de Alfaguara, puede leerse lo siguiente:

 "Un hombre corre e intenta ordenar su vida entre zancada y zancada. Lo que empezó como un arrebato de niño se ha convertido para Charro en un brillante futuro. Recién llegado a Madrid, tras fichar por un equipo de la capital, verá cómo la gloria del triunfo se funde con una realidad que comienza a deslizarse hacia el vacío.
 El desamor, las victorias a medias y las derrotas olvidadas forjarán en él la sensación de encontrarse en la mitad de todo y el inicio de nada. Charro tardará años en encontrar la paz de reconocerse en las distancias medias".

 Gándara aprovecha dos momentos de la novela para deslizar algunos nombres, atletas que seguramente pertenecen a su Olimpo propio, como Zatopek; el etíope Abebe Bikila;


Abebe Bikila


el keniata Kipchope Keino y el estadounidense Jim Ryun, oro y plata en los 1500 metros en la Olimpiada de México en 1968;


Tras el keniata Kipchope Keino, podemos ver al estadounidense Jim Ryun


el afroamericano John Hines, que fue el primer hombre que rompió la barrera de los 10" en los cien metros imponiéndose en la final de esos mismos Juegos Olímpicos con 9.95;


John Hines, oro en la final de los 100 metros en los Juegos Olímpicos de México 1968


o el velocista salmantino José Luis Sánchez Paraíso, quien llegó a participar en tres Olimpiadas (México 68, Munich 72 y Montreal 76).


Sánchez Paraíso en un cromo de la colección
Campeones de España de la editorial Crosal, 1965


 Pero también aprovecha para rendir homenaje a esa larga lista de atletas que no alcanzaron ningún reconocimiento, como el fondista Jeróme Benedetti del que cuenta el narrador que, en 1944, tras cruzar la meta de la maratón de Boston, continuó corriendo hasta un bosque cercano, y ya nadie volvió a verlo.

"Jeróne Benedetti debería ser el Santo patrón del atleta devoto. Pero los libros de historia sagrada del atletismo le han escondido. No subió nunca a un pódium, ni registró una marca imbatible. ¿Qué puede decirse entonces de un corredor que sencillamente se fue? He conocido tipos que hubieran dado algo por conseguirlo. Podría hacer una lista muy larga. Una lista de los que persisten en el fracaso, no han ganado ni un trozo de lata que exponer en la vitrina del comedor familiar, ni han robado siquiera las letras de su nombre a la linotipia de un periódico local. Además, conocen su futuro mejor que nadie, y está de sobra que algún despabilado les delate su anonimato. Persiguen su sola soledad por esos campos y no se esfuerzan menos que el resto. Pero persisten y esto les distingue de muchos que prometen a ojos entendidos; duran como si su organismo tuviera un fondo indestructible y con su resistencia, puede uno figurarse que sólo los ídolos tienen los pies de barro".

 No sé de dónde sacó Alejandro esta información. No sé si es real o si se trata de una leyenda urbana, o si tal vez fue fruto de su imaginación. Hay otras cosas que me gustaría preguntarle a Alejandro: ¿cuántos años estuvo haciendo atletismo?, ¿qué pruebas y qué marcas hacía?, ¿por qué lo dejó?, ¿si ha vuelto a ver a esos amigos a los que cogió prestado el nombre?, esos amigos ya perdidos en la distancia. Por eso, he anotado en el calendario de la cocina llamar a Pablo Aranda. Decirle que tiene que traer a Alejandro a uno de esos encuentros de café cargados de lecturas que organiza con escritores en el aula de cultura del diario Sur. Además, Alejandro Gándara ha seguido escribiendo, y muy bien, después de esta primera novela que publicó en 1984 con 27 años. Antes, en 1979, ya había recibido el Premio Ignacio Aldecoa de Cuentos, al que seguirían el Premio Nadal en 1992 por Ciegas esperanzas, y el Premio Herralde en 2001 por Ultimas noticias de nuestro mundo. Su última novela, Las puertas de la noche, se publicó el año pasado, aunque yo ando ahora buscando Ciegas esperanzas, cuya historia transcurre en Marruecos (en los años inmediatos a la independencia), y la que fue su tercera novela, La sombra del arquero


Alejandro Gándara (Santander, 1957)


 "Sea", me dije. "Correr deprisa y, a lo último, el sprint."